No podía transformarse en una belleza, pero, al menos, podía ir impecable. Estudió su rostro en el espejo mientras se extendía los polvos y se pintaba los labios. Enseguida se quitó la pintura. No había ido maquillada a la entrevista y, aunque no creía que el doctor Lovell se hubiese fijado mínimamente en ella, siempre existía la posibilidad de que lo hubiese hecho. Además, sospechaba que había conseguido el trabajo porque era lo más parecido a la señorita Brimble que le permitía su juventud.
La había visto una vez: insulsa, con gafas y ropa de color pardo. Nada en su aspecto habría llamado la atención del doctor Lovell y, Matilda, incapaz de hallar nada en su armario de un color tan insípido, optó por el azul marino con recatado cuello blanco. Lástima, pensó mientras se recogía el pelo en una trenza, que las circunstancias la obligaran a no sacar partido de su físico.
Hizo una mueca al ver su reflejo. Tampoco importaba. Tenía tantas oportunidades de atraer al doctor Lovell como una vaca de volar. Había sido una estúpida al enamorarse de un hombre que ni siquiera la había mirado durante más de un momento.
La consulta estaba a un lado de la casa, y había una senda estrecha que conducía a la puerta lateral. Ya estaba abierta cuando se presentó, y una mujer estaba quitando el polvo a la fila de sillas. Matilda le dio los buenos días y, siguiendo las instrucciones que había recibido, entró en el despacho. El doctor Lovell todavía no estaba allí. No le extrañó, porque faltaban varios minutos para las ocho.
Abrió una ventana, se cercioró de que tuviera todo lo necesario en su escritorio y regresó a la sala de espera, para sentarse detrás de su mesa, que estaba situada en un rincón. El libro de citas ya estaba allí, así que se dispuso a sacar las fichas de los pacientes de aquella mañana del archivador que estaba junto al escritorio. Ya las había ordenado a su gusto, cuando llegó el primer paciente, el anciano señor Trimble, el padre del propietario de la taberna. Era un hombre callado, que tosía con frecuencia, y, a juzgar por el amplio número de fichas, iba a la consulta con asiduidad. Masculló un saludo y se sentó. Tras él entró una joven con un bebé. Tanto la madre como el hijo tenían mal aspecto, así que Matilda se preguntó quién de los dos sería el paciente.
La sala se llenó y Matilda se mantuvo ocupada, aunque era consciente de las miradas curiosas y de los susurros. La señorita Brimble había trabajado allí durante tanto tiempo, que su sustituta era una novedad y, tal vez, no del agrado de todos.
El doctor Lovell abrió, por fin, la puerta de su despacho, dio los buenos días a todos, tomó las fichas del señor Trimble de manos de Matilda e hizo pasar a su paciente. Diez minutos después, salió detrás de él, tomó las fichas del siguiente paciente y dejó que Matilda le diera hora al señor Trimble para una siguiente visita.
No era un trabajo difícil, pensó Matilda, pero tampoco tenía tiempo para aburrirse, porque el teléfono sonaba de tanto en cuando y algunos de los pacientes tardaban en decidir la fecha y la hora de su siguiente visita, pero, cuando el último paciente entró en el despacho del médico, Matilda se sentía contenta. De acuerdo, el doctor Lovell no se había fijado en ella, pero, al menos, lo había visto de vez en cuando.
Trató con paciencia a la anciana que fue la última en salir, porque era casi sorda y, además, estaba preocupada por no perder el autobús.
–Mis gatos –le explicó la anciana–. No me gusta dejarlos solos más de una hora.
–Entiendo –dijo Matilda–. Yo también tengo un gato. Se llama Rastus.
La puerta que estaba a su espalda se abrió y el doctor Lovell dijo con impaciencia bien disimulada:
–Señorita Paige…
Matilda se volvió y le sonrió.
–La señora Trim tiene un gato, y yo, también. Estábamos hablando de ellos –despidió a la señora Trim y cerró la puerta tras ella–. Pondré todo en orden, ¿le parece?
El doctor Lovell no contestó; se limitó a hacerse a un lado para que pasara ella primero al despacho. Una vez dentro, la puerta que comunicaba con la casa se abrió y una mujer alta y huesuda entró con la bandeja del café. Matilda le dio los buenos días.
–Qué amable… Café. Y tiene un aroma delicioso.
Henry Lovell la miró con expresión inescrutable. Matilda le había parecido tan dócil y callada durante la entrevista. Dijo con firmeza:
–Mientras se toma el café, por favor, tome nota de ciertas instrucciones que quiero darle.
Matilda no necesitaba mirarlo para saber que lo había irritado.
–Hablo demasiado –le dijo, y abrió el bloc de notas. Sintió un cosquilleo en la nariz al inspirar el aroma que emanaba la cafetera.
–Sea tan amable de servir el café, señorita Paige. Debo señalar que, normalmente, no tendrá tiempo para tomar nada. Esta mañana ha habido pocos pacientes y, normalmente, me marcho en cuanto sale el último, para que usted ordene y cierre la puerta y los armarios. Debo advertirle que la consulta de la tarde suele estar bastante concurrida.
El doctor abrió un cajón y le tendió un llavero.
–Si me entretengo, confío en que usted reciba a los pacientes y lo tenga todo listo para cuando yo llegue. La señorita Brimble era muy eficiente; espero que usted también lo sea.
Matilda tomó un sorbo de café. Qué extraño, pensó, que de los millones de hombres que había en el mundo, se hubiese enamorado de un médico distante y educado de fríos ojos azules y, por lo que sabía, con un corazón igual de frío.
–Haré lo posible por seguir los pasos de la señorita Brimble –le dijo, y Matilda tomó nota de sus instrucciones–. ¿Me necesita para alguna otra cosa, doctor? Entonces, ordenaré la sala de espera y echaré la llave.
El doctor Lovell asintió, sin levantar la vista del montón de fichas que tenía sobre el escritorio.
–La veré esta tarde, señorita Paige –le dijo, y la miró entonces–. Este no es un trabajo en el que se pueda estar muy pendiente de la hora.
Matilda se puso en pie y caminó hacia la puerta, desde donde dijo en voz baja:
–Supongo que echa de menos a la señorita Brimble. Confiemos en que todo salga bien, ¿no?
Matilda cerró la puerta con cuidado al salir y el médico se quedó mirando el rectángulo de madera que lo separaba de la sala de espera con una expresión de sorpresa en su atractivo rostro. Se concedió una sonrisa, aunque fugaz. La señorita Paige tendría que adaptarse a su forma de trabajar o buscarse otro empleo.
Matilda se fue a casa, se puso el delantal y empezó a llenar de ropa la lavadora. Su padre estaba en el despacho, su madre, preparando café en la cocina.
–Bueno, ¿qué tal te ha ido? –preguntó la señora Paige–. Supongo que no es un trabajo muy difícil. ¿Es un hombre agradable el doctor Lovell? Tu padre tiene que ir a verlo dentro de unos días. Es un fastidio que tenga que ir al médico tan a menudo. Cuando se recuperó del ataque al corazón, pensé que ya se había curado.
–Bueno, está curado, madre. Pero es posible que sufra otro ataque si el médico no lo vigila. Aunque, se siente a gusto aquí, ¿verdad? Esta es la clase de vida ideal para él.
La señora Paige dijo con fiereza:
–Sí, claro, es ideal para él, pero ¿y para mí? No hay nada que hacer en esta minúscula aldea.
–No es minúscula. Y la señora Simpkins me ha dicho que siempre hay alguna actividad. Teatro para aficionados en el invierno, partidas de bridge, y tenis y cricket en el verano. En cuanto conozcas a la gente…
–¿Y cómo voy a conocerlos? ¿Llamando a su puerta? Llevamos aquí casi dos semanas.
–Si fueras al pueblo más a menudo… –empezó a decir Matilda–. Todo el mundo va a la tienda de la señora Simpkins.
–¿Todo el mundo? ¿Quién es todo el mundo? Nadie con quien pueda trabar