de solitarios que no están acostumbrados a mirar a tanta gente, ojos aturdidos, estúpidos de cansancio o de sueño. La mesa es angosta, pero procuramos rozarnos lo menos posible, no tocar a otro, ni palpar los brazos o, peor, las piernas bajo la mesa. Esto genera una repulsa indisimulable; aunque todos sabemos que, ya que compartimos la primera comida del día, hay que ser cordiales. Ser tolerantes con las extravagancias de los que mastican con la boca abierta, como el gordo calvo y suave que parece hecho de gominola, el que usa las manos y eructa, salpicando las camisas de los compañeros.
Los más difíciles de soportar son los que me miran como si supieran quién soy, pero no me dicen nada. En una ocasión, una mujer de cabello sucio y seco demoró la cena solo para decirme que quería hablar conmigo y que me esperaba escaleras arriba; pero aun cuando recorrí el trayecto de vuelta a mi cuarto y miré hacia atrás, no encontré a nadie.
En otro de los recuerdos, es mi padre el que se asfixia y yo conduzco sin detenerme, para salvarle la vida. Yo soy mi padre, siento sus manos callosas de levantar pesos, sus tendones engarrotados, su barriga hinchada incrustarse contra el timón, su corazón de caballo despeñándose por un barranco y entonces entiendo por qué mi padre ha ido estrellándose contra todo, mientras recorremos el camino que separa la vida de la muerte.
Mi padre embiste cada una de las alambradas del mundo: a todas las cabras, gatos, venados y vacas, los hace volar por los aires y luego quiebra sus huesos con los neumáticos; mi padre es un sacerdote que ofrece corazones desgarrados a la luna de sangre, a cambio de que el mío siga latiendo. Mi padre arroja a un hombre cualquiera al pavimento y luego le pasa encima porque me ama. Entonces, con el alma cargada de agradecimiento, despierto. Me he dormido en mis propias fantasías y se me ha hecho tarde para desayunar.
Salgo tambaleante al pasillo desolado y una mujer, que podría ser tanto la del pelo seco como cualquier otra del hotel, me contempla antes de perderse escaleras arriba. “Me pareces conocido”, me dice, pero no se detiene. Asciende rápido, seguramente también debe llegar a tiempo a desayunar. Quedan briznas de su recuerdo: el pelo encendido con destellos rojos, los ojos con cierto estrabismo, la piel cenicienta. En cuanto me acerco a los primeros peldaños, antes de subir, me percato confundido de que se ha tratado de un espejo en el que no había reparado. La persona que me hablaba era yo mismo. Me detendría a contemplarme, pero temo no tener tiempo para hacer vida social. Cuando llego al salón, atestado siempre de extraños que poco a poco voy reconociendo, el incidente ya se me ha olvidado. Busco un espacio vacío, me siento y empiezo a comer en silencio los huevos que ha preparado el viejo Mórtimer.
A veces alguien me dirige la palabra, usualmente los recién llegados, los que no comprenden cómo van las cosas; los que quieren salir y preguntan dónde están las puertas. Como ni yo ni nadie les contestamos, también se les va olvidando hablar. Al poco tiempo ya no se les puede distinguir del resto. Comen el desayuno, como todos nosotros, y con la boca llena se les acaban las preguntas. También ha habido casos de gente que quiere volver a la habitación sin desayunar: los que lloran desconsoladamente, los que parlotean en voz alta de sus recuerdos. Pero esos son los menos, y en días extraordinarios.
Normalmente todos somos buenos comensales: usamos los cubiertos y con razonable destreza vaciamos las fuentes de revoltillo y fruta; dejamos los platos limpios y cavilamos en silencio, pensando en qué nuevo giro podríamos darle al recuerdo que amasamos, que aplastamos con los dientes, que nos nutre y que se ha convertido en el pasatiempo de nuestras horas. Yo siempre pregunto a los demás por la hora, aunque sé que incomodo. Muchos no hallamos manera de que el desayuno transcurra más rápido para seguir rumiando los bordes de esas imágenes en nuestros cuartos, para ir a exprimirlas hasta el más seco de sus resquicios.
Demasiado temprano o demasiado tarde, cruzo el pasillo vacío, donde puedo ver mi reflejo a lo lejos, como la luz de un auto silencioso que se aproxima. Estoy demasiado absorto en mis pensamientos para ver venir el coche por la carretera. Uno espera en sus vacaciones la paz del campo, calmar la vida cotidiana bajo el guiño de la luna y, de golpe, el puño de la vida se alza y golpea hasta hacerte saltar los dientes. Primero el golpe y la caída, el dolor que va esparciéndose sin tener una herida particular porque la herida es todo. Luego caer, aturdirse, perder el aliento, permanecer lúcido mientras la cadera se tritura bajo el peso del azar monstruoso. Después las costillas crujen y uno siente como el brazo izquierdo se desgaja y la sangre abundante llena poco a poco la boca rota.
Con los ojos líquidos, puedo ver al padre y a su hijo contemplarme, ya no como un ser humano, sino como un pedazo de carne jugosa puesto en un plato. Intento pedirles ayuda, pero tengo un gorgoteo espumoso en lugar de voz. Me pierdo en la mirada de ese niño tan aterrado, que se desmaya conmigo.
Mi recuerdo fundamental es morir.
Otra vez me he quedado soñando despierto frente a la comida. Aunque sé que voy retrasado en mi escritura del recuerdo que repaso, me demoro exprofeso en masticar la masa de los huevos desabridos de Mórtimer. Paso el trozo ensalivado de un lado a otro, sin tragarlo, como Judy quien, un poco más allá, mantiene su bocado infinito.
Al final solo hemos quedado un hombre altísimo de ojos saltones que me contempla con ese aire ausente que solemos tener todos en la mesa, la mujer sin piernas que mastica y no traga, y yo. La examino y ella cruza su mirada con la mía buscando quizás compañía para el resto del desayuno.
Judy es de las nuevas, de las que creen que puede haber salida para el laberinto de la reminiscencia. Cuando me pregunta si la recuerdo de algún lado, ensayo una respuesta diferente a lo que decimos todos en esta casa desde que tengo memoria. Le digo que sí, que se me hace conocida. Entonces ella sonríe y me muestra sus encías secas, empastadas de comida, y sin dientes.
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