escribir.
Una noche, al acostarme en la alcoba de mi madre a los pocos días de su muerte, me asaltó un llanto tremebundo. Mi hermana salió de su habitación al rescate, y se tumbó a mi vera. ¿Nos tomamos otra birra de huerfanitas? Venga, va. Al mirarnos allí, recostadas en su cama, cada una con una lata de cerveza apoyada sobre las mesillas redondas de nuestra recién difunta madre, nos echamos a reír. De vernos la ama, diría: ay, estas mis dos hijas, borrachas como siempre.
Los primeros sanfermines sin ella los celebré, por supuesto, y fueron tragicómicos. Lo que lleva anudado mi amatxo, que os guiña el ojo en estas páginas, es un pañuelo rojo. Yo llevaba un vestido carmesí de licra y mis manguitos de volantes blancos, rojos y plateados. Iba con el rímel corrido por el llanto.
Salí de un antro en la calle Jarauta, el sol estaba en lo alto. De pronto, vi al final de la calle bailar a una giganta y corrí hacia ella. Las gigantas de Iruñea con sus txistus nos hacen seguirlas danzando como si estuviésemos poseídas por una diosa ancestral y caprichosa. Era la procesión, 7 de julio. Me abrí paso entre la marabunta inmaculada y apretujada que llevaba horas esperando. Mi mamarracho dolor me infundió superpoderes, llegué a la primera fila. Una mujer que estaba con sus críos se me quejó, con toda la razón del mundo. Yo la fulminé con mis ojos de loca y le dije: ¡no me digas na-da! Pues no te lo digo, respondió ella. Llevaba mechas rubias y pendientes de perla, no podíamos ser más distintas. Si pudiera, la abrazaría ahora mismo.
Cuando yo tenía catorce años, mi ama desmontó nuestra vida familiar en Rentería para intentar apartarse de mi padre. No pudo hacerlo aquella vez. Ainhoa y yo estábamos ya en Iruñea, con mi abuela y mi tía, con la familia de mi amatxo. Ella permanecía al lado de mi padre tratando de vender nuestro piso. Y seguían siendo pareja. Yo oía a diario que mi madre estaba anulada por mi padre y me revolvía por dentro. Pero entonces no tenía respuestas: ahora sí las tengo. Me las dio el feminismo en forma de conocimiento, de lucha, de comunidad y de terapia.
Mi madre y yo siempre hablamos abierta y animadamente de todo. Nunca, ni en plena tontería adolescente, cuando necesitas separarte existencialmente de tus progenitores, en mi caso solo de ella porque solo a ella estaba unida, erigí ningún tema de conversación como muro entre nosotras. Siempre supimos que éramos dos, y que éramos cómplices en este mundo.
Con trece años, me abrió la puerta y proclamó al mirarme: tú has chingado. Acertó, por supuesto. A un novio mío le advirtió, riendo: ¿te ha dicho que es bisexual, puta y drogadicta?
El maltrato de mi padre no iba a ser tabú entre nosotras. Sobre todo cuando ya nos habíamos librado definitivamente de él, tuvimos algunas conversaciones desdramatizadas sobre nuestra historia compartida de violencia. Una tarde le pregunté cuándo le había pegado por primera vez. Hizo memoria: «Supongo que al poco tiempo de estar casados. Espera, espera, ¡si me metió una hostia antes de la boda, ahora que me acuerdo! Me pidió perdón, me dijo que era por los nervios y que no lo haría nunca más. ¡Ya ves!». Y nos reímos. Alguna vez me dijo, irónicamente: «Al principio, después de cada paliza, me juraba que no lo iba a hacer nunca más. Con el tiempo agradecí que al menos ya no tratara de engañarme».
Mi aita a veces nos miraba y decía: ¿creéis que no me doy cuenta de que estáis todo el día descojonándoos de mí?
Poco antes de morir, en una de esas charlas que manteníamos cuando yo la acompañaba a acostarse, me dijo: «¿Sabes? Ya no necesito pensar que estuve tan enamorada del aita, ya no lo pienso». Ella completó su proceso de liberación, ella era la dueña de su historia. Sabía que yo escribiría este libro, porque es también mi historia. Y porque me late el deseo revolucionario de aclarar que no solo fuimos mujeres violentadas, y que muy a menudo, fuimos tremendamente felices.
2. Plenitud y violencia.
La feliz y violenta vida de Maribel Ziga
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