obra transmite el legado cultural grecolatino. En este sentido, el humanismo pertenece con propiedad al Renacimiento, pero no con exclusividad, ya que en todas las épocas ha habido humanistas, también en la Edad Media y en la actualidad. Lo singular del humanismo renacentista es una vuelta radical a lo humano, una revolución copernicana, nunca mejor dicho, según la cual el centro del universo no es ya Dios ni la naturaleza, sino el ser humano. Pico dice del él, en su hermosa Oración sobre la dignidad del hombre, donde expone su «antropología humanista», que es copula mundi, cópula del mundo. Según Eugenio Garin, Pico della Mirandola es «humanista en el sentido más verdadero de la palabra», y lo es porque aplica al hombre lo que la teología escolástica había dicho de Dios (lo que hemos llamado antropoteísmo), a saber, que conociéndose a sí mismo, conoce todo: así, en el humanismo piquiano el hombre es quien le da ser a la realidad, quien la hace ser a la medida de su intelecto, porque él es, en sus propias palabras, un universi contemplator, un contemplador del universo, y un verdadero microcosmos.
Por todo esto y por mucho más que iremos descubriendo, Pico fue sin duda ninguna el alma del Renacimiento.
FILOSOFÍA «SOPORÍFERA Y SOMNOLIENTA»
En Pico se entrecruzan la escolástica y la modernidad, la religión y la filosofía, la retórica y la lógica, la magia y la ciencia, la nostalgia caballeresca y el ideal monástico, el pillaje del fugitivo y el honor nobiliario. En Pico se produce el brutal choque de dos enormes placas tectónicas, la severa Edad Media y el dolce stil nuovo del Renacimiento, la tradición filosófica y la moderna visión del mundo, que darán origen a una nueva orografía del pensamiento: la modernidad.
La labor del filósofo de la concordia consistirá en converger la colisión de la única manera posible: haciendo que la placa medieval quede bajo la nueva, de modo que se produzca una superposición, y a la postre, una elevación del terreno que supere los esquemas medievales y encumbre los nuevos. Pasado el tiempo, los futuros geólogos de la filosofía encontrarán en sus excavaciones los dos estratos, uno sobre otro, no anulados sino sumados, porque no hay crecimiento intelectual sin síntesis, como en una montaña no puede haber cima sin pie.
Lo más sorprendente del joven filósofo es que no pierde pie, es decir, que no despacha de un puntapié los esquemas escolásticos, sino que se sube a la tradición para, desde allí, elevarse más. Realiza sutilmente una labor de reconversión de los conceptos clásicos otorgándoles un significado nuevo, un nuevo valor. No renuncia al pasado, eso sería renunciar a la búsqueda incesante de la verdad, porque Pico es, ante todo, un cupidus explorator, como él mismo se autodenomina, un amante de la verdad y un incansable defensor de la concordia de los saberes, quizá el último que intentó la síntesis entre la pia philosophia y la docta religio, entre la filosofía que no reniega de la fe y la religión que se nutre de filosofía.
A los veinticuatro años, tuvo la osadía de convocar un gran «concilio filosófico» y presentar en Roma 900 tesis para ser disputadas por los doctores del momento. Demasiado para un chiquillo, pensaron muchos en su época, pero es una muestra de ese deseo de filosofar de verdad, poniendo todas las cartas sobre la mesa y sin ases en la manga. Estudiaremos con detenimiento este asunto que tanto marcó la vida de Pico, ahora únicamente vayamos a un texto de la Oración sobre la dignidad del hombre, obra que escribió para presentar la Disputa, donde califica a la filosofía rancia de su tiempo, esa que no se atreve a discutir con libertad, de somniculosa et dormitans, de soporífera y somnolienta.
Pico fue duramente criticado por su osada propuesta y su insultante juventud, pero él se defendió diciendo que no hay edad que impida el ejercicio de la filosofía y que este no se lleva a cabo sin discrepancias y luchas dialécticas, y presenta como prueba el diálogo de los antiguos o las cuestiones disputadas de los medievales. Los filósofos más célebres de todos los tiempos, dice Pico, tenían por muy cierto que nada era más útil para alcanzar el conocimiento de la verdad que el ejercicio de la disputa. «Pues así como las fuerzas del cuerpo se robustecen con la gimnasia, del mismo modo, sin ningún género de dudas, las fuerzas del espíritu se tornan más fuertes y lozanas en esta especie de palestra literaria» (Oración sobre la dignidad del hombre, 27). Si en la búsqueda de la sabiduría se elimina la guerra y los encuentros bélicos de naturaleza intelectual, la filosofía se convierte, ipso facto, en soporífera y somnolienta.
El miedo al enfrentamiento dialéctico que mostró la filosofía oficial de la época de Pico, representada por la Iglesia, rechazando la Disputa que él propuso, se parece a ese miedo mezclado de envidia que sienten los viejos y resentidos por no poder disfrutar ya de la exuberancia juvenil, tal y como lo describirá cuatro siglos más tarde Friedrich Nietzsche. Un pensamiento que no necesita robustecerse en la gimnasia de la polémica y la discusión es un pensamiento acabado y tan pagado de sí que dormita orgulloso. Su propio orgullo es su mayor enemigo, pues le hace refugiarse en sus campamentos de invierno y poner cerco a las discrepancias hasta que acaben rindiendo las puertas. Mientras tanto no tiene más que dormitar y dejar que todo siga igual. Para que ese pensamiento soporífero y somnoliento despierte, necesita, según la época, el aguijón de la ironía de un Sócrates o la osadía juvenil de un pensador como Giovanni Pico della Mirandola.
Pasamos de Atenas a Roma, de la antigüedad a la modernidad, y, sin embargo, nos encontramos parejos protagonistas: un hombre contra el sistema, un pensador contra la filosofía establecida. Todo filósofo que se precie ha de tener algo de socrático. Y Pico tiene mucho de Sócrates: veremos en el italiano momentos irónicos, variaciones desconcertantes y una disposición al diálogo que solo poseen los que ponen por encima de todo, incluso de su prestigio personal y de su propia vida, la búsqueda de la verdad. Sócrates también tiene algo de Pico: su juventud. Sí, su juventud, porque el griego fue joven a través de sus discípulos cuando por edad ya no lo era, siempre lo fue en espíritu y se puede decir que murió joven por cuanto su vida fue atajada en plena actividad. Como Pico, Sócrates no murió de viejo. Como Sócrates, Pico también murió envenenado.
Si con Sócrates se inició la época clásica, con Pico della Mirandola se inaugura la modernidad. Los historiadores han buscado una fecha para dar el pistoletazo de salida de la edad moderna y han propuesto tres acontecimientos relevantes: la caída de Constantinopla en manos de los turcos otomanos el 29 de mayo de 1453, el descubrimiento de América por Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492 y el inicio de la reforma protestante cuando el 31 de octubre de 1517 Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus noventa y cinco tesis reformistas. Yo me atrevo a proponer como fecha de inicio de la Edad Moderna el 17 de noviembre de 1494, día en que murió Giovanni Pico della Mirandola a la vez que el ejército del rey de Francia Carlos VIII entraba en Florencia. (No son pocos los historiadores que ponen esa fecha como punto de inflexión tanto en Italia como en Europa, así Leopold von Ranke y Francesco Guicciardini, por ejemplo).
En todo caso, estoy con Tomás Moro en considerar a Pico como el paradigma del hombre moderno. Las razones nos las irá dando el propio príncipe Della Mirandola con su vida y su obra. A partir de ahora la filosofía no será cosa de monjes o clérigos, como lo había sido a lo largo de la Edad Media, no se ejercerá solo en las universidades y se leerá en las bibliotecas de los conventos, sino que será una actividad civil con todas las consecuencias. Pico, aunque hombre de fe y erudito, no es eclesiástico ni profesor; aunque respeta a Lorenzo de Médici y rinde obediencia al papa, no es súbdito del príncipe de Florencia, como lo será su amigo Marsilio Ficino, ni tiene buenas relaciones con el papado.
No tenía un «pico de oro», como se suele decir, no era hombre de brillante discurso, pero sí que era un picchio (picus, en latín), un pájaro carpintero, que usa su fuerte pico no tanto para cantar como para horadar los troncos de los árboles. Esos árboles de duras cortezas eran sus contemporáneos, a los que Pico pretendía despertar a picotazos.
Giovanni Pico della Mirandola es simplemente un hombre y un filósofo. Filósofo y hombre, dos condiciones que van unidas, que se exigen una a la otra, porque como dirá en una carta a su amigo Ermolao Barbaro, «no es hombre el que está limpio de filosofía». Conozcamos al «filósofo de la concordia».