Kornílov dio la orden de fusilar a los desertores y dejar sus cadáveres en los caminos, con un letrero; amenazó con adoptar severas medidas contra los campesinos, en caso de que violaran los derechos de los propietarios agrarios; formó batallones de choque y aprovechó todas las ocasiones para mostrar el puño a Petrogrado. Esto rodeó inmediatamente su nombre de una aureola a los ojos de los oficiales y de las clases poseedoras. Pero también hubo muchos comisarios de Kerenski que se dijeron: «Ya no queda otra esperanza que Kornílov». Unas cuantas semanas después, este general, que contaba con la triste experiencia de su mando al frente de una división, fue nombrado generalísimo de un ejército en descomposición, formado por millones de hombres, al cual quería obligar la Entente a combatir hasta la victoria completa.
Kornílov se sintió presa de vértigo. Su ignorancia política y su limitada mentalidad hacían de él un fácil instrumento de los buscadores de aventuras. Al mismo tiempo que defendía sus prerrogativas personales, ese «hombre de corazón de león y cerebro de carnero» —como caracterizaba a Kornílov el general Alexéiev— se entregaba fácilmente a las influencias ajenas, si éstas coincidían con la voz de su ambición. Miliukov, que siente cierta inclinación por Kornílov, nota en él «una confianza infantil en aquellos que saben adularle». El inspirador inmediato del generalísimo resultó ser un tal Zavoiko, que ostentaba el modesto título de oficial de ordenanza y que era una figura turbia, procedente de una familia de terratenientes; un especulador en petróleo y un aventurero que imponía particularmente a Kornílov por la destreza de su pluma; en efecto, Zavoiko tenía el estilo vivo del bribón que no se detiene ante nada. El oficial de ordenanza era el dictador del reclamo, el autor de la biografía «popular» de Kornílov, de las notas informativas, de los ultimátums y, en general, de los documentos para los que, según la expresión del general, hacía falta «un estilo fuerte y artístico». Unióse a Zavoiko otro buscador de aventuras, llamado Aladlin, ex diputado de la primera Duma, que había pasado unos cuantos años en la emigración; nunca se quitaba de la boca la pipa inglesa, y por esto, se consideraba un especialista en problemas internacionales. Estos dos sujetos eran la mano derecha de Kornílov, al cual ponían en contacto con los focos de la contrarrevolución. Su flanco izquierdo lo cubrían Savinkov y Filonenko, los cuales, al mismo tiempo que alimentaban la exagerada opinión que el general tenía de sí mismo, se preocupaban de que no se inutilizara prematuramente a los ojos de la democracia. «Se dirigían a él hombres honrados y poco escrupulosos, sinceros e intrigantes, líderes políticos, militares y aventureros —dice patéticamente el general Denikin— y decían todos unánimemente: “¡Sálvenos usted!”». No es cosa fácil determinar en qué proporción estaban los honrados y los poco escrupulosos. En todo caso, Kornílov se consideraba seriamente llamado a «salvar el país», y, por este motivo, resultó un competidor directo de Kerenski.
Estos dos rivales se odiaban mutuamente de un modo completamente sincero. «Kerenski —dice Martínov— adoptaba un tono altanero en sus relaciones con el viejo general. El modesto Alexéiev y el diplomático Brusílov se dejaban maltratar; pero esta táctica no era aplicable al orgulloso y susceptible Kornílov, el cual... miraba, a su vez, con menosprecio al abogado Kerenski». El más débil de los dos estaba dispuesto a ceder y hacía serias concesiones. En todo caso, a finales de julio, Kornílov decía a Denikin que en los círculos gubernamentales se le proponía que entrase a formar parte del Ministerio. «¡Pero, no, no aceptaré! Esos señores están demasiado ligados a los soviets. Lo que yo les digo es lo siguiente: dadme el poder y llevaré la lucha hasta el fin».
A Kerenski, el terreno le vacilaba bajo los pies, como un pantano de turba. La salida la buscaba, como siempre, en las improvisaciones verbales, reunir, proclamar, declarar. El éxito personal del 21 de julio, cuando se elevó por encima de los bandos contrincantes de la democracia y de la burguesía, en calidad insustituible, dio a Kerenski la idea de la «Conferencia Nacional» en Moscú. Lo que había pasado a puertas cerradas en el Palacio de Invierno, debía ser trasladado a la escena pública. ¡Que el país mismo vea con sus propios ojos que todo se desmoronará, si Kerenski no toma en sus manos las riendas y el látigo!
Se invitó a participar en la Conferencia Nacional, según la lista oficial, a los «delegados de las organizaciones políticas, sociales, democráticas, nacionales, comerciales, industriales y cooperativas; a los dirigentes de los órganos de la democracia, a los representantes superiores del ejército, de las instituciones científicas, de las universidades, a los diputados de las cuatro Dumas». El número de participantes debía ser, según los proyectos, de 1.500, pero se reunieron cerca de 2.500, con la particularidad de que esta ampliación se efectuó enteramente en interés del ala derecha. El órgano de los socialrevolucionarios en la prensa de Moscú, decía en tono de reproche a su gobierno: «Habrá 150 representantes del trabajo, frente a 120 de la clase comercial industrial. Contra 100 diputados campesinos, se invita a 100 representantes de los terratenientes. Contra 100 delegados del Soviet, habrá 300 miembros de la Duma...». El periódico del partido de Kerenski expresaba la duda de que semejante asamblea pudiera dar al gobierno «el punto de apoyo que busca».
Lavr Kornílov.
Los conciliadores acudieron de mala gana a la conferencia: hay que hacer una tentativa honrosa para llegar a un acuerdo, se decían unos a otros. Pero, ¿qué actitud adoptar con respecto a los bolcheviques? Había que impedir a toda costa que se inmiscuyeran en el diálogo de la democracia con las clases poseedoras. El Comité Ejecutivo publicó una resolución especial, privando del derecho de hacer manifestación alguna a las fracciones de los partidos, sin el consentimiento de la Mesa. Los bolcheviques decidieron leer una declaración en nombre del partido y retirarse de la conferencia. La Mesa, que seguía celosamente todos sus movimientos, exigió que renunciaran a su criminal propósito. Entonces los bolcheviques devolvieron, sin vacilar, sus tarjetas de entrada. Preparaban una respuesta más imponente: tenía la palabra el Moscú proletario.
Casi desde los primeros días de la revolución, los partidarios del orden oponían, en cada ocasión que se presentaba, el país tranquilo al Petrogrado turbulento. La convocatoria de la Asamblea Constituyente en Moscú era una de las divisas de la burguesía. El «marxista» nacional-liberal, Petrosov, maldecía a Petrogrado, que se imaginaba ser «un nuevo París». ¡Como si los girondinos no hubieran amenazado con el rayo y con el trueno al viejo París, ni le hubieran propuesto reducir su papel a 1/83! Un menchevique de provincias decía en junio en el congreso de los soviets: «Cualquier Novocherkask refleja mucho más fielmente las condiciones de la vida en toda Rusia que Petrogrado». En realidad, los conciliadores, lo mismo que la burguesía, buscaban un punto de apoyo, no en el verdadero estado de espíritu del «país», sino en la ilusión consoladora que se habían creado ellos mismos. Ahora, cuando se iba a tomar el pulso político en Moscú, a los organizadores de la conferencia les esperaba un cruel desengaño.
Las asambleas contrarrevolucionarias que se sucedieron en los primeros días de agosto, empezando por el congreso de los terratenientes y terminando por el Concilio eclesiástico, no sólo movilizaron a los círculos poseedores de Moscú, sino que pusieron asimismo en pie a los obreros y soldados. Las amenazas de Riabuschinski, las exhortaciones de Rodzianko, la fraternización de los kadetes con los generales cosacos, todo ello tenía lugar a la vista de las masas de Moscú, todo ello era utilizado por los agitadores bolchevistas, siguiendo las huellas frescas de las informaciones periodísticas. El peligro de la contrarrevolución tomaba de esta vez formas tangibles, personales incluso. Una ola de indignación recorrió fábricas y talleres. «Si los soviets son impotentes —decía el periódico de los bolcheviques de Moscú—, el proletariado debe estrechar sus filas en torno a sus organizaciones vitales». Poníanse en primer lugar los sindicatos, que se hallaban ya en su mayoría dirigidos por los bolcheviques. El estado de espíritu en las fábricas era tan hostil a la Conferencia Nacional, que la idea de huelga general, propugnada desde abajo, fue aceptada sin resistencia casi en la asamblea de los representantes de todas las células de la organización moscovita de los bolcheviques. Los sindicatos recogieron la iniciativa. El Soviet de Moscú se pronunció contra la huelga, por 364 votos contra 304. Pero como en las reuniones de fracción los obreros mencheviques y socialrevolucionarios