Plato

Obras Completas de Platón


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—En todo tiempo, Protarco, mi temor, al pronunciar los nombres de los dioses, no es un temor humano, sino que está por encima de los mayores temores, y por esto doy en este acto a Afrodita el nombre que más debe agradarle. En cuanto al placer, creo que tiene más de una forma, y como ya he dicho, nos es preciso comenzar por él, examinando cuál es su naturaleza. Al oírlo nombrar, como nosotros hacemos, se le tomaría por una cosa simple. Sin embargo, toma formas de toda especie, y en ciertos conceptos desemejantes entre sí. En efecto, fija en ello tu atención. Podemos decir, que el hombre estragado encuentra placer en el libertinaje, y el hombre moderado en la templanza; que el insensato, lleno de opiniones y esperanzas locas, tiene placer, y que el sabio lo encuentra igualmente en la sabiduría. Pero si alguno se atreviera a decir que estas dos especies de placer son semejantes entre sí, ¿no pasaría con razón por un extravagante?

      PROTARCO. —Es cierto, Sócrates, que estos placeres vienen de orígenes opuestos, pero no por esto se oponen el uno al otro. Porque ¿cómo el placer puede dejar de ser lo más parecido al placer, es decir, a sí mismo?

      SÓCRATES. —Entonces el color, querido mío, en tanto que color no difiere en nada del color. Sin embargo, todos sabemos que lo negro, además de ser diferente de lo blanco, es de hecho opuesto a aquel. En igual forma, sin considerar más que el género, toda figura es lo mismo que otra figura; pero, si se comparan las especies, hay algunas enteramente opuestas y otras diversas entre sí hasta el infinito. Otras muchas cosas encontraremos, que están en el mismo caso. Por tanto, no puede darse fe a la razón que acabas de alegar, porque confundes en uno los objetos más contrarios. Sospecho que no descubriremos placeres contrarios a otros placeres.

      PROTARCO. —Quizá los hay. Pero ¿qué perjudica esto a la opinión que yo defiendo?

      SÓCRATES. —Es, diremos nosotros, porque siendo estos placeres desemejantes, no los llamas con el nombre que les es propio. Porque dices que todas las cosas agradables son buenas, y nadie, en verdad, negará que lo que es agradable no sea agradable; pero siendo la mayor parte de los placeres malos y algunos buenos, como nosotros pretendemos, tú das, sin embargo, a todos el nombre de buenos, aunque reconozcas que son desemejantes, si se te obliga a dar este voto en la discusión. ¿Qué cualidad común ves igualmente en los placeres buenos y malos, que te comprometa a comprenderlos todos bajo el nombre de Bien?

      PROTARCO. —¿Cómo dices eso, Sócrates? ¿Crees que, después de haber sentado como principio que el placer es el bien, puedo concederte y dejate pasar que hay ciertos placeres que son buenos y otros que son malos?

      SÓCRATES. —Por lo menos confesarás, que los hay desemejantes entre sí, y algunos contrarios.

      PROTARCO. —De ninguna manera; sobre todo, en tanto que son placeres.

      SÓCRATES. —Ya volvemos de nuevo al mismo tema de antes, Protarco. Diremos, por consiguiente, que un placer no difiere de otro placer, y que todos son semejantes; de nada nos servirán los ejemplos que antes alegué, y diremos lo que dicen los hombres más ineptos y extraños al arte de discutir.

      PROTARCO. —¿Por qué?

      SÓCRATES. —Si por imitarte y llevarte la contraria me propusiese sostener que hay una semejanza perfecta entre las cosas más desemejantes, podría hacer valer las mismas razones que tú. Por ese medio hubiéramos aparecido en la discusión más novicios que lo que conviene, y se nos escaparía de las manos el objeto que tratamos. Tomemos, pues, el verdadero hilo, y quizá siguiendo la misma dirección llegaremos a convenir en algún punto.

      PROTARCO. —Dime cómo.

      SÓCRATES. —Supón, Protarco, que me interrogas a tu vez.

      PROTARCO. —¿Sobre qué?

      SÓCRATES. —¿No es cierto que la sabiduría, la ciencia, la inteligencia y todas las demás cosas que he comprendido al principio en el orden de los bienes, cuando se me preguntaba qué es el Bien, se encontrarán en el mismo caso que tu placer?

      PROTARCO. —¿Por dónde?

      SÓCRATES. —Toda la ciencia, tomada en su conjunto, nos parecerá formada de muchas ciencias y algunas desemejantes entre sí. Y si por casualidad se encontrasen entre ellas ciencias opuestas, ¿merecería la pena que yo disputase contigo, si por temor de reconocer esta oposición, dijese yo que ninguna ciencia es diferente de otra, de suerte que nuestra conversación se disipase como un objeto frívolo, y que saliéramos de la dificultad por medio de un absurdo?

      PROTARCO. —No, no hay necesidad de que esto nos suceda. Salgamos más bien del embarazo, poniéndonos de acuerdo sobre este punto común a tu opinión y a la mía: que hay muchos placeres y que son desemejantes; y muchas ciencias, y que también son diferentes.

      SÓCRATES. —En este caso, Protarco, no disimularemos la diferencia que hay entre mi bien y el tuyo. Démosla a conocer resueltamente; quizá después de sometidos a discusión uno y otro bien, conoceremos si debe decirse que el placer es el bien o que lo es la sabiduría, o que es una tercera cosa, porque ahora no disputamos, sin duda, porque triunfe tu opinión o la mía rigurosamente, sino que es preciso que coincidamos ambos en lo más verdadero.

      PROTARCO. —Así es; así es.

      SÓCRATES. —Así, pues, fortifiquemos más este razonamiento por mutuas concesiones.

      PROTARCO. —¿Qué razonamiento?

      SÓCRATES. —El que causa grandes embarazos a todos los hombres, a unos por su voluntad, y a otros en ocasiones dadas y sin quererlo.

      PROTARCO. —Explícate con más claridad.

      SÓCRATES. —Hablo del razonamiento, que, como por incidente, se ha mezclado en nuestra conversación, y que es ciertamente de una condición extraordinaria. En efecto, es cosa muy singular que se diga que muchos son uno, y que uno es muchos; y es fácil disputar contra cualquiera, que en esta cuestión sostenga el pro o el contra.

      PROTARCO. —¿Has tenido presente lo que se dice, que yo, Protarco, por ejemplo, soy uno por naturaleza, y en seguida que hay muchos yos contrarios los unos a los otros, y que el mismo hombre es grande y pequeño, pesado y ligero y otras mil cosas semejantes?

      SÓCRATES. —Acabas de decir, Protarco, sobre el uno y los muchos, una de las maravillas conocidas por todo el mundo. Hoy día casi todos están de acuerdo, en que no es posible tocar semejantes cuestiones, tenidas por pueriles y triviales, y que sirven solo para embarazar una discusión. Tampoco se quiere que se entretenga nadie con otras como las siguientes: cuando alguno, habiendo distinguido por el discurso todos los miembros y todas las partes de una cosa, y reconocido que todo esto no es más que esta cosa, que es una, se burla en seguida de sí mismo y se refuta, como si se hubiera visto precisado a admitir quimeras, a saber, que uno es muchos y una infinidad, y que muchos no son más que uno.

      PROTARCO. —¿Cuáles son las demás maravillas, Sócrates, de que querías hablarnos, que corren por el mundo, y sobre las que no hay acuerdo?

      SÓCRATES. —Es, querido mío, cuando este uno no se toma entre las cosas sujetas a la generación y a la corrupción, como son estas de que acabamos de hablar. Porque en tal caso, y cuando se trata de esta especie de unidad, se conviene, como antes dijimos, en que no es preciso refutar a nadie. Pero cuando se supone un hombre en general, un buey, lo bello, lo bueno, sobre estas unidades y otras de la misma naturaleza es sobre lo que se acaloran, disputan y nunca se ponen de acuerdo.

      PROTARCO. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —En primer lugar, se disputa si debe admitirse esta suerte de unidades, como realmente existentes. Después se pregunta cómo siendo cada una de ellas siempre la misma, y no siendo susceptible de generación, ni de muerte, puede, a pesar de esto, ser constantemente la misma unidad. En seguida, si es preciso decir que esta unidad existe en los seres sometidos a la generación e infinitos en número, dividida en porciones y hecha muchos; o si está toda entera, si bien fuera de sí misma, en cada uno; lo que al parecer, es la cosa más imposible del mundo, esto es que una sola y misma unidad exista a la vez en una y muchas cosas. Estas cuestiones, Protarco, sobre la manera de ser uno y muchos, dan origen a los mayores conflictos, cuando se