Plato

Obras Completas de Platón


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y tratemos de llevar a buen término la indagación que hemos interrumpido.

      Luego que yo hablé de esta manera, Protágoras no sabía qué partido tomar, y no se decidía. Alcibíades, dirigiéndose a Calias, le dijo:

      —¿Crees que Protágoras obra bien en no declararnos lo que quiere hacer, si interrogar o responder? En mi concepto, no. Que continúe la conversación o que declare que renuncia a ella, para que sepamos a qué atenernos respecto de él, y que Sócrates converse con otros, con alguno de los presentes, con el primero que se ofrezca.

      Entonces Protágoras abochornado, según me pareció, al oír hablar de esta manera a Alcibíades, y viéndose solicitado por Calias y casi por todos los que estaban presentes, se resolvió en fin, aunque con disgusto, a entrar en discusión, y me suplicó que le interrogara.

      Comencé por decirle:

      —Protágoras, no te imagines que quiera yo conversar contigo con otro objeto que con el de profundizar materias sobre las que dudo aún todos los días; porque estoy persuadido de que Homero ha dicho con razón: «de dos hombres que caminan juntos, el uno ve lo que el otro no ve».[27]

      »En efecto, nosotros, mortales como somos, cuando estamos reunidos tenemos más facilidad para todo lo que queremos hacer, decir o pensar; un hombre solo, desde el momento en que imagina una cosa, busca siempre a alguno para comunicarle sus pensamientos y fortificarlos, hasta que ha encontrado lo que buscaba. He aquí por qué converso yo contigo con más gusto que con ningún otro, por estar persuadido de que tú, mejor que nadie, has examinado todas las materias que un sabio está por deber obligado a profundizar, y particularmente todo lo que tiene relación con la virtud. ¡Ah!, ¿a quién habremos de dirigirnos sino a ti? En primer lugar, tú te jactas de hombre de bien, y con esto ya tienes una ventaja, que la mayor parte de los hombres de bien no tienen; y es que, siendo tú virtuoso, puedes hacer igualmente virtuosos a los que te tratan, y estás tan seguro de tus convicciones y tienes tanta confianza en tu sabiduría, que mientras los demás sofistas ocultan y disfrazan su arte, tú haces profesión pública, presentándote en todas las ciudades de Grecia como tal sofista y como maestro en las ciencias y en la virtud, y eres el primero que has señalado salario a tus preceptos. ¿Cómo no recurriré a ti para el examen de las cosas que tratamos de averiguar? ¿Cómo puedo dejar de estar impaciente por hacerte preguntas y comunicarte mis dudas? Yo no puedo menos de hacerlo, y ardo en el deseo de que me hagas recordar cosas que ya te he preguntado, y que me expliques las que aún tengo que preguntarte.

      »La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: La ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas, y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para marcar una cosa distinta y que designaba cada uno una parte de la virtud, no como las partes del oro que todas se parecen al todo, del que son partes, sino una parte desemejante, como las partes del semblante, que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión; y si has variado, explícame tu pensamiento, porque no quiero llevar las cosas a todo rigor, y te dejo en plena libertad de desdecirte; no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con solo la idea de tantearme.

      —Te digo muy seriamente, Sócrates —me respondió Protágoras—, que esas cinco cualidades que has nombrado son partes de la virtud; verdaderamente hay cuatro que tienen alguna relación entre sí, pero el valor es muy diferente de las otras; y he aquí por donde conocerás que digo verdad. Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin embargo tienen un valor admirable.

      —Alto —le dije—, porque es preciso examinar lo que das por sentado. Llamas valientes a los que tienen audacia; ¿no es así?

      —Sí, y a todos los que, sin mirar adelante, van adonde los demás no se atreven a ir.

      —Veamos, pues; ¿no llamas la virtud una cosa bella, y no te precias de enseñarla en este concepto?

      —Sí, como cosa muy bella la enseño; si no sería preciso que hubiera perdido yo el juicio.

      —Pero esta virtud ¿es bella en parte y en parte fea, o es toda bella?

      —Es toda bella y muy bella.

      —¿Conoces gentes que se arrojan de cabeza en los pozos?

      —Sí, los buzos.

      —¿Hacen esto porque es un oficio que ellos saben o por alguna otra razón?

      —Porque es un oficio que saben.

      —¿Cuáles son los que combaten bien a caballo?, ¿son los que saben o los que no saben manejar un caballo?

      —Los que saben, sin duda.

      —¿No sucede lo mismo con los que combaten con el broquel escotado?

      —Sí, ciertamente, y en todas las demás cosas sucede lo mismo; los que las saben son más firmes que los que no las saben, y las mismas tropas, después que han sido disciplinadas, son más atrevidas de lo que eran antes de disciplinarse.

      —Pero —le dije—, ¿has visto hombres que sin haber aprendido nada de todo esto, sean sin embargo muy atrevidos en todas ocasiones?

      —Sí, ciertamente, los he visto y muy atrevidos.

      —¿No llamas a estos hombres, tan audaces, hombres valientes?

      —No te fijes en eso, Sócrates; el valor en tal caso sería una cosa fea, porque sería una locura.

      —Pero —le dije—, ¿no has llamado valientes a los hombres audaces?

      —Sí, y lo repito.

      —Sin embargo, estos hombres audaces te parecen locos y no valientes; y, por el contrario, los más instruidos te han parecido los más audaces. Si éstos son los más audaces, son los más valientes según tus principios, y por consiguiente la sabiduría y el valor son la misma cosa.

      —No te acuerdas bien, Sócrates, de lo que yo te he respondido. Me has preguntado si los hombres valientes eran atrevidos; te he dicho que sí; pero no me has preguntado si los hombres atrevidos eran valientes, porque si me lo hubieras preguntado, te habría respondido que no lo son todos. Hasta aquí queda en pie mi principio: que los hombres valientes son audaces; y tú no has podido convencerme de que es falso. Haces ver perfectamente que unas mismas personas son más audaces cuando están instruidas que cuando no lo están, y más audaces las instruidas que las no instruidas, y de aquí te complaces en deducir que el valor y la sabiduría no son más que una sola y misma cosa. Si este razonamiento ha de valer, podrías probar igualmente que el vigor y la sabiduría no son más que uno. Porque, primeramente, tú me preguntarías según tu acostumbrada gradación: «¿los hombres vigorosos son fuertes?» Yo te respondería, «sí». Dirías tú en seguida: «¿los que han aprendido a luchar son más fuertes que los que no han aprendido? Y el mismo luchador, ¿no es después de haber aprendido más fuerte que lo era antes?» Yo respondería que sí. De estas dos cosas que te he concedido, valiéndote de los mismos argumentos, te sería fácil deducir esta consecuencia: que por mi propia confesión la sabiduría y el vigor son una misma cosa. Pero yo nunca he concedido, ni concederé, que los fuertes son vigorosos; solo sostengo, que los vigorosos son fuertes; porque estoy muy distante de conceder que el vigor y la fuerza sean una misma cosa. La fuerza procede de la ciencia y algunas veces de la cólera y del furor; en lugar de lo cual el vigor procede siempre de la naturaleza y del buen alimento. Así es como he podido decir que la audacia y el valor no son la misma cosa. Porque si los hombres valientes son audaces, no se sigue de aquí que los hombres audaces sean valientes. La audacia, en efecto, procede del estudio y del arte y algunas veces de la cólera y del furor, y lo mismo sucede con la fuerza; y el valor procede de la naturaleza y del buen alimento que se da al alma.

      —Pero —le dije yo—, ¿crees, mi querido Protágoras, que ciertas gentes viven bien y que otras viven mal?

      —Sin