cuyo valor consistía en la belleza que de él pudiera extraerse: hay ahora valores perceptibles como tales más allá de la función estética que cumplen en el poema, un sustrato de la vida y sociedad que aparecían antes solo en negativo.
Estancias es testimonio de una voluntad de estar en el mundo. La gruta de la sirena (1961) y la poesía suelta escrita entre 1958 y 1964 («Varia IV») completan un cuadro de apertura a la vida. El girasol de lo vivido (p. 148) abre, estira sus alas (p. 145) ahora que el poeta ha dejado su torre; mas es dentro de los límites de su pecho, esa cárcel estrecha, donde habrá de moverse. El poeta reemplaza la torre por el hogar: fuera son difícilmente ubicables el claro amor, la verdad del corazón. Percibe esto como un mal que lo reduce a la condición disminuida de un enfermo11 y otra vez la ventana (vuelta cima de equilibrio) aparece entre su mundo y el mundo, a los cuales permite ahora un nostálgico comercio. Alguien muy semejante a ese yacente ser de El Morador convalece aquí entre la literatura y la vida, esa que se agita no más allá sino debajo mismo de su ventana abierta hacia el paisaje, la terrible vida humana que enturbia el aire, la plenitud del amor, el variado y amplio esplendor de una naturaleza de pronto vista enajenante de dolor de los hombres: Otros países hay de niebla y lejanía,/ otras comarcas pudriéndose de frutos,/ otros espacios indecibles, amor;/ pero la angustia es mucho rostro,/ muchos labios diciendo y no diciendo,/ mucho vuelo amargamente encadenado (p. 140). El autor ha logrado para su poesía un lugar sobre la tierra; pero frente a todo aquello que permanece irreductible, que no puede abstraer ni purificar, que le marca linderos, nuevamente aparecen el desasosiego, la inconformidad. El «arte poética» que por entonces formula12 —de contrición y propósito de enmienda— pone de manifiesto el peso adquirido por valores ético-sociales antes ausentes en su creación, dirigida ahora a comunicar esas luminosas verdades de la sangre solo alcanzables por la poesía, tenida por instrumento de conocimiento y camino de perfección interior.
Puede, así, decirse que la poesía de Javier Sologuren ha pasado de una ética de la forma a una ética del sentido13, sin que se deba entender por esto que la primera ha sido desechada. La dicotomía poesía-realidad que llevó al poeta, inicialmente, a abolir uno de esos términos, se transforma en un problema de jerarquías que da lugar a la búsqueda de un equilibrio que haga efectivo el encuentro cabal de poesía y ética, de poeta y hombre, de arte y humanidad. Se opera, entonces, el tránsito de un lenguaje que «significa» y se orienta a la comunicación. Simultáneamente, el ejercicio de la poesía deja de practicarse como un hacer (una inmersión en lo absoluto, aspiración de no ser) y se convierte en un hacerse del autor dentro de su entorno, en un tratar de hallarse justificadamente en él. La unidad profunda que se percibe en su obra consiste en que los cambios experimentados por ella nacen de un mismo y continuo esfuerzo por aprehender lo poético, en que siempre tiende a ser o una figuración o un pensamiento de la poesía. Sustituto de la vida y luego vida en la vida, la poesía es algo que Sologuren tiene instalado en su centro. Para quemarse en el ara de ese ídolo, de ese dios, han nacido todos sus versos, materia tibia y sutil alzada en su homenaje ayer y hoy con la misma levedad, la misma grave gracia.
Válido para la poesía reunida sobre la que hemos venido trabajando, el esquema anterior no comprende el poema más reciente de Sologuren: «Recinto»14, donde se alcanza una visión que abarca y concilia las dos vertientes básicas de su obra. Si bien el movimiento circular que adopta su creación se afirma en él y adquiere una dimensión insospechada, la tendencia a la conformación de zonas cercadas, esa necesidad de demarcar los campos en que se da su poesía, estalla aquí y se extiende a la existencia en su conjunto. El recinto no tiene esta vez otros límites que los del escenario del hombre, y la existencia es vista como un sucederse donde todo es origen, como un afán que nada calma y que solo puede explicarse como motor de un circuito que gira sobre sí sin fin ni trascendencia. El misterio humano no se niega ni se despeja (quién nos apura sí quién nos pide cuentas/ antes que el día concluya quién/ el plano nos muestra/ no exige entenderlo/ quién muerde en nuestro corazón/ el ácido fruto), la vida se toma tal como está dada, como un vivir y un morir recíprocamente sirviéndose, haciéndose el uno sobre el otro, se asume en la cíclica finitud que se afirma y se niega en el renacer que la eterniza y encuentra un símbolo en la forma misma de este poema. El tan ansiado equilibrio se alcanza así en un movimiento cuya repetición sin término equivale a la inmovilidad. Y el primero y el último Sologuren se encuentran de este modo en uno de sus poemas más hermosos, al que aportan lo mejor de su experiencia poética; en un poema que envuelve, también, entre sus significados, al acto de la creación en su contexto de vida y de cultura y, dentro de este, a la propia vida poética de su autor.
Amaru, Revista de artes y ciencias
(Universidad Nacional de Ingeniería), Lima,
N° 5 (enero-marzo, 1968).
5 Como aquí, en adelante se indicará con un número entre paréntesis el de la página a que corresponde la cita en el libro que reúne la obra poética del autor: Vida Continua (1944-1966), Lima, 1966, Ediciones de la Rama Florida y de la Biblioteca Universitaria, libro al cual se remiten todas las demás referencias de este trabajo.
6 Estilo y poesía de Javier Sologuren, Lima, 1967, Ediciones de la Biblioteca Universitaria.
7 Solo con Aleixandre el poeta se permite rotundamente querer; con él dice en un epígrafe: «Quiero amor o la muerte» si bien este amor y su «lava rugiente» se neutralizan de inmediato en el día cabal, en la serenidad plácida que pide Fray Luis: «Un no rompido sueño/ un día puro, alegre, libre quiero» (p. 31).
8 Una relación similar puede establecerse entre «La tarde» y «Casa de campo», también de «Varia I» y Dédalo dormido, respectivamente.
9 «Torre de la noche», p. 79.
10 Pág. 99.
11 Pág. 153.
12 Pág. 141.
13 «Ética de la forma» se usa aquí en el sentido que le da Valéry, y «ética del sentido» alude a la preocupación de JS por el de la vida y el de la poesía y al de este en relación con aquella.
14 Amaru, N° 4, p. 24; y Ediciones de la Rama Florida, Lima, 1967.
Bryce, un nuevo escritor peruano
Huerto cerrado, el primer libro que publica Alfredo Bryce*, alberga una familia de cuentos. Todos ellos —los doce que lo integran— tienen un personaje central que se llama Manolo. Protagonista o narrador, figura principal siempre, ese Manolo encarna, pese a algunos indicios que lo identifican de una a otra historia, más que un ser individual y vivo, un conjunto de experiencias comunes a adolescentes y jóvenes de la pequeña burguesía limeña, una materia vivida que oscila entre el amor y la orfandad como polos sentimentales del descubrimiento de la realidad que tiene lugar conforme se sobrepasa la infancia. Ordenadas cronológicamente (el autor alude en cada cuento a las edades de Manolo), las anécdotas de este libro sirven para ilustrar, a partir de los trece años, momentos claves de una etapa vital: el deterioro de la imagen del padre, la toma de conciencia de las diferencias de clase social y la aceptación de su injusticia, las heridas iniciales de la incomunicación, el extrañamiento interior respecto a la familia, las dulzuras del amor correspondido y las torturas de la separación, la primera experiencia prostibularia, la posesión inaugural de una mujer, el conocimiento de la mortalidad del amor y de la precariedad miserable de la vida.
Un solo cuento rompe la secuencia cronológica de las vivencias narradas: el que abre el libro. Ese primero también, como