hotel podía no serlo tanto. Con el dinero limitado, e incapaz de pagar las treinta noches en ese hotel, quizás se viera obligada a suplicar la generosidad de ese hombre.
Y comprendió desolada que quizás era lo que habían planeado desde un principio. Las palabras de su tío regresaron a su mente con aterradora claridad.
–Los Nikosto son buena gente –había asegurado Peri Giorgias cuando ella aún no tenía ni idea de lo que tramaba–. Te cuidarán bien. Me figuro que en nada de tiempo te sacarán de ese hotel para instalarte en la villa de la familia.
La villa de la familia Nikosto. Sin embargo, no era la familia Nikosto la que tenía ante ella. Era un miembro furioso y frío de la familia Nikosto.
Hasta que pudiera hablar de nuevo con sus tíos, lo más inteligente sería seguirle el juego.
–No, no –miró fijamente a Sebastian–. Agradezco tu… amabilidad –la voz se le quebró.
Sebastian entornó los ojos y las mejillas se le sonrojaron ligeramente.
–Muy bien –contestó con brusquedad–. ¿Cenamos esta noche? Te recogeré a las siete –los ojos se posaron de nuevo en los carnosos labios–. Alguna vez habrá que empezar.
Ariadne caminó de un lado a otro del salón de la suite. La estratagema de su tío la había colocado en una situación imposible. ¿Qué le habían ofrecido a ese hombre por casarse con ella? Se sentía avergonzada. Avergonzada de su tío y de sí misma y el lío en el que se había metido al creerse enamorada de ese embaucador, Demetri Spiros.
No se atrevió a imaginarse qué sucedería si Sebastian Nikosto averiguaba lo de la boda.
–No habrá un solo hombre en toda Grecia que quiera tocarte ahora –había dicho su tío.
Pero hasta su tío comprendería que, si alguna vez conseguía casarse con alguien, aunque ese alguien estuviera comprado, tendría que ser informado del escándalo.
«Por si no lo sabe, algunas personas trabajamos», las palabras de Sebastian regresaron a su mente, como si diera por hecho que carecía de profesión. ¿Esa impresión causaba?
La próxima vez que lo viera le explicaría la clase de mujer que era y que, ni por un segundo, podía pensar que alguna vez estaría disponible para él.
Superada la furia inicial, se sentó en la cama y se obligó a razonar. En Atenas era de día. Su tío estaría camino del trabajo y su tía dedicada a su aseo personal, o dándole instrucciones a la asistenta. Tía Leni era una mujer afectuosa y fácil de tratar, y por eso su colaboración en el engaño le había impactado tanto.
Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de aceptar lo sucedido. ¿Lo habían hecho para castigarla? Había creído ciegamente en su bondad. Tras el accidente, cuando ella contaba siete años, la habían llevado con ellos a Naxos. Aunque mayores que sus padres, sus tíos habían hecho todo lo posible por reemplazarlos. A su anticuada manera, la habían amado, protegido hasta hacerle sentirse realmente agobiada al cumplir los dieciocho años.
¿Cómo no había visto la verdadera razón de esas vacaciones? ¿Cuándo la había animado el tío Peri a salir de Grecia sin ellos? Cada paso que había dado desde los siete años lo había dado bajo su estricta supervisión, como si fuera la persona más valiosa del planeta.
Incluso durante la época del internado en Inglaterra, la tía Leni, o el tío Pericles, iban a buscarla cada fin de semana o en vacaciones. Después de que hubiera regresado a Atenas para estudiar en la universidad, había sabido que uno de los jardineros del internado era un guardaespaldas.
Resultaba irónico. Había sido su más preciada joya, pero desde que los había defraudado y provocado el escándalo había perdido su brillo. En su mente tradicional, seguían pensando que el honor de una familia residía, en gran parte, en los matrimonios de los hijos, y en los nietos de los que pudieran presumir.
Sus tíos nunca habían dejado de lamentar la falta de hijos propios y habían puesto todas sus esperanzas en su hija adoptiva.
–Te gustarán los Nikosto –le había insistido el tío Peri–. Son buena gente. Te cuidarán bien. Mi padre y el viejo Sebastian se reunían en la taberna cada noche, y así durante cincuenta años. Eran los mejores amigos.
–Te hará mucho bien, toula –la tía Leni la había abrazado con fuerza–. Ya era hora de que visitaras tu país.
–Yo creía que mi país era Grecia.
–Y lo es, pero es importante que veas la tierra en que naciste. Admítelo, has perdido el trabajo, has perdido tu apartamento, la gente murmura sobre ti. Necesitas un respiro.
En realidad eran ellos los que necesitaban el respiro. Un respiro de su presencia, de la vergüenza que había arrojado sobre ellos.
–Sebastian irá a buscarte al aeropuerto –habían sido las últimas palabras de su tía.
–Y no vuelvas sin un anillo en el dedo y un marido en la maleta –la sonora risa de su tío la había acompañado más allá de la puerta de embarque.
Debería haberse dado cuenta. Hasta ese momento, el nombre de Sebastian apenas había sido mencionado. Pero no fue hasta que la azafata empezó a hablar de salidas de emergencia que la realidad se hizo patente.
–¡Tío, tío! –exclamó con voz temblorosa cuando su padre adoptivo contestó la llamada–. ¿Se trata de alguna clase de arreglo matrimonial? Quiero decir que no habrás firmado algún acuerdo con Sebastian Nikosto, ¿verdad?
–Deberías agradecer que tu tía y yo nos hayamos ocupado del asunto –su tío siempre bravuconeaba cuando se sentía culpable.
–¿Cómo? ¿A qué te refieres?
–Sebastian Nikosto es un buen hombre.
–¿Qué? ¡No! Debes estar bromeando. No puedes hacerlo. No ha sido decisión mía.
–¡Decisión! –la voz de su tío resonó con fuerza–. Mira adónde te han llevado tus decisiones. Tienes casi veinticuatro años y no hay un solo hombre en Grecia, en toda Europa, dispuesto a tocarte. Y ahora sé buena chica y haz lo correcto.
–Pero si ni siquiera lo conozco. Estoy de vacaciones. Me prometiste… dijiste…
Las lacrimógenas protestas fueron interrumpidas por el auxiliar de vuelo.
–Señorita –el joven se inclinaba sobre ella diciéndole que apagara el móvil.
–No puedo –le informó ella–. Lo siento –intentó explicarle al ceñudo joven–, tengo que… –agitó una mano en el aire y regresó al teléfono–. Thio Peri, no puedes hacerme esto. Va en contra de la ley –cuando su tío le colgó, intentó volver a marcar.
–Señorita, por favor –insistió el auxiliar con creciente impaciencia.
–Es que se trata de una emergencia –se excusó ella antes de mirar por la ventanilla y comprobar que el avión ya estaba en movimiento–. ¡Oh, no! Tengo que bajarme.
Ariadne dejó caer el teléfono e intentó levantarse tras desabrocharse el cinturón.
–Señorita, por favor, siéntese. Está poniendo en peligro a los pasajeros.
El avión aceleró para despegar y ella cayó en el asiento. Sintió las ruedas elevarse y una profunda desesperación la inundó. Tenían que regresar. Había que informar al piloto.
Empezaban a dejar atrás los blancos tejados de Atenas cuando dos auxiliares de vuelo, más autoritarios que el primero, se acercaron a ella.
–¿Sucede algo, señorita Giorgias? ¿Está usted enferma?
–Es por mi tío. Él… –el avión ya volaba sobre el mar de nubes–. Tenemos que regresar. Ha habido un error. ¿Podría informar al piloto, por favor?
No le pasó desapercibido el rápido intercambio de miradas. Las imágenes