Brenda Jackson

Ardiente atracción - Un plan imperfecto


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A las mujeres no les gusta que las espíen.

      –No la estoy espiando –negó Canyon, apretando las manos contra el volante.

      –¿Y cómo llamas a tu plan de esperar delante de su trabajo con la intención de seguirla a casa?

      Canyon se removió en el asiento.

      –No tendría que seguirla si me hubiera dicho dónde vive.

      –Quizá no te lo dijo porque no quiere que lo sepas. Su casa es su territorio y puede que no le guste que lo invadas.

      Canyon estaba a punto de responderle que le daba igual que a ella no le gustara, cuando vio que Keisha salía del edificio con otra mujer. Estaban charlando y sonriendo, en dirección a sus coches. Las dos eran bonitas, pero él tenía los ojos puestos solo en Keisha. Al verla, pensó lo mismo que la primera vez que se habían encontrado. Era increíblemente bella.

      Seguía teniendo una piel morena y cremosa, nariz respingona y enormes ojos negros. Y seguía llevando el pelo largo, liso y suelto con raya en medio. Al mirar sus jugosos labios, recordó su sabor y el deseo se disparó.

      Sin embargo, algo había cambiado en su figura. ¿Era su imaginación o tenía más curvas de lo que recordaba?

      Removiéndose en su asiento, pensó que había cosas que no cambiaban, como su deseo por una mujer que no lo soportaba.

      Sin embargo, había habido un tiempo en que ella sí lo había soportado. Canyon nunca había creído que estaría listo para sentar la cabeza antes de los treinta y cinco años, pero se había enamorado de Keisha de pies a cabeza y había estado dispuesto a pedirle que se casara con él…

      Soltando un suspiro, siguió observándola, deteniéndose en sus largas piernas, las mismas que lo habían abrazado mientras habían hecho el amor…

      –Canyon, ¿estás ahí?

      –Sí, aquí estoy –repuso él. Casi se había olvidado de Stern–. Pero tengo que irme. Keisha acaba de salir y tengo que seguirla.

      –Ten cuidado, hermano. Hace mucho tiempo que un Westmoreland no va a la cárcel. Seguro que lo recuerdas.

      Canyon respiró hondo. ¿Cómo podía olvidarlo? Solo había habido un Westmoreland en la cárcel. De adolescente, su hermano Brisbane no dejaba de meterse en problemas. En el presente, sin embargo, se había convertido en un hombre responsable y formaba parte de la marina americana.

      –No llegaré tan lejos, Stern. No soy una amenaza para Keisha. Solo quiero hablar con ella.

      –Antes tampoco eras una amenaza para ella y estuvo a punto de pedir una orden de alejamiento. Mira, Canyon, no es asunto mío pero…

      –Lo sé, lo sé, Stern. No quieres que haga nada para avergonzar a la familia.

      Keisha se había separado de su compañera y se dirigía sola a su coche. Seguía teniendo esa forma de andar tan sexy. Parecía una mezcla entre modelo de alta costura y profesional de prestigio, con sus tacones altos y un maletín en la mano.

      –¡Canyon!

      –Te llamaré luego, Stern –se despidió él y colgó.

      Keisha se metió en su coche, sin verlo. Cuando hubo salido del aparcamiento, Canyon se dispuso a seguirla, pero un coche negro arrancó y salió disparado también, interponiéndose.

      –Diablos –murmuró él, pisando el freno.

      Para no perder a Keisha, Canyon arrancó detrás del coche negro, que parecía estar siguiéndola también.

      Como abogado, sabía que, a veces, los clientes de la parte contraria no quedaban satisfechos con la decisión del juez y querían expresar su desacuerdo. Tal vez era eso lo que estaba pasando.

      Su instinto protector entró en acción cuando Keisha dobló una esquina y tomó la carretera que salía del pueblo, y el coche negro también lo hizo. No podía ver si el conductor era hombre o mujer, porque tenía cristales tintados. Pero si podía leer la matrícula.

      Canyon apretó un botón en el volante.

      –Sí, señor Westmoreland, ¿en qué puedo ayudarle?

      –Hola, Samuel. Por favor, pásame con Pete Higgins.

      Pete, el mejor amigo de su primo Derringer, trabajaba en la jefatura de policía de Denver.

      –Un momento –repuso Samuel, su asistente personal.

      –Higgins al habla.

      –Pete, soy Canyon. Necesito que compruebes un número de matrícula.

      –¿Por qué?

      –Están siguiendo a una mujer.

      –¿Y tú cómo lo sabes?

      Canyon se mordió la lengua para no maldecir. Estaba a punto de perder la paciencia.

      –Lo sé porque yo también la estoy siguiendo.

      –Ah. ¿Y por qué la estás siguiendo?

      Canyon siempre había admirado la tranquila forma de ser de Pete. En ese momento, la odió.

      –Mira, Pete…

      –No, mira tú, Canyon. Nadie debería seguir a una mujer, ni tú ni nadie. Eso se llama acoso y puede denunciarte. ¿Cuál es la matrícula?

      Nervioso, Canyon le dio los números, preguntándose cómo era posible que Keisha no se diera cuenta de que la estaban siguiendo dos vehículos.

      –Vaya, qué interesante –murmuró Pete.

      –¿Qué?

      –Es una matrícula robada.

      –¿Robada?

      El conductor del coche negro era lo bastante listo como para no acercarse demasiado a Keisha. Aunque, al parecer, tampoco se había dado cuenta de que lo seguía un tercero.

      –Sí. Según nuestra base de datos, pertenece a un coche que ha sido robado esta mañana. ¿Dónde estás?

      –Ahora mismo estoy en la intersección entre Firestone y Tinsel, en dirección a Purcell Park.

      –¿La mujer lleva un coche caro y nuevo?

      –Sí, parece que sí. ¿Por qué?

      –Estoy pensando que igual quieren robárselo. Voy para allá. No hagas nada estúpido hasta que llegue.

      Canyon miró al cielo. ¿Significaba eso que podía hacer algo estúpido cuando Pete llegara?

      Solo de pensar en que alguien acosara a Keisha se ponía furioso, aunque él estuviera haciendo eso mismo. La gran diferencia era que él no pretendía lastimarla. No podía decir lo mismo del conductor del otro coche.

      Lo primero que había que evitar era que el acosador supiera dónde vivía Keisha, caviló él. Si ella estaba yendo a casa, no tenía tiempo para esperar a Pete, pues la jefatura estaba en la otra punta de la ciudad.

      En ese momento, Canyon tomó una decisión.

      Se ocuparía de la situación él solo.

      Keisha se movía al ritmo de la música de la radio del coche. Le encantaba ese canal, donde ponían sus canciones favoritas todo el día, sin anuncios. Y ese día, necesitaba distraerse.

      Había tenido un mal día, todo había empezado a las diez, en el juzgado. Apenas había tenido tiempo para comer antes de tener que regresar para otro caso. Alrededor de las tres, había llegado a su oficina para asistir a una reunión. Al menos, era viernes.

      Sin embargo, tampoco iba a poder descansar mucho el fin de semana. Aunque no debía desanimarse. Había ganado tres casos esa semana y sus jefes, Leonard Spivey y Adam Whitlock, estaban contentos con ella.

      Hacía tres años, a Leonard le había disgustado que se hubiera mudado a Texas y hubiera avisado solo con una semana de antelación.