José Kentenich

María si fuéramos como tú


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Cristo intervino profunda y directamente tres veces en la vida de su Madre. Difícil es de entender la forma elegida. Desconocen cualquier señal del sentimiento filial común; tan frío, casi como rechazando, aparece Cristo, como acentuando la distancia entre él y su Madre. La relación recíproca parece haber variado fundamentalmente. Cristo no la trata como a su madre sino como a su Compañera y Colaboradora oficial y permanente en la obra de la redención, -puesta a su lado por el Padre- coordinada y asociada misteriosamente a él en una santa e indisoluble bi-unidad. Y, por ello, destinada para entregarse en él y con él perfectamente al Padre; al Padre que le había encomendado educarla para su misión.

      Con maravillosa disponibilidad se entregó ella a la sabiduría divina y educadora de su Hijo. Y en su escuela llegó a ser modelo y maestra en la fe de una manera perfecta e insuperable. Nos sentimos bien bajo el resplandor de su fe recia y firme. No nos cansamos de acudir siempre de nuevo a nuestra contrayente en la Alianza. En la angustia de la falta de fe del tiempo actual, pidámosle:

      ¡Madre, fórmanos según tu imagen!

      "Aseméjanos a ti y enséñanos

      a caminar por la vida tal como tú lo hiciste:

      fuerte y digna, sencilla y bondadosa,

      repartiendo amor, paz y alegría.

      En nosotros recorre nuestro tiempo

      preparándolo para Cristo Jesús."

      (HP, 609)

      La primera lección la recibió en Jerusalén y tanto le penetró que necesitó dieciocho años para elaborarla en su interior. Continuamente resonaban en su alma aquellas palabras incomprensibles: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" Cristo quería grabar imborrable-mente en su Colaboradora esta actitud: no interesa aquí satisfacer deseos naturales sino seguir bajo todo pretexto la voluntad del Padre.

      Lo que de este modo había comenzado el hijo de doce años, lo continuó a los treinte años, en el apogeo de su vida, con la inexorable consecuencia educativa. No sólo repite en forma comprensible sus inflexibles exigencias, sino que más aún intensifica, en algunos grados y con austera distancia, su referencia al Padre. Por haber oído ya tantas veces estas palabras, desde la niñez, las tomamos como algo muy lógico y natural, sin advertir la singularidad de ellas y de la actuación de Cristo. Y, sin embargo, duras e incomprensibles son sus palabras: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Al parecer ha muerto en su corazón todo afecto filial. Ni una vez sube a sus labios el nombre de su madre. ¿No nos sentimos tentados a unirnos al reproche que le dirige San Bernardo?: ‘Sí, Señor, ¿qué te va a ti y a ella? ¿Qué hay entre ti y ella? ¿No subsiste en ambos el vínculo entre madre e hijo? ¿Preguntas por qué se aflige ella siendo tú, el fruto de su cuerpo?¿No te concibió virginal-mente y no te dio a luz sin menoscabo de su ser ¿No te llevó en su seno durante nueve meses? ¿No te alimentó con la leche de sus virginales pechos? ¡Ah, Señor, ¿por qué la entristeces con tus palabras: ¿Que nos va a ti y a mí, que hay entre tú y yo?! ¡Hay tantas cosas entre ambos...!

      Tres años más tarde musitan los labios agonizantes del Redentor del mundo, por última vez y desde la cruz: "Mujer, -exactamente: ¡mujer!- he ahí a tu hijo". Otra vez es como si, en el último instante de su vida, hubiera desaparecido de su corazón todo afecto filial. El nombre de la Madre no pasa por sus labios. Y con todo ella es y sigue siendo su madre natural. Pero él no se detiene en eso. Sólo la conoce como «mujer», o sea, como la describe el Protoevangelio y el Apocalipsis: la Mujer que en él y con él aplastaría la cabeza de la serpiente.

      ¿Y la reacción de María? En Jerusalén su naturaleza se resiste aún ante este trato incomprensible. Los labios se quejan reprobantes: "Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote..." En Caná comprende mejor a Cristo. Fuerte en su fe, no aduce ningún deseo propio justificado. Es únicamente su deseo maternal y desinteresado de servir a los demás lo que le lleva a decir: "No tienen vino". En el Gólgota callan en forma perfecta los labios y el corazón. Todos los deseos o necesidades naturales quedan sujetas a la voluntad del Padre; todos sus derechos de madre son devueltos incondicionalmente a su mano paternal. Puede repetir con Cristo y desde el fondo del corazón: ‘Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado». Tranquila, libre, entregada, ella se da a él y en él, con él se entrega sin reservas al Padre por la salvación del mundo. ¡Stabat! Ella estuvo y está de pie, fiel a su Hijo y a la misión común, sin segundas intenciones, sin la menor restricción, sin vacilaciones.

      Compárese Jerusalén y Gólgota: el comienzo y el término de esa concientemente severa educación de la fe y del amor impartidos por su Hijo y no será difícil constatar el progreso habido en la actitud interior de María. Aquellos deseos naturales, legítimos aducidos en Jerusalén, callan totalmente en Gólgota.

      Así es María, con quien sellamos una Alianza. Así fue su educación en la fe. Así actúa ella como educadora en todas partes donde se ha sellado una Alianza de amor con ella. Como fiel discípula de su Maestro, no descansa hasta llevar a su contrayente de la Alianza a participar en el esplendor y luz de su fe.

      La imagen de María presenta tantas y tan hermosas tonalidades al ser espejo de la perfección divina, que no es fácil explicarlas todas y agotar su contenido. Puede ser contemplada con el fulgor de sus privilegios que exceden a todo lo creado; en una gloria celestial inalcanzable o aproximada en su visible cercanía a la vida, a esta tierra, y así hacer presente la posibilidad de imitarla. Tanto en uno como en otro caso, la indagación creyente y amante no llega tan fácilmente a su fin.

      Hasta ahora hemos contemplado a nuestra contrayente en la Alianza preferentemente desde el último punto. También queremos hacerlo en el futuro. Con todo, ello no nos impide dirigir la mirada, a su tiempo oportuno, a la riqueza de gracias extraordinaria con que fue dotada, alegrándonos sinceramente ante esta imagen venida de alturas celestiales, pregustando en algo nuestras propias glorias futuras. Con esto compartimos el sentimiento de santa Teresita del Niño Jesús. Poco antes de su muerte, confesó con absoluta franqueza: «Con cuánto agrado hubiera sido sacerdote y predicado sobre la Madre del Señor. Creo que incluso me habría bastado una sola prédica para explicar mis ideas sobre María Santísima.

      Y para que una prédica sobre la Santísima Virgen dé su fruto, ha de poner ante los ojos la vida real de María, tal como la dejan entrever los Evangelios y no una vida imaginada. En esta relación puede verse, sin más, que tanto su vida en Nazaret como en el tiempo posterior tiene que haber sido muy sencilla. «Y Jesús les estaba sujeto». Cuán sencillo es esto. A veces uno se imagina a la Santísima Virgen como algo inaccesible pero, de hecho, se debería mostrar que puede ser imitada; debería mostrarse cómo practicó ella las pequeñas virtudes; debería mostrarse que ella, como nosotros, vivió de la fe e inferirse las pruebas de ello en los evangelios. Leemos, por ejemplo: "Ellos no entendieron lo que Jesús les decía". O "su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él".

      Esta admiración o asombro demuestra una cierta extrañeza. ¡Cuán hermoso y apropiado es el canto: "Oh, Madre sin igual, para hacernos atrayente y enseñarnos a gustar el camino de la simplicidad, viviste con tanta sencillez en la tierra" .

      Naturalmente, siempre es oportuno hablar de las prerrogativas de María. Sin embargo, no deberíamos contentarnos con ello, sino que también hemos de mostrar a María de modo que aprendamos a amarla. Si una plática nos impulsa a lanzar ininterrumpidas exclamaciones de admiración, desde el principio hasta el fin, y a repetir continuamente un ¡oh!, esto agota. Tampoco lleva al amor y, de ninguna manera, incita a una imitación, Y quién sabe si algún alma pueda sentir incluso cierta hostilidad ante una creatura tan extraordinaria y lejana.

      La vida real de María y su misión salvífica en y con Cristo y su Iglesia, se vislumbra ya en el mensaje que le trajo el ángel. Se refleja en las palabras que ella pronunció, traduciendo su actitud interior y que fueron coronadas por los hechos. Son siete. Ellas permiten dar una mirada profunda a su fe y a su amor. Vuelven a resonar en las palabras que otros dijeron de ella. Son dos o tres, dichas sólo casualmente pero que, sin embargo, no debe quitárseles por ello su valor. Una especial consideración merecen las cuatro