de pasar hambre y de repente se hacían de 800 hectáreas de campo. El bisabuelo y el abuelo tenían fábrica de quesos. San Leoncio era el nombre del queso”. Él fue fundador del club y aquel campo aún lo tiene la familia, algo más chico. Aquella gesta emociona a Sergio. “La gente vivía más en el campo, las estancias tenían mucho personal, y todos vivían con sus familias, entonces los niños iban a la escuela, el almacén se llenaba, las calles del pueblo estaban con gente”, manifiesta mientras detrás de él, por un gran ventanal, la escarcha de este invierno duro le regala una imagen desesperanzadora: Piñeyro y la soledad.
Ese proceso que puede llegar a ser frío e inhumano, llamado “progreso”, llegó al pueblo, es historia sabida: la baraja pasa de mano, se va el tren, aparecen el camión, las rutas, y sobrevolando todo, siempre, el abandono del Estado. “El productor chico no ha podido subsistir. Con 70 hectáreas, a una familia tipo con dos hijos se le hace difícil subsistir, y entonces es más rentable arrendar el campo o venderlo. Los chicos dejan el pueblo y son muy pocos los que regresan; cuando me fui, yo lo hice con la convicción de volver. Acá se trata de no perder la identidad”, se atrinchera Sergio.
Los casi 30 habitantes del pueblo saben que pertenecen a otro tiempo, y forman parte de la familia y la realidad rurales. Sergio ama el campo, es consciente de que estas pequeñas comunidades tienen la clave para que nuestra sociedad sea más justa. “Me invade una tristeza muy grande cuando veo un campo abandonado, tranqueras tiradas, alambres rotos, una casa cerrada de donde debería estar saliendo humo de la salamandra. Económicamente mi campo no me conviene, a lo mejor debería dedicarme a mi profesión y quizás hasta venderlo. Pero yo sigo con lo que se hizo toda la vida en el campo, tengo mis animales, tengo mis cosas. Muchas veces lo he hablado, y cuando me cuestionan, digo: ‘A vos te gusta viajar por el mundo y a mí me gusta mantener el campo’”.
Su trabajo es recuperar el club, que le dará a Piñeyro movimiento y proyectos. Para que esto suceda, pone el foco en los niños. “Acá adentro, cuando hacemos fiesta, hay 300 personas; cuando yo era pibe acá veníamos a jugar. ¡Tenemos que mostrárselo a los chicos! Hace poco hicimos una cabalgata y fueron felices jugando y andando a caballo. No podemos dejar que el club se venga abajo, es importante que los chicos de la ciudad sepan que acá pueden venir a ver el sol, a mirar el horizonte”.
La idea de refundar el pueblo se completa con recuperar la estación de tren y el viejo almacén de ramos generales, que se halla cerrado pero en muy buen estado. “Hace falta que alguien con ganas venga a trabajar y que lo abra”. El lugar es único para quienes desean un cambio de vida. La gesta es grande para aquellos que eligen la vuelta a las raíces. Como hace un siglo, está todo por hacerse, aunque con algunas etapas ya realizadas: hay caminos, conectividad y el beneficio de saber que en la gran ciudad la vida ya no es tan atractiva. Antes la quimera era poder algún día vivir en la metrópoli; ahora, aquello mutó y la seguridad de alcanzar la felicidad se encuentra en las pequeñas localidades como Piñeyro.
“Apurado no podés hacer nada”, advierte Sergio: los sueños se cocinan a fuego lento. Sabe que la gastronomía es la puerta por donde entran las posibilidades. “Es famoso el asado de Piñeyro”, afirma y al despedirnos nos revela el misterio: “El secreto de un asado: paciencia y tener tiempo; apurado, nada. Se hace a la cruz, con buena leña, de eucalipto. Hay leña que es buena para llama, pero no para brasa. Es necesario mantener una llama constante, con palos pequeños, empezar de lejos e ir llevándolo de a poco hasta el fuego. Esto se hace a ojo, manejando el fuego; tenés que estar tranquilo. La gente tiene que esperar hasta que el asado esté hecho, no se puede hacer un asado con horario”, concluye.
Afuera, la helada poco a poco se derrite bajo la amabilidad de un rayo de sol.
Germania, un pueblo modelo de la frontera
Germania podría separarse del mundo y no sentir ninguna consecuencia. Es un pueblo modelo. “Acá son todos brotes de un mismo árbol”, asegura Alberto Ocampo, el delegado municipal, caminando por la calle seguro de sí mismo y de su trabajo, mientras saluda a todo el mundo. Nada falta y todo está en su lugar: hay hospedaje, comercios abiertos y gente alegre comprando. Germania, que se encuentra en el partido de General Pinto, tiene centro de salud, servicios y, por sobre todas las cosas, las ganas de sus habitantes de permanecer allí. La pertenencia al lugar parece resignificarse en este pueblo al borde de caerse del mapa, donde la provincia de Santa Fe y sus modismos se sienten en cada conversación.
Es un pueblo de frontera. Nació así y lo sigue siendo. Para llegar a Germania hay que acercarse hasta el confín del noroeste de la provincia de Buenos Aires. Una llanura salpicada de neblina y desolación nos recuerda que estamos cerca del horizonte. El noroeste bonaerense tipifica un habitante distante de los rasgos que comprometen el perfil provinciano. La sensación de estar lejos del centro cartográfico y de toma de decisiones, y a la vez tan cerca del límite del mapa, crea un poblador resistente, que se apega algo más a las tradiciones y que siempre tiene la vista en el horizonte, en ese Finisterre pampeano que acompaña y contiene.
La ruta solitaria a veces nos muestra tranqueras con huellas que dan a estancias que se levantan como islas rodeadas de arboledas; las enormes extensiones de tierra producen aquí la sensación de grandeza de la pampa gringa. No parecen tener fin el camino, ni el pastizal. Hasta que llegamos a una entrada custodiada por longevos e imponentes eucaliptos. Una estructura metálica ferroviaria es usada como plataforma donde poner el nombre del pueblo. Estamos en Germania.
Contra toda suposición, no hay alemanes en el pueblo. El nombre proviene de una antigua estancia que estaba cerca del primitivo caserío. En esta vasta llanura que rodea a Germania el campo fue un escenario ideal para la ganadería. Una empresa láctea le dio vida al pueblo, pero en la década de los noventa una multinacional la compró y luego la cerró, dejando sin trabajo y sin perspectivas a toda Germania. Aún hoy permanecen resabios de aquel cierre. “Hubo gente que trabajó más de sesenta años y quedó en las vías”, nos cuenta Alberto, quien también trabajó en la fábrica junto a su padre.
Germania tiene 1.400 habitantes, muchos de ellos entran y salen de la panadería, de la librería y del mercado y dan muestras de un pueblo muy activo. “Acá está Coco en su hábitat”, nos presenta al verdulero del pueblo, rodeado de verduras y frutas coloridas y frescas, que invaden el aire con azahares que marean al desprevenido acostumbrado a los productos sin sabor de la ciudad. Antes de salir nos despedimos de la cajera. “No tengo internet, prefiero tejer”, reconoce con alegría. Seguimos caminando; Alberto, quien además es el entrenador del equipo de fútbol local, nos muestra el natatorio municipal, grande, nuevo, pintado. “En verano es una fiesta, todo el pueblo viene a la pileta, todo totalmente gratis”, refiere.
La vida del interior posee el encanto de lo simple y allí vivir cuesta menos. La percepción que se tiene es que despertarse todos los días en un pueblo como Germania provoca tranquilidad y felicidad. Hay jardín, escuela primaria, secundaria, escuela agraria y un hospital con todas las especialidades que necesita una persona para vivir sin tener que ir a la ciudad. “Abunda la paz”, reconoce Alberto mientras nos abre la puerta de la antigua librería del pueblo. “Casa de los primeros diarios del pueblo. Había que tener paciencia, pero llegaban”, afina sus recuerdos.
“Tenemos algo especial en el pueblo que nos hace diferentes. El tercer fin de semana de noviembre se hace la Fiesta de la Vaquillona Asada con Cuero germaniense”. La particularidad es que cortan al medio las reses y las asan a fuego lento durante toda la noche del sábado, y recién al domingo al mediodía las comen en medio de una fiesta multitudinaria.
De todas maneras, Germania no escapa a la realidad que se vive en el campo. “Han cerrado cerca de 40 tambos, cada vez hay menos mano de obra, la soja ha cambiado todo y ha enterrado todo”, reconoce el encargado de que todo en el pueblo esté funcionando. Ser delegado no es tarea fácil, porque es un trabajador que, cuando es bien elegido, resume el espíritu del pueblo y lo protege. Sus vecinos confían en él porque es uno de los suyos. Esa responsabilidad es grande y de tiempo completo.
Es mediodía y, como se acostumbra en los pueblos, es hora del vermú. Sagrada y cardinal, la rosa de los vientos traslada a los caminantes a las puertas del boliche El Paisanito. Si al entrar a un boliche lo primero que se siente