se acercó a Garren este le dedicó una sonrisa de deliberada sorpresa.
—La hermana Marian dice que me quede con vos a ver el espectáculo mientras ella va al monasterio a pedir alojamiento. Siempre que os parezca bien…
—Claro. Nada podría complacerme más —un alivio mucho mayor del que esperaba lo invadió por completo.
La hermana Marian hizo un gesto vacilante con la mano y echó a andar con el perro en dirección a St. Nicholas.
Vieron como una inmensa ballena, movida por tres pescaderos, se tragaba a un desventurado Jonás. Dominica se rio tanto como el resto y parecía disfrutar con todas las imágenes, sonidos y olores.
—¿Nunca habías visto la representación teatral de un milagro? —le preguntó Garren.
—En el priorato celebramos el Corpus de una forma bastante diferente… —respondió ella con una ancha sonrisa.
Garren pensó en una congregación de monjas cantándole al Señor, aisladas y protegidas del mundo profano por los gruesos muros del convento.
—¿Cómo acabaste allí? —quiso saber. Intuía que la historia de Dominica diferiría sensiblemente de lo que había contado la priora.
—Dios me dejó allí.
—¿Dios en persona? —repitió él, maravillado ante aquella convicción absoluta de que el Todopoderoso controlase personalmente su vida.
—Dios lo controla todo —aseveró ella con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Me dejó en la puerta como una ofrenda de manzanas —hinchó los carrillos y abrió los brazos en círculos—. ¿A qué parezco una manzana?
El desconcierto debió de ponerle cara de tonto, porque ella se echó a reír con una risa feliz y despreocupada. Garren sintió un deseo casi irrefrenable de tocarla, abrazarla y besarle su pequeña y graciosa nariz.
Calma, se ordenó a sí mismo.
—¿Una manzana? No, más bien una ciruela.
Dominica se dobló por la cintura de tanto reír, aunque sus risas fueron ahogadas por los aplausos del público al término de la función. Garren le puso la mano en la espalda y la condujo por las atestadas calles. Compró dos pasteles de carne en un puesto ambulante, los sostuvo fuera del alcance de un ganso agresivo y se tragó el suyo en dos bocados. Dominica lo mordisqueó delicadamente por la corteza.
—¿No te gusta?
—No comemos mucha carne en el priorato. No estoy acostumbrada al sabor.
El ganso le picoteó la capa, graznando furiosamente. Garren lo espantó y Dominica se tragó rápidamente casi todo el pastel, pero el ganso contraatacó y ella dejó caer el último bocado. El ave lo atrapó con el pico y se alejó triunfalmente, dejando una lluvia de plumas blancas a su paso.
Dominica agarró una pluma del suelo.
—Se parecen mucho a las plumas de santa Larina, ¿verdad?
Él asintió, sintiendo el peso del relicario en el cuello y en la mente. Tenía que confiar en que Dominica nunca advirtiera hasta qué punto eran iguales esas plumas.
—Es sorprendente el parecido entre las plumas de un ganso y las de una santa —comentó despreocupadamente.
—A veces es muy poco lo que nos separa de ser todo lo buenos que deberíamos ser —dijo ella—. Eso debería enseñarnos a tener compasión de los pecadores.
«Como yo», pensó Garren. Por desgracia, sabía que no habría perdón para el pecado que iba a cometer.
Más tarde se encontraron ante la imponente catedral de Exeter, un nuevo monumento a la ambición del obispo. El edificio aún estaba en construcción y los andamios cubrían la fachada. Las herramientas de los albañiles y picapedreros yacían abandonadas al término de la jornada. Junto a la puerta se agolpaban las estatuas de santos, algunas acabadas y otras a medio brotar de la piedra. Sobre el arco, un vasto agujero aguardaba la vidriera de colores.
Otro espectáculo dio comienzo delante de la catedral, y a Dominica casi se le salieron los ojos de las órbitas al ver a un hombre haciendo de Dios. Ataviado con una túnica blanca, una peluca rubia y una máscara dorada, se sostenía precariamente sobre unos zancos escondidos bajo la túnica. A sus pies, un demonio con cuernos libraba una encarnizada batalla por el alma de un acobardado pecador.
—Eso no aparece en la Biblia —le dijo a Garren, tirándole de la manga.
—Claro que sí —no supo por qué se molestaba en discutir. Había abandonado la iglesia porque el Dios al que adoraban le parecía menos auténtico que el hombre que iba sobre los zancos.
Dios inmovilizó al diablo en el suelo y le golpeó el trasero acolchado con una pala de mango largo ante los rugidos del público.
—Dos peniques por el Diablo —gritó un remero borracho.
—¡No! —exclamó Dominica—. No aparece en la Biblia.
Garren observó a la multitud y esperó que ninguno de ellos la oyera blasfemar.
—¿Qué quieres decir con que no aparece en la Biblia?
Ella lo miró fijamente a los ojos y se inclinó para susurrarle al oído.
—La he leído.
El susurro aturdió de tal manera a Garren que durante unos segundos no oyó las risas a su alrededor ni fue capaz de pronunciar palabra. Tenía constancia de que Dominica sabía leer y escribir. El callo en su dedo así lo atestiguaba. Pero la Biblia estaba escrita en latín. Solo los elegidos por la iglesia podían leerla e interpretarla. Las monjas tal vez la hubieran criado, pero no había razón para que le enseñaran latín a una pobre huérfana.
—¿Lees latín?
—Sí —respondió ella—. Y también lo escribo.
Garren reconoció la confianza que hacía falta para pronunciar aquella confesión en voz alta. Le puso la mano en la espalda y la apartó de la enardecida multitud para llevarla al interior de la catedral, donde nadie salvo Dios podría oír su sacrilegio.
La nave occidental, en construcción, doblaría el tamaño del templo. Las columnas se erguían a cielo abierto, como un bosque de árboles pelados elevándose hacia el cielo.
—Aquí dentro cabrían el castillo, el priorato y la aldea… —dijo Dominica, mirando hacia arriba—. Es realmente la casa de Dios.
Para Garren era más bien una especie de gigantesco mausoleo para un obispo muerto que una obra a la gloria de Dios. El sepulcro del difunto obispo estaba a la izquierda del altar. ¿Quién era capaz de despilfarrar la fortuna de una vida en un homenaje póstumo?
Pero cuando los últimos rayos de sol entraron por el agujero del frontispicio e iluminaron a Dominica como si fuera un ángel terrenal, Garren se sorprendió deseando ser creyente otra vez.
La agarró con delicadeza de los dedos y la llevó bajo el arco de una mampara de madera que aislaba el coro en el centro de la iglesia. Le frotó el callo del dedo corazón y se sentó junto a ella.
—Y ahora cuéntamelo todo, Nica —le dijo, aunque no estaba seguro de querer oír la verdad.
—¿Es otra prueba? —preguntó ella con el ceño fruncido.
«Sí», pensó él. «Una prueba que no puedo fallar».
—La única respuesta válida es la verdad.
La ceja semiarqueada de Dominica parecía un ave dispuesta a emprender el vuelo.
—Bueno… ya sabéis que los Readington han apoyado el trabajo del priorato.
—Sí —la posesión más preciada de William, la cual había llevado durante la campaña en Francia, era el salterio de su padre, elaborado por las monjas del priorato.
—La hermana Marian es la