Blythe Gifford

El truhan y la doncella


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la compañía de los confiados peregrinos que creían en la generosidad de un dios invisible.

      —Me ha pedido que vaya al santuario a rezar por su recuperación.

      Richard se rio burlonamente.

      —Cuando llegues allí estarás rezando por su alma.

      Y cuando volviera estaría rezando por la suya propia, pensó Garren.

      Arrodillada ante el crucifijo, la priora apartó la vista de la pintura descascarillada de la mano izquierda de Cristo, cuando la joven entró apresuradamente en su alcoba y la saludó con una breve reverencia.

      Las rodillas le crujieron al levantarse y acomodarse en la silla mientras se preguntaba por qué había concedido aquella audiencia. Dominica era una chiquilla a la que el priorato había acogido, criado y encomendado las labores de limpieza, colada y cocina para las pocas hermanas que allí permanecían.

      La peste se había cobrado un altísimo precio en el país. No había siervos suficientes para plantar los campos y recoger la cosecha. La caridad cristiana iba pareja al estómago lleno. Y lord Richard tampoco facilitaba mucho las cosas…

      La joven interrumpió sus pensamientos sin pedir permiso para hablar.

      —Madre Juliana, quiero acompañar a la hermana Marian al santuario de santa Larina.

      La priora sacudió la cabeza. La petición era tan descabellada que creyó haber oído mal.

      —¿Qué has dicho, Dominica?

      La chica la miraba con sus penetrantes ojos azules, sin súplicas ni vacilaciones.

      —Quiero peregrinar al santuario. Y a mi regreso tomaré los votos.

      —¿Quieres ingresar en la orden? —aquella era la consecuencia de criar a una chica por encima del estatus social que le correspondía. Debería haberla dejado en manos de la mujer del minero cuando tuvo la ocasión—. No tienes dote.

      —No se necesita dote —replicó la chica—. Tan solo fe.

      La priora se mordió la lengua. No iba a discutir de teología con una huérfana. Hacía falta algo más que fe para alimentar y vestir a veinte mujeres.

      —No puedes tomar los hábitos.

      —¿Por qué no? —la chica adoptó una actitud desafiante, como si tuviera el derecho de discrepar con una superiora—. Puedo copiar los manuscritos latinos tan bien como la hermana Marian.

      La priora recordó el perdón que predicaba el Señor e intentó suavizar su tono.

      —¿Qué te hace pensar que pueda ser tu vocación, Dominica?

      Los azules ojos de la chica ardieron con el fervor de una santa… o quizá de una desequilibrada.

      —Dios me lo ha dicho.

      —Dios no habla con niñas abandonadas al nacer —la priora apretó los dedos en oración hasta que las yemas se le congestionaron. Todo era culpa suya. Había permitido que se sentara con ellas para comer y escuchar las Escrituras. Y la mocosa se jactaba de comprender los designios divinos solo por haber oído las palabras del Altísimo.

      —Dios solo habla a través de sus siervos en la iglesia, y a mí no me ha dicho nada sobre tu ingreso en la orden…

      —Pero, madre Juliana, yo sé que estoy predestinada a difundir su mensaje —se acercó y bajó la voz—. Quiero copiar los textos en la lengua vulgar para que la gente pueda entenderlos.

      La priora se tocó los labios con los dedos en una vehemente y silenciosa oración.

      «Tengo a una hereje viviendo bajo mi techo… Si los Readington lo descubren nunca volveré a recibir una moneda de ellos. ¿Por qué permití que aprendiera a leer?».

      —Mi sitio está aquí —seguía diciendo la chica—. Lo sé. Y cuando haga la peregrinación vos también lo sabréis, porque Dios me dará una señal —su rostro se iluminó con esa fe olvidada que la priora no había visto ni sentido en muchos años—. La hermana Marian será mi testigo.

      La hermana Marian siempre había mimado a aquella chiquilla en todo…

      —¿Quién va a pagar los gastos del viaje? ¿Y quién se encargará de hacer tu trabajo mientras estés fuera?

      —Las hermanas Catherine, Barbara y Margaret se han ofrecido a ocuparse de mis labores, y la hermana Marian ha dicho que pagará mi comida de su dote —miró desafiante a la priora—. No como mucho.

      —La dote de la hermana Marian pertenece al priorato —la priora apoyó la cabeza en las manos. ¿Qué había sido del respeto y la obediencia?

      —Por favor, madre Juliana… —la chica sucumbió finalmente a la humildad y se arrodilló en el suelo para tirar del hábito de la priora con sus dedos manchados de tinta. Tenía las uñas tan mordidas que la tierra del jardín no podía pegarse a ellas—. Tengo que hacer este viaje.

      La priora volvió a mirarla a los ojos y se sobrecogió al ver cómo ardían de fe. O de miedo.

      De repente comprendió cómo acabaría todo. Dominica jamás volvería al priorato en cuanto descubriera la vida que había al otro lado de los muros. Su cuerpo sería la envidia de cualquier mujer que no eligiera una vida de clausura. Si se dejaba seducir por el primer hombre que la colmara de halagos y se quedaba embarazada, nunca podría hacerse monja.

      Suspiró profundamente. O tal vez no. Tal vez aquel celo religioso la protegiera de las pasiones mundanas. Que fuera lo que Dios quisiera. Mejor sería que se marchara y se llevara sus peligrosas ideas a otra parte antes de que llegaran a oídos del abad o del conde. Lo malo sería que no tendrían a nadie que se encargara de hacer la colada y escardar el jardín. No podían permitirse pagar a alguien de la aldea.

      —De acuerdo. Vete. Pero no le hables a nadie de tu herejía. Si te metes en apuros durante el viaje, por pequeños que sean, no podrás volver aquí nunca más. Las puertas del priorato se te habrán cerrado para siempre.

      Dominica levantó las manos y la vista hacia el cielo.

      —Gracias, Padre celestial… —agachó la cabeza y salió de la alcoba sin pedir permiso para marcharse.

      La priora sacudió la cabeza. Ni una sola muestra de agradecimiento hacia ella, después de toda la bondad y generosidad que le había mostrado. Solo tenía gratitud para Dios. Y en manos de Dios quedaría a partir de ese momento.

      Dominica dejó escapar el aire contenido mientras un alivio inmenso parecía llevarla en volandas por el pasillo. Dios siempre respondía a sus oraciones, aunque a veces tuviera ella que ayudarlo un poco. Lo que la priora y la hermana Marian ignoraban sobre aquel viaje seguiría siendo un secreto.

      La hermana Marian estaba sentada en el patio del claustro, enseñando a Inocencio a sentarse. O al menos intentándolo. Era un perro vagabundo de color negro al que le faltaba una oreja y al que resultaba muy difícil de instruir y más aún de querer. Al igual que Dominica.

      —¡Ha dicho que sí! —exclamó Dominica, saltando alrededor de Marian. Las faldas se agitaron e Inocencio se puso a ladrar—. ¡Me marcho, me marcho, me marcho!

      —¡Shhh! —Marian intentó hacer callar a Dominica y al perro, que corría frenéticamente en círculos intentando atrapar su cola. Era una de las pocas cosas que Dominica había podido enseñarle.

      —Buen chico —le dijo Dominica mientras le rascaba detrás de su única oreja—. No te preocupes, hermana —abrazó a Marian—. Todo saldrá bien. Dios me lo ha dicho.

      La hermana Marian abrió los ojos como platos y miró hacia el corredor.

      —Que la madre Juliana no te oiga decir que Dios se comunica contigo.

      Dominica se encogió de hombros. No tenía sentido decirle que la madre Juliana ya lo sabía.

      —Ya lo dicen las Escrituras: «Llama y se te abrirá»