durante la primera parte del siglo XX fue sin duda uno de los aspectos que facilitó el progresivo abandono de las explicaciones basadas en las crónicas. Para finales de los setenta del pasado siglo ya era evidente que ellas no podían aportar mucha información sobre sociedades que habitaron el territorio miles de años antes de aquellas descritas por los españoles y cuyos modos de vida fueron muy diferentes. No obstante, la posibilidad de datación solo aplicó a los contextos arqueológicos enterrados, lo cual significó un punto de inflexión que separó definitivamente la investigación del arte rupestre de aquella centrada en sitios bajo el suelo. La imposibilidad de datación científica del arte rupestre derivó en que este no fuera considerado un objeto arqueológico en toda su dimensión y como consecuencia ya no hizo parte de los objetos a partir de los cuales se construyeron correlatos arqueológicos. Las pinturas y petroglifos dejaron de ser materia de indagación por parte de los arqueólogos y se convirtieron, en el mejor de los casos, en convidados de piedra de los reportes arqueológicos. Como lo muestran Jaramillo y Oyuela-Caycedo (1995, Tabla 3), la creciente producción arqueológica entre 1800 y 1962 contrasta con la disminución en la cantidad de estudios sobre arte rupestre. Ya para 1965 era patente la imposibilidad de datación del arte rupestre (Duque, 1965) y para finales del siglo XX los pocos arqueólogos que aún consideraban el tema relevante debían limitarse al registro y descripción de sitios, justamente por la dificultad de asociar dichos objetos a otros restos materiales prehispánicos (Becerra, 1990; Botiva, 2000; Lleras, 1989; Pradilla y Villate, 2010).
Aquellos investigadores que continuaron llevando a cabo investigaciones en arte rupestre, casi ninguno de ellos arqueólogo, continuaron orbitando alrededor de las crónicas españolas o de las interpretaciones basadas en ellas. De suerte que aún para finales del siglo XX y comienzos del XXI era lugar común encontrar designaciones típicas de la tradición histórico-cultural y que asignaban el arte rupestre al grupo humano descrito por los españoles para el territorio donde se enclavan las rocas (O’Neil, 1973).
En ocasiones, tal designación es tan explícita que el grupo humano identificado por los europeos se convierte en el apellido que identifica la pertenencia del arte rupestre, por ejemplo, arte rupestre muisca (Guisletti, 1954) o arte rupestre panche (Arango, 1974). En otros casos, la mayoría, operó una suerte de asociación basada en el hallazgo de arte rupestre dentro de un territorio que ha sido delineado como perteneciente a un grupo indígena particular, con base en las crónicas españolas (Muñoz, 2006; Navas y Angulo, 2010; Pradilla y Villate, 2010; Rodríguez y Cifuentes, 2003).
Uno de los más conocidos ejemplos de esta forma de asignación cultural es la distinción entre los petroglifos y pinturas del centro y occidente de Cundinamarca establecida por Miguel Triana en 1924. Según él, la diferencia entre estas dos técnicas de manufactura corresponde con la distribución de dos poblaciones distintas que habitaban la zona en el siglo XVI; de suerte que los petroglifos fueron autoría de los panches en tanto las pinturas lo fueron de los muiscas (Figura 1). De una u otra forma, la distinción propuesta por Triana ha sido aceptada y replicada hasta la actualidad (Arango, 1974; Cabrera, 1947; Muñoz, 2006; O’Neil, 1973), a pesar de que ya para finales de la década de los setenta del siglo XX se contaba con información arqueológica que indicaba que el poblamiento de las regiones en cuestión se remontaba miles de años atrás (Broadbent, 1971; Correal y Van der Hammen, 1977) o no
Arqueología del arte rupestre. Excavaciones arqueológicas en El Colegio, Cundinamarca
era consecuente con el esquema propuesto por Triana. Buen ejemplo de ello es el trabajo de Mary O’Neil (1973). Dicha arqueóloga documentó petroglifos en la zona occidental de Cundinamarca y colectó material cerámico que claramente indicaba una ocupación temprana más relacionada con la Sabana de Bogotá que con el valle del Magdalena. Sin embargo asignó los petroglifos a los panches, porque esa fue la etnia descrita por los españoles para la zona, a pesar de no encontrar cerámica que se relacionara con tales grupos. Para O’Neil, las crónicas españolas suponían mayor autoridad que la evidencia arqueológica, por lo que las precauciones sugeridas por el registro arqueológico no fueron tenidas en cuenta.
Figura 1. Localización de sitios con pinturas rupestres y delimitación del territorio chibcha propuesto por Triana en 1924.
Fuente: Triana (1972).
La extensión de las ideas de Triana respecto a la asignación cultural del arte rupestre pudo incluso generar una suerte de razonamiento inverso, donde la existencia de petroglifos en cierto territorio permite comprobar que allí habitaron grupos panches (Urbina y Duarte, 1989). Una vez “solucionado” el problema de la autoría del arte rupestre era posible entonces proceder a la búsqueda de interpretaciones basadas en los relatos hechos por los europeos sobre aquellos grupos (Arango, 1974). En suma, la carencia de dataciones ha sido el trasfondo que ha permitido la entronización de ideas respecto a la autoría del arte rupestre y la consecuente utilización de descripciones sobre grupos indígenas del siglo XVI como fuente de interpretación.
Una segunda característica de las interpretaciones sobre arte rupestre colombiano es que casi todas ellas lo relacionan con eventos altamente cargados de simbolismo, sacralidad y ritualidad. Esta condición del arte rupestre es generalmente asumida pero raramente comprobada. Se sustenta en la idea según la cual todos los aspectos de la vida de los habitantes prehispánicos estuvieron mediados por sistemas de representación basados en la religión. Por ende, la producción y uso de casi todos sus objetos se debió dar en contextos de tal tipo. Uno de los más claros ejemplos de esta forma de razonamiento se condensa en la siguiente cita tomada del monumental trabajo de recopilación sobre la época prehispánica llevado a cabo por Luis Duque Gómez (1965: 221), para quien, a pesar de que “Sobre el arte rupestre prehistórico en Colombia, nada se puede afirmar, pues, en definitiva, en relación con el significado de sus símbolos y con la época en que fueron labrados o pintados…”, afirma que “…tales vestigios arqueológicos tienen un carácter eminentemente simbólico; son la expresión de creencias mágico-religiosas…” (p. 221). Con la popularización del denominado modelo neurofisiológico (Clottes y Lewis-Williams, 2001; Lewis-Williams, 2002; Lewis-Williams y Dowson, 1988) se exacerbó aún más la pretendida relación entre arte rupestre, simbolismo y ritual (Cárdenas-Arroyo, 1998), lo cual ciertamente permitió una mayor atención a este objeto arqueológico, aunque, a fin de cuentas, el modelo no explique casi nada (Argüello, 2008).
Pedro María Argüello García
A pesar de que se acepte a priori el carácter simbólico, ritual o mágico- religioso del arte rupestre, el mayor problema radica en que tal presunción se convierte, a su vez, en principio y fin de la explicación. En otras palabras, y como se colige del citado ejemplo de Duque (1965), parece que documentar el carácter mágico-religioso del arte rupestre fuese la explicación en sí misma, a la cual, por demás, se ha llegado sin demasiada disquisición o mediante la operación de alguna forma de investigación sistemática. Esto se traduce en que, una vez “comprobado” el carácter ritual del arte rupestre, no se lleva a cabo un ulterior esfuerzo por entender a qué tipo de rituales estuvo asociado, la escala de tales eventos o el papel que ellos pudieron jugar dentro del sistema social. En suma, se sigue la tradicional distinción entre lo ritual y lo cotidiano y se ubica el arte rupestre como parte de las prácticas asociadas al primero. En el mejor de los casos, se acude, como complemento, a lecturas lineales que permiten asociar el arte rupestre a los tipos de ritual comúnmente documentados por la antropología (i.e. rituales de carácter cosmológico o de fertilidad) (Silva, 1963), pero por cuyo grado de generalidad tampoco se aporta mucho en la compresión de las sociedades prehispánicas, sin mencionar que no se proporciona información que compruebe dichos usos.
En este punto sería posible argumentar que las fuentes etnohistóricas son ricas en información que no debería ser descartada de plano ya que al fin y al acabo el uso de tales fuentes hace parte de los métodos comúnmente utilizados en la arqueología del arte rupestre (Chippindale y Taçon, 1998). No obstante, para que el uso de dichos métodos adquiera validez, se requiere la operación de un mecanismo por medio