Melanie Milburne

Heridas en el alma


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Exhaló un profundo suspiro de alivio. Una tetera como era debido con colador de plata. Nada de bolsitas de té rancias y agua tibia para los invitados a la boda.

      Juliette podía aspirar los matices de bergamota del té Earl Grey de gran calidad… y algo más. Algo que le tocó una fibra sensible de la memoria e hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal.

      Se giró y se encontró con su exmarido, Joe Allegranza, sentado en el sofá. Abrió la boca para gemir, pero el sonido se le quedó retenido en la garganta. Se llevó la mano al pecho para mantener a raya su agitado corazón.

      –¿Qué diablos haces en mi habitación? –preguntó en un hilo de voz con el pulso latiéndole en las sienes.

      Joe se levantó del sofá con expresión imposible de descifrar.

      –Al parecer es nuestra habitación –su tono de barítono con acento italiano le provocó un nudo en el estómago.

      Juliette frunció el ceño.

      –¿Nuestra habitación? ¿Qué quieres decir con eso?

      –Ha habido un error con la reserva.

      Ella entornó los ojos hasta convertirlos en dos rayas.

      –¿Un error?

      Lo sabía todo sobre errores. Joe era el mayor de los que había cometido. Se abrazó a sí misma y lamentó estar desnuda bajo el albornoz. Ojalá tuviera una mayor protección contra aquel hombre alto y prácticamente desconocido que tenía delante. Necesitaba unos tacones altos para acercarse a su más de metro noventa de altura. Necesitaba tener la cabeza preparada para asumir lo guapo que estaba con aquellos vaqueros oscuros y la camisa azul cielo abierta a la altura del cuello que acentuaba su tono aceitunado.

      Se quedó embobada viendo sus facciones, odiándose por ser tan débil. La mandíbula fuerte, los pómulos aristocráticos, las cejas negras como la tinta que enmarcaban unos ojos del color del carbón. La boca sensual que había provocado tal caos en sus sentidos desde el momento en que la sonrió, y más aún cuando la besó.

      Pero no iba a pensar en sus besos.

      No. No. No.

      Ni en su increíble modo de hacer el amor.

      No. No. No.

      Lo que tenía que hacer era concentrarse en su rabia.

      Sí. Sí. Sí.

      –Juliette –su voz tenía una nota autoritaria que hizo que se pusiera tensa–. Tal y como yo lo veo, aquí tenemos dos opciones. Bajar, montar un lío y atraer toda la atención sobre nosotros, o aguantarnos y dejar las cosas como están.

      Juliette descruzó los brazos y abrió los ojos de par en par.

      –¿Te has vuelto loco? ¿Por qué no podemos bajar a recepción y decir que han cometido un error monumental? Pero espera… ¿esto no es un error de la organizadora de la boda? Celeste Petrakis es la que organizó el alojamiento. Le están pagando una suma impresionante de dinero para que se asegure de que todo vaya como la seda. Esto –puso el dedo entre ambos–. No es lo que yo llamo ir como la seda.

      Joe frunció todavía más el ceño, se miró el brazo y se quitó una pelusa imaginaria. El brillo de oro del anillo de casado detuvo el corazón de Juliette durante un instante.

      ¿Todavía llevaba puesto el anillo? ¿Por qué? Ella había dejado el suyo en la villa de Positano, pero no pasaba un día en que no se pasara el pulgar buscándolo como un niño deslizaba la lengua por el espacio vacío de un diente caído.

      Joe volvió a dirigir la mirada hacia ella.

      –Celeste es la prima de Damon. Este es su primer trabajo tras haber sufrido un cáncer de sangre. Si hacemos un drama de esto, Dios sabe cuántos parientes se entristecerían. Los griegos son muy de la familia. Además, esta es la boda de Lucy y Damon y no quiero que atraigamos una atención innecesaria sobre nuestra situación.

      Juliette se mordió el labio inferior, consciente de que había mucho de verdad en lo que estaba diciendo. Se suponía que la comitiva nupcial tenía que ser un grupo de apoyo, no los protagonistas del evento. Y tenía sentido no armar mucho revuelo teniendo en cuenta el tema de la salud de Celeste. Admiraba a la joven por su entrega y dedicación al trabajo.

      Juliette no había sido capaz de ilustrar ningún otro libro infantil desde que perdió al bebé. Su editor y Lucy, que escribía los libros con ella, habían sido extremadamente pacientes, pero, ¿cuánto tiempo podría continuar esto?

      –¿Y si uno de nosotros se queda en otra habitación? ¿En otro hotel? Hay muchos hoteles en…

      –No –la interrumpió Joe con firmeza–. He pasado casi una hora tratando de encontrar algo sin éxito. Lucy y Damon querían que la comitiva nupcial estuviera en un único sitio. Y aquí no quedan habitaciones libres. Así que tendremos que compartir esta.

      Juliette se dio la vuelta y empezó a recorrer la estancia abrazándose otra vez a sí misma.

      –Esto es ridículo. No puedo creer que esté sucediendo. ¿Compartir contigo la suite durante un fin de semana? Es… impensable.

      –Has compartido mucho más que una suite conmigo en el pasado. Nuestra primera noche juntos la pasamos en una habitación muy parecida a esta, ¿verdad?

      Aquella afirmación tan seca disparó una tormenta de fuego en su cuerpo. No quería pensar en aquella noche y en cómo su cuerpo había respondido a él de un modo tan ávido. Cómo su sentidos se habían rendido a sus caricias. ¿Cuántas mujeres habrían disfrutado desde su ruptura de la presión de su boca, la delicada pero firme embestida de su cuerpo, la sensual caricia de sus manos? Una punzada de celos le atravesó el vientre, provocando un dolor tan profundo en su cuerpo que tuvo que contener un gemido.

      Juliette le lanzó una mirada lo bastante furibunda para derretir la pintura de las paredes.

      –¿Con cuántas mujeres has compartido habitación de hotel desde que nos separamos?

      Algo atravesó las facciones de Joe como un ciclón.

      –Con ninguna. Todavía estamos técnicamente casados, cara –afirmó él con un tono bajo y ronco.

      Clavó la mirada en ella de un modo que Juliette encontró perturbador. Porque le resultaba casi imposible apartar los ojos.

      Ella frunció el ceño y cerró y abrió la boca haciendo un esfuerzo por encontrar algo que decir. ¿Ninguna? ¿No había tenido amantes desde ella? ¿Qué significaba eso?

      Tragó saliva y finalmente consiguió hablar.

      –¿Has sido célibe todo este tiempo? ¿Durante quince meses?

      Su media sonrisa le provocó una pequeña punzada en el corazón.

      –¿Tan sorprendente te parece?

      –Bueno, sí, porque eres… –Juliette guardó silencio. Sintió cómo se le sonrojaban las mejillas y apartó la vista.

      –¿Qué soy?

      Ella apretó los labios y volvió a mirarlo.

      –Eres muy bueno en el sexo, y pensé que lo echarías de menos y querrías encontrar a alguien más, o a muchas más cuando rompimos.

      –¿Tú has encontrado a alguien? –una línea de tensión recorrió la boca de Joe.

      Juliette contuvo una carcajada. ¿Acostarse ella con alguien? La idea no se le había pasado siquiera por la cabeza. Lo que era extraño, si lo pensaba bien. ¿Por qué no lo había pensado? Se suponía que ya había superado a Joe. ¿No significaba eso que debería estar interesada en reemplazarlo? Pero sin saber por qué, la idea le resultaba repugnante.

      –No, por supuesto que no.

      Joe mantuvo la mirada fija en ella.

      –¿Y por qué no? Tú también eres muy buena en el sexo. ¿No lo echas de menos?

      Su