Benito Pérez Galdós

Marianela


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       Benito Pérez Galdós

      Marianela

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664122780

       -I-

       Perdido

       -II-

       Guiado

       -III-

       Un diálogo que servirá de exposición

       -IV-

       La familia de piedra

       -V-

       Trabajo. Paisaje. Figura

       -VI-

       Tonterías

       -VII-

       Más tonterías

       -VIII-

       Prosiguen las tonterías

       -IX-

       Los Golfines

       -X-

       Historia de dos hijos del pueblo

       -XI-

       El patriarca de Aldeacorba

       -XII-

       El doctor Celipín

       -XIII-

       Entre dos cestas

       -XIV-

       De cómo la Virgen María se apareció a la Nela

       -XV-

       Los tres

       -XVI-

       La promesa

       -XVII-

       Fugitiva y meditabunda

       -XVIII-

       La Nela se decide a partir

       -XIX-

       Domesticación

       -XX-

       El nuevo mundo

       -XXI-

       Los ojos matan

       -XXII-

       Adiós

       FIN DE «MARIANELA»

       Madrid.—Enero de 1878.

       Índice

       Índice

      Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.)

      Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando extendían sus ramas llenas