Benito Pérez Galdós

Marianela


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máquinas, el laboratorio y las oficinas.

      —Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación—dijo Golfín riendo.

      —Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.

      Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.

      —Usted...—murmuró.

      —Soy ciego, sí, señor—añadió el joven—; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.

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      —¿Ciego de nacimiento?—dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.

      —Sí, señor, de nacimiento—repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.

      —Quién sabe...—manifestó Teodoro—¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?

      El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.

      —¿En dónde estamos, buen amigo?—dijo Golfín—. Esto es una pesadilla.

      —Esta zona de la mina se llama la Terrible—repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino—. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.

      —Espectáculo asombroso, sí—dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo—, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.

      —¡Choto, Choto, aquí!—dijo el ciego—. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.

      En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.

      El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.

      —Es pasmoso—dijo—que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.

      —Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.

      Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:

      —Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?

      —Diga usted, buen amigo—interrogó el doctor festivamente—. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?

      —Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.

      —¿Quién, el sapo?

      —Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.

      —En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.

      Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:

      —¿La oye usted?

      —Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...

      En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:

      —¡Nela!... ¡Nela!

      Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.

      El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:

      —No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!

      Después, volviéndose al doctor, le dijo:

      —La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted.... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.

      —Muchas gracias, amigo mío.

      El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en un ángulo obtuso.