Vicente Blasco Ibanez

Los cuatro jinetes del apocalipsis


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segura. Querían sostener su dignidad, atropellada continuamente por las más inauditas pretensiones.

      —¿No serán los otros pueblos—preguntó—los que se ven obligados á defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?...

      Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.

      —¡Oh, señor!—suspiró la dulce Berta—. ¡Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene...!

      No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no estaban en los mares de América, y el consejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.

      —Tuve el honor de manifestarle, joven—dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos—, que usted no es mas que un sudamericano, é ignora las cosas de Europa.

      No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción!... Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonreir. «¡Gracias, capitán!—dijo mentalmente—. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte.»

      Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo. Los comerciantes, al verse cada vez más próximos á su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta comenzó á huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa iba dirigida más á los recuerdos que á la realidad presente.

      Entre Lisboa y las costas de Inglaterra, habló Julio por última vez con el marido. Todas las mañanas aparecían en la tablilla del antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigaría, haciendo caer sobre ellos toda clase de desgracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios sitian á París en este momento. Los barrios exteriores empiezan á arder. Se reproducen los horrores de la Commune.»

      —¡Pero estos alemanes se han vuelto locos!—gritó el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos tan asombrados como él—. Vamos á perder el poco sentido que nos queda... ¿Qué revolucionarios son esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hombres del gobierno no son reaccionarios?

      Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero el que hablaba.

      —Joven, esas noticias las envían las primeras agencias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.

      Después de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron más.

      En la madrugada siguiente—último día del viaje—, el camarero de Desnoyers lo despertó con apresuramiento. «Herr, suba á cubierta: lindo espectáculo.» El mar estaba velado por la niebla, pero entre los brumosos telones se marcaban unas siluetas semejantes á islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avanzaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombría. Julio contó hasta diez y ocho. Parecían llenar el Océano. Era la escuadra de la Mancha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts, que evocaban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de la prehistoria, se dió cuenta exacta Desnoyers del poderío británico. El buque alemán pasó entre ellos empequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cualquiera diría—pensó el joven—que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse en salvo.» Cerca de él, un pasajero sudamericano bromeaba con un alemán. «¡Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!... ¡Si nos hiciesen prisioneros!»

      Después de mediodía entraron en la rada de Sóuthampton. El Friedrich August mostró prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertiginosa rapidez. La carga fué enorme: carga de personas y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al trasatlántico. Una avalancha de alemanes residentes en Inglaterra invadió las cubiertas con la alegría del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Hamburgo. Luego, el buque avanzó por el canal con una rapidez desusada en estos parajes.

      La gente, asomada á las bordas, comentaba los extraordinarios encuentros en este bulevar marítimo, frecuentado ordinariamente por buques de paz. Unos humos en el horizonte eran los de la escuadra francesa llevando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vieron más navíos ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la América del Norte se dieron á conocer por sus mástiles en forma de cestos. Después pasó á todo vapor, con rumbo al Báltico, un navío ruso, blanco y lustroso desde las cofas á la línea de flotación. «¡Mal!—clamaban los viajeros procedentes de América—. ¡Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio.» Y miraban con inquietud las costas cercanas á un lado y á otro. Ofrecían el aspecto de siempre, pero detrás de ellas se estaba preparando tal vez un nuevo período de Historia.

      El trasatlántico debía llegar á Boulogne á media noche, aguardando hasta el amanecer para que desembarcasen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó á las diez, echó el ancla lejos del puerto y el comandante dió órdenes para que el desembarco se hiciese en menos de una hora. Para esto había acelerado la marcha, derrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban los aparatos radiográficos.

      A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasajeros y equipajes con destino á París desde el trasatlántico á los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisa!» Los marineros empujaban á las señoras de paso tardo, que recontaban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen paquetes. La precipitación general hacía desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como lacayos—pensó Desnoyers—. Creen próxima la hora del triunfo y no consideran necesario fingir...»

      Se vió en un remolcador que danzaba sobre las ondulaciones del mar, frente al muro negro é inmóvil del trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que saludaba agitando pañuelos. Julio reconoció á Berta, que movía una mano, pero sin verle, sin saber en qué remolcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento á los dulces recuerdos que se iban á perder en el misterio del mar y de la noche. «¡Adiós, consejera!»

      Empezó á agrandarse la distancia entre el trasatlántico que partía y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este momento de impunidad, una voz estentórea surgió de la última cubierta con acompañamiento de ruidosas carcajadas. «¡Hasta luego! ¡Pronto nos veremos en París!» Y la banda de música, la misma banda que trece días antes había asombrado á Desnoyers con su inesperada Marsellesa, rompió á tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento de trompetas.

      Así se perdió en la sombra, con la precipitación de la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el último trasatlántico alemán que tocó en las costas francesas.

      Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo consideraba como un suceso lejano de vagorosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre á la contradicción, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués metido á soldado. Las inquietudes de la gente de París eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una guerra inmediata, solucionándose el conflicto en el