Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas


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un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.

      Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.

      -¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? - preguntó Athos.

      -Quinientas pistolas.

      -Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.

      -¡Cómo! ¿Queréis… ? -Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D’Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.

      -Reflexionad, Athos.

      -El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrificios. Id, D’Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.

      Media hora después, D’Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido ningún accidente.

      Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.

      Capítulo 39 Una visión

      Índice

      A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta un temor futuro.

      De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D’Artagnan.

      Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.

      La otra era una gran epístola rectangular y resplandeciente con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.

      A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.

      Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.

      «Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»

      Sin firma.

      -Es una trampa - dijo Athos-, no vayáis, D’Artagnan.

      -Sin embargo - dijo D’Artagnan-, me parece reconocer la escritura.

      -Quizá esté amañada - replicó Athos ; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.

      -Pero ¿y si vamos todos? - dijo D’Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro; además, cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las armas.

      -Además será una ocasión de lucir nuestros equipos - dijo Porthos.

      -Pero si es una mujer la que escribe - dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.

      -Nos quedaremos detrás - dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.

      -Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al galope.

      -¡Bah! - dijo D’Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.

      -Tiene razón - dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.

      -¡Bueno, démonos ese placer! - dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.

      -Como queráis - dijo Athos.

      -Señores - dijo D’Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis en la ruta de Chaillot.

      -Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a prepararnos, señores.

      -Pero esa segunda carta - dijo Athos : os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón-.

      D’Artagnan enrojeció.

      -Pues bien - dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.

      Y D’Artagnan abrió la carta y leyó:

      «El señor D’Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el Palais Cardinal esta noche a las ocho.

      LA HOUDINIÈRE

       Capitán de los guardias.»

      -¡Diablos! - dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.

      -Iré a la segunda al salir de la primera - dijo D’Artagnan ; la una es para las siete, la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.

      -¡Hum! Yo no iría - dijo Aramis ; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.

      -Soy de la opinión de Aramis - dijo Porthos.

      -Señores - respondió D’Artagnan - ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance desapareció; por lo que pueda pasar, iré.

      -Si es una decisión - dijo Athos-, hacedlo.

      -Pero ¿y la Bastilla? - dijo Aramis.

      -¡Bah, vosotros me sacaréis! - replicó D’Artagnan.

      -Por supuesto - contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.

      -Hagamos otra cosa mejor - dijo Athos : no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.

      -Decididamente, Athos - dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del plan, señores?

      -Admirable! - repitieron a coro los jóvenes.

      -Pues bien - dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais Cardinal; vos, durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los lacayos.

      -Pero yo no tengo caballo - dijo D’Artagnan ; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.

      -Es inútil - dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.

      -¿Cuántos tenéis entonces? - preguntó D’Artagnan.

      -Tres - respondió sonriendo Aramis.

      -Querido - dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor montado de