y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede fiar de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
Los tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus caballos.
-Pues bien, por mi honor - dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella: hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras hemos tenido una querella en el Colombier Rouge.
-¿Una querella? ¿Y por qué, señores? - dijo el cardenal-. No me gustan los camorristas, ¡ya lo sabéis!
-Por eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que acaba de ocurrir; porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en falta.
-¿Y cuáles han sido los resultados de esa querella? - preguntó el cardenal frunciendo el ceño.
-Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le impedirá, como Vuestra Eminencia podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia ordena la escalada.
-Pero no sois hombres para dejaros dar estocadas de esa forma - dijo el cardenal ; vamos, sed francos, señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo derecho a dar la absolución.
-Yo, Monseñor - dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana. Parece que al caer - continuó Athos cor cierta duda - se ha roto una pierna.
-¡Ah, ah! - dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Porthos?
-Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el hombro.
-Bien - dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Aramis?
-Yo, Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno de aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo izquierdo. Entonces me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo haber notado que al arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo; sólo sé con certeza que ha caído y me ha parecido que se lo llevaban con sus dos compañeros.
-¡Diablos, señores! - dijo el cardenal-. Tres hombres fuera de combate por una disputa de taberna; no os vais de vacío. ¿Y a propósito, ¿de qué vino la querella?
-Aquellos miserables estaban borrachos - dijo Athos-, y sabiendo que había una mujer que había llegado por la noche a la taberna querían forzar la puerta.
-¿Forzar la puerta? - dijo el cardenal-. ¿Y eso para qué?
-Para violentarla sin duda - dijo Athos ; tengo el honor de decir a Vuestra Eminencia que aquellos miserables estaban borrachos.
-¿Y esa mujer era joven y hermosa? - preguntó el cardenal con cierta inquietud.
-No la hemos visto, Monseñor - dijo Athos.
-¡No la habéis visto! ¡Ah, muy bien! - replicó vivamente el cardenal-. Habéis hecho bien en defender el honor de una mujer, y como es al albergue del Colombier Rouge a donde yo voy, sabré si me habéis dicho la verdad.
-Monseñor - dijo altivamente Athos-, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no diríamos una mentira.
-Por eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante, pero - añadió para cambiar de conversación-, ¿aquella dama estaba, por tanto, sola?
-Aquella dama tenía encerrado con ella un caballero - dijo Athos ; pero como pese al alboroto el caballero no ha aparecido, es de presumir que es un cobarde.
-¡No juzguéis temerariamente!, dice el Evangelio - replicó el cardenal.
Athos se inclinó.
-Y ahora, señores, está bien - continuó Su Eminencia-. Sé lo que quería saber; seguidme.
Los tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvió de nuevo el rostro con su capa y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus acompañantes.
Llegaron pronto al albergue silencioso y solitario; sin duda el hostelero sabía qué ilustre visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los importunos.
Diez pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los tres mosqueteros de detenerse. Un caballo completamente ensillado estaba atado al postigo. El cardenal llamó tres veces y de determinada manera.
Un hombre envuelto en una capa salió al punto y cambió algunas rápidas palabras con el cardenal, tras lo cual volvió a subir a caballo y partió en la dirección de Surgères, que era también la de París.
-Avanzad, señores - dijo el cardenal.
-Me habéis dicho la verdad, gentileshombres - dijo dirigiéndose a los tres mosqueteros-. Sólo a mí me atañe que nuestro encuentro de esta noche os sea ventajoso; mientras tanto, seguidme.
El cardenal echó pie a tierra y los tres mosqueteros hicieron otro tanto; el cardenal arrojó la brida de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las bridas de los suyos a los postigos.
El hotelero permanecía en el umbral de la puerta; para él el cardenal no era más que un oficial que venía a visitar a una dama.
-¿Tenéis alguna habitación en la planta baja donde estos señores puedan esperarme junto a un buen fuego? - dijo el cardenal.
El hostelero abrió la puerta de una gran sala, en la que precisamente acababan de reemplazar una mala estufa por una gran chimenea excelente.
-Tengo ésta - respondió.
-Está bien - dijo el cardenal-. Entrad ahí, señores, y tened a bien esperarme; no tardaré más de media hora.
Y mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el cardenal, sin pedir informes más amplios, subió la escalera como hombre que no necesita que le indiquen el camino.
Capítulo 44 De la utilidad de los tubos de estufa
Era evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el cardenal honraba con su proteción particular.
Pero ¿quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres mosqueteros; luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era satisfactoria, Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.
Porthos y Aramis se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó reflexionando.
Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención. Athos se acercó y distinguió algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio interior.
-Escuchad, Milady - decía el cardenal ; el asunto es importarte; sentaos ahí y hablemos.
-¡Milady! - murmuró Athos.
-Escucho a Vuestra Excelencia con la mayor atención - respondió una voz de mujer que hizo estremecer al mosquetero.
-Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en