las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.
-¿Dónde vamos? - preguntó por gestos.
Athos le sañaló el bastión.
-Pero - dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud - dejaremos ahí nuestra piel.
Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.
Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.
Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.
Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.
Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.
Grimaud obedeció.
Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.
Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.
Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.
Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.
Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.
Capítulo 47 El consejo de los mosqueteros
Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.
-Señores - dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al cumplir esa tarea. Estos señores - añadió él señalando a los muertos - no nos oyen.
-Podríamos de todos modos echarlos en el foso - dijo Porthos-, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.
-Sí - dijo Aramis-, eso es asunto de Grimaud.
-Bueno - dijo D’Artagnan-, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las murallas.
-Guardémonos de hacerlo - dijo Athos-, pueden servirnos.
-¿Esos muertos pueden servirnos? - dijo Porthos-. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo mío!
-¡«No juzguéis temerariamente», dice el Evangelio el señor cardenal! - respondió Athos-. ¿Cuántos fusiles, señores?
-Doce - respondió Aramis.
-¿Cuántos disparos?
-Un centenar.
-Es todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.
Los cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último fusil, Grimaud hizo señas de que el desayuno estaba servido.
Athos respondió, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de atalaya donde éste comprendió que debía quedarse de centinela. Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.
-Y ahora, a la mesa - dijo Athos.
Los cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los turcos o los canteros.
-¡Ah! - dijo D’Artagnan-. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a hacernos participe de tu secreto, Athos.
-Espero que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores - dijo Athos-. Os he hecho dar un paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.
-Pero ¿y ese secreto? - preguntó D’Artagnan.
-El secreto - dijo Athos - es que ayer por la noche vi a Milady. D’Artagnan llevaba su vaso a los labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo para no derramar el contenido…
-¿Has visto a tu mu… ?
-¡Chis! - interrumpió Athos-. Olvidáis, querido, que estos señores no están iniciados como vos en el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a Milady.
-¿Y dónde? - preguntó D’Artagnan.
-A dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del Colombier Rouge.
-En tal caso estoy perdido - dijo D’Artagnan.
-No, no del todo aún - prosiguió Athos-, porque a esta hora debe haber abandonado las costas de Francia.
D’Artagnan respiró.
-Pero, a fin de cuentas - prosiguió Porthos-, ¿quién es esa Milady?
-Una mujer encantadora - dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso-. ¡Canalla de hostelero - exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger! Sí - continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro amigo D’Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.
-¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? - exclamó D’Artagnan, pálido de terror.
-Eso es tan cierto - dijo Porthos - como el Evangelio; lo he oído con mis dos orejas.
-Y yo también - dijo Aramis.
-Entonces - dijo D’Artagnan dejando caer su brazo con desaliento - es inútil seguir luchando más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.
-Es la última tontería que hay que hacer - dijo Athos-, dado que es la única que no tiene remedio.
-Pero no escaparé nunca - dijo D’Artagnan - con semejantes enemigos. Primero, mi desconocido de Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo secreto he sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.
-¡Pues bien! - dijo Athos-. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué veis?
-Una tropa.
-¿De cuántas personas? -De veinte hombres.
-¿Qué hombres?
-Dieciséis zapadores, cuatro soldados.
-¿A cuántos pasos están?
-A quinientos pasos.
-Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud, D’Artagnan.
-¡A tu salud! - repitieron Porthos y Aramis.
-Pues bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran cosa.
-¡Bah! - dijo Athos-. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en sus manos.
Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogió el primer fusil que había a mano y se acercó a una