—Pero ¿se puede saber qué está haciendo? —preguntó encolerizado. Al oírlo hablar así, Vera se giró hacia nosotros y vio cómo aquel hombre levantaba con furia la manta que cubría el estómago del último soldado que yo había inspeccionado. Aquello era un amasijo de tripas y sangre que, de hecho, ya ni respiraba—. ¡Este hombre está muerto, señorita! —me gritó sin importarle quién estuviera escuchando.
Me sentí la mujer más necia que pisaba la faz de la tierra y me invadieron unas terribles ganas de llorar. Solo quería irme de allí, de aquel barco repleto de hombres agonizantes y moribundos, lejos de todo mundo conocido. Mi barbilla comenzó a temblar como la de una anciana, mientras mis pupilas se clavaban en aquel muchacho que hacía horas había dejado de lamentarse por su vida, aunque sus compañeros lo seguían transportando por inercia. El ruido de las bombas había aturdido a la mayoría de los chicos que habían presenciado aquella batalla en primera persona. Apenas oían algo con claridad y, sin embargo, yo debía saber enviarlos a un sitio o a otro. ¿Y dónde estaba yo en ese momento? ¿Qué había sido de aquella chica que se había presentado voluntaria para ser enfermera con entusiasmo y arrojo?
—Vaya arriba, ¡vamos! Quizá pueda ayudar dándoles agua y comida —decidió compasivo el supervisor mientras se colocaba en mi puesto antes de que aquel parón provocase un colapso.
Vera me miró con lástima, pero poco podía hacer por mí en ese instante.
Ir en contra de la marea de hombres heridos fue otro de los capítulos de mi vida que prefiero no describir con muchos detalles. Recuerdo que la mayoría de ellos estaban mojados, ya que los que se habían encontrado capaces de hacerlo, habían llegado hasta allí a nado cuando derribaron el embarcadero. Otros olían a la sal del mar por haber estado tantos días a la intemperie. Escuchaba varios idiomas por los pasillos, gritos de auxilio y ayuda a mi espalda mientras daba esquinazo a unos ojos suplicantes que pedían que me parase. Me veía cada vez más incapaz de asistir a nadie. Aquellos soldados estaban hambrientos, apestaban a sudor y miedo, algunos hasta habían perdido el juicio en la espera, pero todos se merecían a alguien mejor que yo para atenderles. Después de lo sucedido, mi mente se quedó en blanco. Había sido una estúpida al pensar que sería capaz de actuar como una enfermera veterana en semejante situación. No era más que una niña malcriada jugando a ser mayor. Acababa de comprender que esto no era un juego ni estaba en clase. Los que me rodeaban eran hombres de verdad, que se estaban muriendo, soldados convertidos en monstruos que sufrían el rechazo de su propia presencia porque nadie les había dicho que terminarían así. Y yo, ¿qué hacía yo allí? Era una impostora, una mentirosa, vestida con el uniforme de una enfermera cuando no lo era en absoluto. No merecía ni llevar una cofia en mi cabeza, por eso me la quité y la tiré al suelo, arrepentida por haberme creído capaz de ser útil en ese barco.
Conseguí salir de allí con esfuerzo y, al llegar a cubierta, la brisa marina agitó mis cabellos y me ayudó a despejarme. Estaba observando atónita las aguas aún teñidas de sangre, con algunos objetos flotando, cuando me tropecé con un médico amigo de la familia. El hombre se había enrolado como voluntario en aquel buque de la Cruz Roja a pesar de que, por su edad, ya no podía estar en activo.
—¡Leah! —me llamó sin ocultar su sorpresa al verme allí.
—¡Doctor Kitting! —respondí agradecida, secándome las lágrimas con rapidez para que no las viera. Por fin una cara amiga en medio de todo aquel amasijo de gente.
—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras caminaba acelerado, parecía tener prisa y yo me uní a su paso sin pensarlo.
—Me han dicho que subiera por si necesitaban ayuda —resumí. Era amigo de mi padre y contarle lo que me acababa de suceder habría sido todo un bochorno.
—¿De veras? —preguntó mirándome perplejo durante un segundo. Le parecía increíble que sobrase personal en alguna parte de ese barco, pero tampoco quiso indagar mucho más—. De acuerdo, entonces ven conmigo, tu padre me dijo que eras buena cosiendo heridas, ¿no es así?
—Mi padre solo me ha visto coser una careta de cerdo, doctor. No he cosido a nadie en mi vida —confesé asustada para que se le quitara esa idea de la cabeza.
Para mi padre yo era toda una institución en Medicina, sin embargo, no pasaba de ser una estudiante mediocre con demasiados pájaros en la cabeza. Aquel mismo día había tenido pruebas suficientes de ello.
—No te preocupes, Leah, no es grave. Este hombre tiene una herida de metralla en el hombro, nada más. Es un tipo importante, ¿sabes? Uno de esos oficiales protegidos por la Corona. —Levantó la ceja insinuando algo que no llegué a entender muy bien, sin embargo, asentí para no parecer una ignorante. No quería que se llevase una mala opinión de mí, con lo que me había sucedido me bastaba para minar mi confianza—. Ya sabes que yo también estuve en el ejército, por eso me han ordenado que lo cuide muy bien. Pero, como verás, ahora mismo ni siquiera puedo perder tiempo preguntándole qué le duele. ¿Me harías ese favor? Estoy seguro de que contigo estará de maravilla.
—Si usted lo dice.
No me hacía ninguna gracia lo que me estaba ofreciendo el doctor Kitting, pero, por otro lado, algo debía hacer hasta llegar de nuevo a puerto. Suspiré mientras lo seguía por el pasillo. Al menos, pensé, la vida de ese hombre no correría peligro en mis manos.
Me sintiera o no una enfermera en ese momento, confiara más o menos en mis conocimientos, el sentimiento que me inspiraban aquellos muchachos de misericordia y espíritu de servicio fue el que me hizo sobreponerme con tanta rapidez. Quería ayudarles sanando sus heridas y levantándoles el ánimo, diciéndoles que nadie los iba a ver en casa como unos perdedores porque hubieran huido, pues habían logrado salir con vida de allí. Era una derrota, sí, pero no el fin de la guerra. Con su vuelta aún había esperanza, y eso era lo más importante.
—Como verá —comenzó a decir el doctor Kitting a aquel oficial, apartándome de mis pensamientos—, he vuelto en buena compañía. Esta jovencita se llama Leah Johnson, es una excelente enfermera que tengo la suerte de conocer muy bien y viene a curarle esa fea herida de inmediato. Le prometo, sargento Baker, que cuando termine ni siquiera verá la cicatriz.
Las bromas del amigo de mi padre me pusieron en un aprieto. Habría deseado que su presentación fuese otra muy diferente, pero después de toda aquella sarta de mentiras, solo pude sonreír por pura timidez.
Aquel hombre, sentado en la camilla con la camisa abierta y el pecho descubierto, me miró a los ojos sin disimulo, provocando de inmediato un ligero rubor que hizo arder mis mejillas.
—Señorita Johnson —conseguí escuchar a pesar del caos que nos rodeaba. El sargento incluso tuvo el detalle de inclinar la cabeza ligeramente hacia mí, demostrando una exquisita educación incluso en una situación como aquella—. Es un placer conocerla —continuó después de que el doctor nos dejase a solas.
—Encantada —respondí cabizbaja.
No estaba preparada para tanta atención, y menos la de un desconocido como aquel, cuya sola presencia imponía por la fijeza de su mirada, consiguiendo que yo tampoco pudiera apartarme de él. Aquella calma insólita que emanaba todo su cuerpo me atraía de forma inexplicable.
Para empezar, me alivió comprobar que podía hablar con corrección, sin alaridos de dolor. Eso me ayudó a sentirme más segura. Sin embargo, los inescrutables ojos grises de aquel hombre me decían de forma clara que no confiaban en mí a pesar de los halagos del doctor. Escudriñaba en mi interior hasta provocar mi palidez, atravesando cualquier fina pátina de pensamiento con su actitud inquisitiva. Me inquietaba que no apartase ni un segundo la vista de mí, sin interesarse más en nuestro entorno por muy confuso que este fuera: «Pero ¿quién se suponía que era para observarme así? ¿Acaso creía conocerme?». Sentí un hormigueo en la boca del estómago mientras me acercaba a él, y deseé que mis manos no fueran pura gelatina al contacto sobre su piel caliente.
Decidida a empezar de una vez, no tuve más remedio que apartar la mirada algo cohibida, pero, a pesar de que yo fingía no verlo, le seguía por el rabillo del ojo mientras terminaba