que se yergue en lo alto del soporte de mármol, alza en su mano derecha un crucifijo, mientras que en la otra sostiene un violín. La cruz y el instrumento musical se conjugan de manera perfecta: la música que atare y calma a los salvajes permite luego catequizarlos. Adosado a la plataforma, un indio reducido, parado en puntas de pie, e incluso trepado a un pequeño peldaño se esfuerza por besar las sandalias del santo varón ubicadas a la altura de su rostro. Una de las manos del indígena se aferra al pedestal ayudándose en su intento besador, en tanto que la otra mano sostiene hacia abajo una maza en clara señal de sometimiento. Ya no combate. Pero el indio no está solo. En el otro lateral de la obra que glorifica a Francisco Solano “Patrono de América” se encuentra en cuclillas su mujer pudorosamente vestida amamantando al niño de ambos. El escultor contratado por la curia crea un receptáculo adecuado e interpreta fielmente el mensaje a transmitir. El mármol habla con su pesada y maciza voz de dureza que le otorga a la obra el carácter de “petricidad” como alguna vez señaló Henry Moore para casos similares con su expresión hierática, el santo aparece en toda su potestad mientras el indio exhibe el estereotipado tocado de plumas, en tanto que la mujer queda relegada a la tarea doméstica que le compete de acuerdo a su sexo. Las distintas escenas que componen el conjunto funcionan como ensambles espacio-temporales de un relato uniforme que persigue la reproducción de una sociedad estratificada. Solano con gesto severo propio de un exorcisador alza la cruz poniendo freno a la deriva idolátrica y logra con su violín amansar a los bravos indígenas que no solo deponen las armas, como lo demuestra la posición del hacha, sino que el sometimiento llega a un punto extremo al besar los pies del fraile. Por su parte, la presencia de una única mujer prueba que dejó atrás la poligamia y plasma el modelo de la familia monogámica que impone una ideología que busca concentrar el capital en pocas manos. El conjunto escultórico muestra una sociedad organizada y clasificada en la que a cada uno le corresponde un rol determinado. Ese indio reducido, destinado a hacer producir al encomendero, representa lo que requiere una sociedad semifeudal como la santiagueña de 1910: brazos de trabajo sometidos, prácticamente siervos de la gleba. Pocos días antes de la inauguración del templete, un diario local se jactaba con estos términos: “respecto a la importancia artística de la obra a inaugurar, pocas ciudades del interior podrán ostentar un monumento más bello y de concepción más feliz que el inspirado al escultor Blay” (El Liberal, 10/07/1911: 5).
Hoy la obra que el 25 de junio de 1942 fue declarada monumento nacional (decreto 123.529) es eje de ciertas controversias en la ciudad, como lo pude constatar personalmente. De hecho, una autora local, que en 2014 compila un trabajo en el que rescata las actas de la Comisión de Homenaje Pro Monumento a Solano, formula una cuestión atinada “cuanto de todo esto aún persiste inscripto en prácticas cotidianas, en acceso a lugares de decisión, en asignación de roles dentro del proyecto comunitario y del Estado (…) cumpliendo ese mandato paterno y civilizador que los excluye” (Rossi, 2014: 64). Estos últimos años parte de la sociedad se ha manifestado sobre la ofensiva actitud que presenta al indígena besando los pies de Solano. Una postura inadmisible. Sin embargo, desde el convento franciscano sostienen una visión muy diferente del asunto. Hace más de una década interpelé a uno de los sacerdotes diciéndole: “Padre, mire lo que tienen ustedes allá afuera…”. Sin ruborizarse y mirando a los ojos aseguró que yo estaba equivocado. De ninguna manera la obra de Blay y Fábregas expresa tal sometimiento, sino que el indio brinda una muestra de respeto a la tierra, sus labios no se posan en el cuero gastado de las sandalias del fraile, sino que “besa a la Pachamama en actitud de agradecimiento”. Ruego que el lector vuelva a observar la imagen con detenimiento. ¿Acaso la Madre Tierra tiene distintos niveles? ¿Una cota superior donde se apoyan los pies del fraile y un horizonte inferior donde está des-ubicado el indio y su mujer? Nada más absurdo. La construcción es concluyente desde la misma elección de los materiales. El santo en el afamado mármol de la cantera de Carrara y la pareja indígena en algo más usual como bronce. El religioso está en lo alto, abajo el indígena que en puntas de pie trata de alcanzar con sus labios los pies del franciscano. Se trata de mojones del poder que jamás se cansan en confiscar sueños y tergiversar verdades mientras siembran un letargo de inmovilidad que remite a un statu quo invariable.
La extrema sumisión representada por el monumento del indio genuflexo ante el fraile victorioso expresa una discriminación que tiene bien poco y nada de subliminal y que nos remite sin demasiados ambages a la eterna dialéctica del amo y el esclavo que sigue enquistada en el imaginario provincial. Por ese motivo cuando comienzo mis seminarios afirmo que nada es más peligroso que una estatua en su aparente inmovilidad. Eso debe quedar claro. La estatua no cesa de decir, de responder, de taladrar los ojos o incluso de parafrasear otras obras citando motivos casi textualmente hasta convertirlos en estereotipos convencionales. Por ejemplo, las representaciones de indígenas arrodillados a los pies de un religioso o un militar son más numerosas de lo que uno supone y se encuentran diseminadas en ambos lados del océano Atlántico. Podríamos decir que el indio besador del escultor Miguel Blay y Fábregas es un vecino de otros aborígenes que se encuentran en el imponente complejo monumental a Cristóbal Colón que se yergue en Barcelona, inaugurado en 1888. Tengamos presente que el catalán Blay y Fábregas vivía en dicha ciudad. Allí tenía su taller donde creó la obra que luego viaja a Santiago del Estero. Su besador es una cita explícita a uno de los grupos escultóricos de la base del homenaje al navegante. Con 57 metros de altura el monumento se impone a la percepción de quienes lo contemplan en la rambla de Barcelona. En la cúspide un Cristóbal Colón de bronce de siete metros extiende el brazo derecho y con el índice señala el lejano horizonte. El complejo escultórico posee una enorme base donde aparece una serie de cinco estatuas que superan los tres metros de altura. Se trata de alegorías que describen distintos momentos de la vida del almirante. Me interesan dos en particular. La primera es la representación del capitán Pedro de Margarit, creada por el artista Eduard Alentorn (1855-1920). Magarit actuó como el jefe militar del segundo viaje, a sus pies se encuentra un indio arrodillado en señal de sumisión. La otra obra que destaco, aún más interesante, corresponde a la representación del fraile Bernardo Boyl que también navegó junto a Colón. Boyl era un prominente clérigo de la Corte de Castilla y tenía expresa autorización del papado para erigir iglesias “y aplicar penitencias”. Se lo representa de pie, vestido con sotana y la tonsura capilar característica de los monjes. A sus pies, de rodillas, un indígena le besa la mano. Esta escultura de piedra caliza denominada Padre Boyl catequizando a un indio fue realizada por Manuel Fuxá (1850-1927). Miguel Blay, una generación menor que Fuxá, frecuentaba su taller y lo admiraba. Su obra sobre Solano, una cita sobre el tema, lo prueba y demuestra además el rol prominente desempeñado por los hombres de la Iglesia y el inadmisible papel que le corresponde al indígena. Por último, resulta curiosa la cerrada defensa que realizan algunos santiagueños del monumento, ya que es conocido el episodio de Solano cuando al abandonar la ciudad sacudió sus sandalias contra un árbol mientras sentenciaba: “de Santiago ni el polvo me llevo”.
Quienes me previnieron en aquella cena santiagueña hace ya tantos años sobre lo ofensivo que resultaba el homenaje al santo no exageraron un ápice. Realmente golpea la vista e impone una impronta siniestra que ofende la dignidad de las comunidades originarias, a las que expone en una actitud de patética asimetría servil. Dicha obra modélica es depositaria de un marco ideológico de adoctrinamiento al que logra sintetizar como pocos exponentes. Si bien en 1910 aún soplaban tales paradigmas, un siglo después las cosas han cambiado pero la estatua de Solano que parece haber salido de una cantera medieval sigue allí, incólume, orgullosa, indiferente a los cuestionamientos, demostrando quién manda y quién debe obedecer por secula seculorum.
Futuro de ausencias
Para ilustrar aquello que alguna vez fue la extensa región de la Tucumanía y que hoy conocemos como el NOA, voy a detenerme en una serie