Marcelo Luján

La claridad


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Un instante difícil de medir porque a veces el tiempo no trascurre: se congela. Quién pudiera explicar esos extraños momentos en donde el tiempo de los relojes desaparece y solo vive y existe en la intensidad de las acciones.

      Ninguna de las dos supo, cuando les habría valido, que estaban a un kilómetro escaso de la carretera. Ni que de seguir en la misma dirección en la que venían antes de detenerse para observar la casa abandonada, habrían dado inevitablemente con ella, después de pasar la curva que sí ven, que siempre tuvieron presente, allá a lo lejos, donde se pierde la vista.

      Marta se acerca al aligustre. No quiere hablar con la otra pero la carcome una certeza. Dice:

      –Qué, ¿tienes cobertura?

      Astrid levanta la cabeza. Asiente.

      Y después dice:

      –Thomas viene. No sé tiempo.

      Y dice:

      –Esperar. Aquí.

      –¿Le has mandado la ubicación?

      –Sí, ubicación.

      Marta no dice nada. Tal vez haya pensado Pues ya está. Y también: A joderse y a esperar aquí plantada como una subnormal. O mejor: Por la princesita rubia sí que movéis el culo, cabrones. Sin apoyarse en el aligustre, de espaldas al bosque de abedules, se queda observando la casa. El porche y las ventanas clausuradas con maderas, la hierba alta que recorta la imagen por debajo y las montañas que aparecen entre el tejado y el cielo del valle. Cerca, la piscina: inmensa, los azulejos rotos, una lona rota y medio hundida en el agua podrida y verde. Desde donde está, no puede ver la entrada principal de la parcela, ni el cobertizo ni los cerezos que están en flor en esta época del año. Ahora y desde donde está, no puede ver nada de eso pero dentro de un rato sí: dentro de un rato ambas verán las flores blancas de los cerezos y las maderas oscuras del cobertizo y entre esas visiones sentirán como si el cielo del valle desapareciera de pronto. Sobre todo Astrid.

      Marta observa la casa, el abandono, el silencio, la quietud. Sabe que solo resta esperar. Entonces dice:

      –Oye, tía: voy a mear.

      Y cruza toda la sombra: la del camino de tierra pero también la que disipa la hojarasca de la primera línea de abedules. Es la misma sombra que ya cubre la piscina y la casa. Pronto, el lento pero implacable manto del crepúsculo lo cubrirá todo.

      Desde donde está sentada, Astrid ve a la otra alejarse y enseguida desaparecer en el bosque.

      No tardará mucho en ponerse de pie, en colocarse los cascos, en sentir los primeros fríos del final de la tarde. Aunque antes sentirá otra cosa: sentirá la inmensidad más absoluta. Así. Y observará un marcado movimiento de las altas copas de los abedules, como si soplara el viento que en realidad no sopla. Y oirá, con la nitidez con que se oyen las acciones más reales, sacudirse la hierba alta que rodea la casa y la piscina. Y estará segura de que también escucha un chapoteo en el agua podrida y verde: un sonido cercano, del todo audible y desde luego inconfundible: el sonido del agua cuando es golpeada con fuerza. Entonces sí se pondrá de pie. Y se girará hacia la casa con el cable de los auriculares en las manos, todavía enrollado. Y nunca se lo dirá a nadie porque esas cosas nadie las cree nunca, pero jurará haber visto algo yendo en dirección a la casa. Una persona, jurará. Una persona que no iba andando sino en silla de ruedas. Nadie le creerá nunca pero jurará haber visto una melena y unos brazos jóvenes agitándose para avanzar entre la hierba alta. Todo ocurrirá en un instante, en un brevísimo destello bajo la luz cada vez más apagada de lo que todavía no es crepúsculo.

      Nada de lo que sucederá a partir de este momento debería suceder nunca. Porque nadie debería nunca decidir el daño ajeno. Ni siquiera cuando ese daño supone la salvación de su propio pellejo.

      Hace rasca, joder. Eso es lo que piensa Marta mientras se adentra lentamente en el bosque. Con cada árbol que deja atrás, mira por encima del hombro en dirección al camino de tierra y a la casa. Quiere estar segura de que la otra no pueda verla en cuclillas, con las mallas y la ropa interior bajadas. Por eso se sigue adentrando en el bosque. A ver cuándo viene el príncipe a rescatar a la princesita, piensa sin dejar de avanzar. Y también: Igual el guiri viene con Fran. Y también: Puto friki, se va a enterar por no cogerme el teléfono. Y además: Ya está bien de tratarme como a una mindundi, hombre, ya está bien. Todo eso piensa Marta ahora que se detiene junto al tronco de un abedul. Antes de empezar a bajarse las mallas negras, se gira y mira por última vez hacia el ya invisible camino de tierra. Entonces sí se baja las mallas hasta más allá de las pantorrillas. Después el tanga. Y después, con las manos apoyadas en los muslos, flexiona las rodillas. Más. Su mirada, de pronto, se queda clavada en un punto cualquiera del suelo. Enseguida siente el calor de la orina. Y el sonido que hace al salir de la uretra. También siente una suerte de alivio. Lo que no siente Marta son los pasos, el calzado haciendo crujir la hojarasca. Aun siendo seis los pies que se le aproximan por detrás, no los detecta ni los detectará hasta que sea demasiado tarde. Tres pares de zapatillas. Tres jóvenes que se acercan con sigilo. Los tres por detrás de ella y del tronco que mal le guarda la espalda. Ella todavía no lo sabe pero uno de los jóvenes lleva perilla y otro la cabeza afeitada y el que ejerce liderazgo lleva pendientes y parche. Ni sabe que los tres llevan, por supuesto, la misma voluntad y el mismo arrojo.

      El bosque y los hombres jóvenes la acechan.

      Eso tampoco lo sabe.

      Y en el preciso momento en que termina de orinar, cuando se ha medio incorporado y sus manos buscan el elástico del tanga, el de perilla la asalta y le tapa la boca y la aprisiona, también, con el otro brazo, y en la misma acción la arrastra hasta que consigue reducirla. Está desnuda de la cintura para abajo y sus mallas, a la altura de los tobillos, le impiden sacudir las piernas. Lo intenta. Se revuelve. Pero no lo consigue. Ya está en el suelo del bosque, con el de perilla encima de ella, sentado a horcajadas, mientras el calvo le sujeta los brazos por encima de la cabeza. Siente la fuerza y el peso y la impotencia. Está, en efecto, inmovilizada y desde luego aterrorizada y por qué no avergonzada. Y por qué no indefensa. No se fija en la perilla que recorta los labios y la barbilla del joven porque nadie se fija en esas cosas cuando la desesperación y el miedo estrangulan. Solo perdura el recuerdo de una voz diciendo Que dejes ya de chillar, hostias. Es verdad que Marta nunca dejó de pedir auxilio con toda su energía. Pero la mano que le tapa la boca trasforma sus gritos y sus súplicas y su energía en unos sonidos apagados, acaso secos, y del todo inútiles. El de perilla, siempre a horcajadas, siempre enmudeciéndola, le sube un poco la sudadera y la camiseta y le arranca el sujetador. Los pechos de Marta parecen derretirse hacia los lados. El calvo, sin soltarle los brazos, dice:

      –Joder, tío. Qué asco de gorda.

      Y el de perilla dice:

      –Mejor. Verás como tiene el coño apretado.

      Y dice, acercando su frente a la frente de Marta. Los ojos contra los ojos y su nariz y su aliento:

      –A que tienes la rajita cerrada porque no te folla ni dios.

      Y ríe. La risa extendida encima de su mano. De esa mano que tapa la boca de Marta.

      El calvo también ríe. Y después o mientras tanto, habla:

      –Da un poco de grima, colega –dice.

      De vez en cuando Marta consigue ver el cielo del valle, cada vez más apagado. Y las copas altísimas de los abedules.

      El de perilla baja la mano y escora un poco el cuerpo. Continúa tapándole la boca con fuerza. Continúa mirándola desde muy cerca. Y continúa bajando la mano. Sus dedos enseguida encuentran la vulva. Son las yemas de casi todos los dedos las que reconocen pero son solo dos los que entran.

      Así.

      Marta comienza a llorar.

      Está de cara al cielo del valle, casi siempre oculto. Y la gravedad hará ahora con sus lágrimas lo mismo que hizo antes con sus pechos.

      Todavía no sabe que tendrá una oportunidad para librarse porque esas cosas nunca se saben ni tranquilizan a tiempo.

      El