imágenes de lo mundano, pero con el añadido del filtro tecnológico: la neutralidad de la mirada mecánica de la cámara 9 eyes de Google lo vuelve todo aún más siniestro e inquietante.
Podemos decir que Debray no tiene en cuenta estas funciones ni tampoco otros usos de las imágenes que no sean los de la economía y el juego. Su perspectiva es lúcida, pero también apocalíptica, ya que se preocupa más por los aspectos materiales y formales de las imágenes que por sus usos sociales y semánticos. ¿Y dónde queda la imagen de la obra de arte en dicho contexto omnirreproductivo? ¿Y el arte creador «que transforma en poder la existencia, en soberanía la subordinación y en poder vital la muerte»?6 Allí donde había invocación, ahora a menudo solo queda la mirada distraída y bulímica de los turistas o la mirada gélida de la economía. El núcleo del debate, así pues, no recae tanto en la naturaleza de las imágenes, sino en qué miramos y cómo lo hacemos, incluyendo en él la dicotomía existente entre mirar o no mirar.
Si este ensayo puede aportar alguna luz es, precisamente, para subrayar los peligros de la imagen puesta al servicio de la economía y del juego, y para adentrarse en otros usos vinculados a la resistencia y a la memoria individual y, sobre todo, colectiva. En una civilización après le mot, las imágenes no pueden abordarse como un todo, sino que tienen que ser contempladas en función de los ámbitos por donde circulan y de sus usos, tanto aquellos preconfigurados por el autor como aquellos dispuestos por el receptor. Y estos usos no siempre son los que esperamos: la obra de arte, o cualquier imagen que se convierta en una herramienta de interpretación del mundo, no siempre está allí donde la buscamos, escondida detrás de una vitrina, de una página de la prensa o de una colección ancestral. El arte, y en general toda creación, posee el don de transportarnos a lugares inesperados donde no se nos espera.
Más allá de su naturaleza material, de la autoría y del contexto, podemos decir que la imagen es hermana de la maravilla, porque nos hace viajar hacia delante, e hija de la nostalgia, porque también nos hace viajar hacia atrás. Ambas relaciones nacen de su capacidad de seducción, de convertirse, más que en una referencia o descripción del mundo, en un síntoma. El régimen visual tiende a funcionar como liturgia de manera más inmediata que el régimen textual; es un secreto que, a diferencia del texto escrito, se comparte y se extiende rápidamente entre la comunidad. La imagen convierte los ojos en una vía de conocimiento, pero también de estulticia, ya que esta fascinación puede llegar a ser anómica, asignificativa y amoral. Las imágenes pueden anular nuestra capacidad de hablar de las cosas, de darles significado o un valor ético y moral. Es como si nos encontráramos frente al grabado de William Hogarth The battle of pictures (1743), en el que se puede ver cómo las imágenes se emancipan del estudio del artista.
William Hogarth, Batalla de las imágenes (1743).
Hoy en día parece que las imágenes se hayan emancipado de la realidad en una especie de inconsciente técnico que se suma al inconsciente óptico descrito por Benjamin. Esto nos obliga a aprender a mirarlas, a elaborar una metamirada que nos permita reconstruir la clave de su fascinación para elaborar un discurso inteligible sobre el mundo.
NO DISTINGUIR ENTRE EL CINE Y LA VIDA: LE TIEMPO CRONOSCÓPICO
El espejo negro de la industria cultural
Las imágenes que son producidas desde la mera función económica colocan en una armonía sospechosa los distintos espacios por donde circulan. Estos espacios comparten funcionalidades y son proclives a las masas o a las nuevas multitudes. Hablamos de las iglesias y las catedrales, de los museos, de los grandes centros comerciales y de las salas de cine de entretenimiento. Son los nuevos templos en los que la taquilla ha sustituido al platillo que se pasa en misa. Esta mirada económica sobre las imágenes se ve reforzada por el hecho de que su autoría, y por lo tanto su autoridad, reside en una marca o empresa y encuentra su zona de confort en los medios de comunicación, el mercado y la publicidad. Sin embargo, como la mirada de la empresa que produce las imágenes es económica, la imagen volverá a su función mágica porque la economía del ocio, entendida como una nueva religión, necesita más consumidores, nuevos adeptos, nuevos feligreses. Ya en el primer tercio del siglo XX, una película clásica como la francesa Au Bonheur des Dames (1929), dirigida por Julien Duvivier, pretendía que las Galerías Lafayette fueran, a los ojos de la protagonista inocente, una nueva catedral; pero las Lafayette eran solo el síntoma. Tanto las galerías comerciales, con sus escaparates refulgentes, como las películas, se construían para fascinar al paseante, al flâneur, que era convocado por medio de la puesta en juego de la mirada y el consumo.
Fotograma de la película Au Bonheur des Dames, de Julien Duvivier (1929).
Estos espacios de ensoñación estaban hechos para que no se distinguiera entre mercancía e ídolo, entre cine y vida. En este sentido, en 1944, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, dos notables representantes de la Escuela de Fráncfort, acuñaban el término «industria cultural» para advertirnos de que la cultura, basada en la tecnología reproductiva y la racionalidad técnica, serviría para satisfacer otras necesidades con productos estándares, y justificaban la racionalidad técnica por sí misma como una forma de dominio y, por lo tanto, de alienación social. Adorno y Horkheimer no hacían distinciones entre el valor de una película y el de un automóvil, ya que para ellos habían sido producidos en condiciones análogas, en fábricas parecidas y con finalidades similares.7
Uno de los intelectuales alemanes más interesantes de los años treinta, Siegfried Kracauer, en un texto de 1928, «Die kleinen Ladenmädchen gehen ins Kino» [Las pequeñas dependientas van al cine], observaba que las películas producidas por majors, que solo querían obtener beneficios cada vez mayores, eran un espejo de la sociedad del momento y un indicador de cómo dicha sociedad quería verse a sí misma. La mayoría de los espectadores del cine de los años veinte eran mujeres trabajadoras que deseaban ser como las protagonistas de aquellas películas burguesas. Este «querer colectivo» es una voluntad dirigida y condicionada, y tiene una estrecha relación con el modo en que la propia industria del entretenimiento configura una felicidad y una belleza a la carta dictada por la publicidad, que es la que pone el colofón final. El espejo en el que la sociedad se mira es siempre un «espejo negro», saturado de estereotipos y de expectativas comerciales. Los espectadores, al igual que los coros ditirámbicos de las tragedias, son aquellos que han sido transformados por el espectáculo, por aquello que han visto. Sin embargo, a diferencia del papel de la catarsis en la tragedia, en la sociedad del espectáculo no se quiere suprimir la individualidad en pro de la comunidad, sino reforzarla mediante una comunión que pasa por el lazo íntimo del individuo con el producto de consumo. Esta unión anula las especificidades individuales para fomentar una individualidad estereotipada, engullida por la propia masa de consumidores. Y todo esto, hoy en día, se ha reavivado con el marketing emocional o neuromarketing. Cuanto más personalizado es un producto, más íntima es dicha unión. Ya no nos venden cosas, sino experiencias emancipadoras: libertad, revoluciones, autosuficiencia… El marketing emocional es la mística del consumismo, pero una mística con una trascendencia temporal, ya que allí donde hay mercancías e interviene la economía, la magia desaparece a medio o largo plazo porque el producto de consumo debe renovarse constantemente. Y justo esta era la amenaza que veían en ello Adorno y Horkheimer, que el espectador acabara por no distinguir entre su vida personal y lo que había vivido en la pantalla. Para ellos, la starlet tenía que simbolizar la figura de la asalariada y tenía que transmitir su carácter exclusivo: «la perfecta similitud es la absoluta diferencia».8
Dicha «absoluta diferencia» de la starlet se ha ido perfeccionando y el discurso ha calado profundamente en el público. La gente copia modelos, pero quiere ser genuina, singular e incluso extravagante. De ahí viene que los cuerpos sean cada vez más objeto de nuevas ficciones o de recreaciones a partir de intervenciones como los tatuajes,