Nikolai Gogol

Alamas muertas


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los muertos...

      —¿Cómo? Perdone... es que estoy un poco sordo, creo haber oído una palabra muy extraña...

      —Tengo pensado comprar los muertos que figuren como vivos en la inspección –dijo Chichikov.

      En este punto, a Manilov se le cayó al suelo el chibuquí con la pipa y se quedó con la boca abierta los instantes que siguieron. Los dos amigos que habían estado razonando sobre los placeres de la vida en amistad se que­daron inmóviles con la mirada fija el uno en el otro, como en aquellos cuadros que en la antigüedad se colgaban uno frente a otro a ambos lados de un espejo. Finalmente, Manilov levantó la pipa con el chibuquí y miró desde abajo a la cara del otro, intentando descubrir no está claro si una risa burlona en sus labios o si acaso estaba bromeando; pero nada estaba claro, al contrario, la cara parecía incluso más seria de lo habitual; después pensó si el invitado no habría perdido el juicio de algún modo, de forma inopinada, y lo miró fijamente y con temor; pero los ojos del invitado estaban del todo despejados, no había en ellos el fuego salvaje y desasosegado que corre en los ojos del hombre demente; todo estaba como es debido y en orden. No imaginaba Manilov cómo ser con él ni qué hacer con él, ni podía imaginar ninguna otra cosa, cuando le salió de la boca, en un fino chorro de aire, el humo que le había quedado dentro.

      —Desearía, pues, saber si puede usted entregarme, cederme (o como usted lo crea más conveniente) a aquellos que no están vivos para la actividad sino, en cierto modo, vivos de forma legal.

      Pero Manilov se ofuscó y se desconcertó de tal modo que tan sólo le miraba.

      —Me da la sensación de que usted está un poco turbado... –observó Chichikov.

      —¿Yo...? No, qué va –dijo Manilov–, pero no puedo entender... perdone... definitivamente no he podido recibir una formación tan brillante como la que, por así decirlo, se ve en todos sus movimientos... me falta el elevado arte de expresarme... Quizás aquí... en ésta, en la explicación dada por usted ahora... haya otra oculta... ¿Tal vez deseara usted expresarse así para embellecer el estilo?

      —No –señaló Chichikov–, no, yo entiendo la cosa tal cual es; es decir, se trata de aquellas almas que efectivamente han muerto.

      —Manilov se desconcertó del todo. Sentía que necesitaba hacer algo, plantear una pregunta, pero el diablo sabría qué pregunta. Concluyó por fin dejando salir de nuevo el humo, sólo que ya no por la boca sino por los agujeros de la nariz.

      —Pues, si no hay obstáculos, entonces con ayuda de Dios se podrá proceder a la redacción del acta notarial de compra –dijo Chichikov.

      —¿Cómo? ¿A la compra de almas muertas?

      —¡Ah, no! –dijo Chichikov–. Nosotros pondremos que están vivas, tal como aparece en efecto en el informe de la inspección. Tengo por costumbre no transgredir ninguna de las leyes civiles, aunque a causa de ello haya tenido mucho que aguantar en mi cargo, pues, perdóneme: el deber es para mí algo sagrado, y la ley... yo enmudezco ante la ley.

      Las últimas palabras le gustaron a Manilov, pero de ningún modo penetró no obstante en el sentido del propio asunto y, en lugar de una respuesta, se puso a aspirar su chibuquí con tanta fuerza que empezó a hacer un ruido ronco, como un fagot. Parecía como si quisiera extraer de él un juicio sobre aquella circunstancia inaudita; pero el chibuquí se limitó a hacer el ruido ronco, nada más.

      —¿Tiene usted quizás alguna duda?

      —¡Por favor, de ningún modo! No digo que tenga ninguna, es decir, ninguna puntualización crítica sobre usted. Pero permítame decirle si no será esto una empresa o para expresarlo... o por así decirlo aún mejor, un negocio... ¿no será acaso un negocio incompatible con los decretos civiles y con las perspectivas futuras de Rusia?

      Aquí Manilov, moviendo la cabeza, miró muy expresivamente a la cara de Chichikov, mostrando en todos los rasgos de su rostro y en sus apretados labios una expresión tan profunda como quizá no se hubiera visto en un rostro humano, a no ser en algún ministro de gran inteligencia y en el momento de tratar un asunto de suma complicación.

      Pero Chichikov dijo tan sólo que semejante empresa, o negocio, no dejaba de corresponder de ningún modo a los decretos civiles ni a las perspectivas de Rusia; y, no obstante, al momento, añadió que el fisco hasta sacaría provecho, pues recibiría la tasa legal.

      —¿Así lo cree usted...?

      —Yo creo que será bueno.

      —¡Hombre! Si es bueno, es otro asunto: yo no tengo nada en contra –dijo Manilov y se tranquilizó por completo.

      —Ahora hay que acordar el precio.

      —¿Cómo el precio? –dijo de nuevo Manilov y se detuvo–. ¿Es posible que crea usted que cogeré dinero por unas almas que, en cierto sentido, han acabado su existencia? Si usted tiene semejante, por decirlo de algún modo, deseo fantástico, por mi parte se los cedo a usted desinteresadamente y el acta notarial de compra correrá por cuenta mía.

      Sería un gran reproche a hacerle al historiador de los acontecimientos presentados si no aprovechara para decir que el deleite dominó al invitado después de estas palabras pronunciadas por Manilov. Por muy serio y juicioso que fuera, poco le faltó para dar hasta un pequeño salto de esos que suele dar el macho cabrío, que, como se sabe, sólo se dan en algunos arrebatos de alegría. Tanta fue la fuerza con la que se revolvió en el sillón que reventó la cubierta de lana que forraba el cojín; el propio Manilov lo miró con cierta confusión. Impulsado por la gratitud, refirió de inmediato tantos agradecimientos que aquél se desconcertó y se ruborizó por completo, hizo con la cabeza un gesto de negación y al final ya expresó que aquello, en esencia, no era nada, que él, precisamente, querría demostrar de algún modo la pasión del corazón, el magnetismo del alma, pero que lo de las almas muertas, de algún modo, era una completa tontería.

      Manilov estaba totalmente enternecido. Ambos amigos se apretaron la mano largo rato y largo rato se miraron a los ojos en silencio; en ellos, eran evidentes las lágrimas que les asomaban a los ojos. Manilov no quería de ningún modo soltar la mano de nuestro héroe y siguió apretándola con tanta vehemencia que aquél ya no sabía cómo liberarla. Finalmente, habiéndola retirado poco a poco, dijo que no estaría mal ejecutar el acta notarial de compra cuanto antes, y que estaría bien si él mismo se pasase por la ciudad. Después cogió el sombrero y le dio las gracias con una inclinación.

      —¿Cómo? ¿Ya quiere usted marcharse? –dijo Manilov, despertándose de repente y casi asustándose.

      En ese instante, entró en el despacho la Manilova.

      —Lisanka –dijo Manilov con el semblante un poco triste–, ¡Pavel Ivanovich nos deja!

      —Eso es porque lo hemos aburrido a Pavel Ivanovich –respondió la Manilova.

      —¡Señora! ¡Aquí! –dijo Chichikov– ¡Éste es el lugar! –en eso, puso la mano en el corazón– ¡Sí, aquí está el agrado del rato pasado con ustedes! Y créanme que no habría para mí una dicha mayor que vivir con ustedes, si no en la misma casa, sí, al menos, en la vecindad más próxima.

      —¡Ah, sabe, Pavel Ivanovich –dijo Manilov, al que le había gustado mucho esa idea–, qué bueno