momento jefes de la guardia de hierro del PP, ante la aparente indiferencia de Mariano Rajoy, seguramente preocupado por lo que le esperaba si volvía a ser derrotado en las legislativas del 2008[7].
La aznaridad no se detuvo con la derrota electoral de su delfín Mariano Rajoy en 2004, un hombre que de parco y gris fue elegido como sucesor sin sombra, en un dedazo que pasará a la historia por un Aznar preñado de gloria diciendo a las salas de prensa, inanes por docilidad, lo que tocaba o no tocaba mientras acariciaba un cuaderno que tomó cierta relevancia por algunos meses.
La aznaridad, el gran proyecto de restauración franquista, continuó en todo el proceso posterior a los atentados, donde El Mundo de Pedro J. Ramírez y La Mañana, de la Cadena Cope, de Federico Jiménez Losantos se apuntaron a las teorías de la conspiración, cada vez más demenciales, ejerciendo no solo de oposición real al presidente Zapatero, sino también al propio Mariano Rajoy, que sabía que sus posturas moderadas, sin una victoria en 2008, le costarían el puesto.
Así, la derecha social se encontró en las calles por primera vez en democracia. Algunos con un lejanísimo recuerdo de concentraciones, a mediados de los ochenta, contra la ley del Aborto, bajo el manto, santo hoy, de Teresa de Calcuta. Otros ocultando el recuerdo de las bandas ultras que pretendieron mantener la dictadura a base de cadenazos, tiros y bombas. La década de los dos mil presenció manifestaciones en contra del matrimonio homosexual, en contra de la negociación con ETA e incluso en contra, nunca se supo bien, si del PSOE, la judicatura, la policía o los servicios secretos, a raíz de la conspiranoia en torno al 11M, cuyo único objetivo fue exonerar a Aznar de la desastrosa gestión del atentado. La semilla del populismo ultra de 2020 comienza con los Peones Negros, un grupo creado en foros de internet, con la conspiranoia como combustible y la bandera de la «rebeldía ante los secretos del poder». Tan solo una argucia ultra para atrapar a incautos anfentaminados de Expediente X.
Pero donde el PP de Rajoy puso toda la carne en el asador fue contra el nuevo Estatut catalán, con la excusa de que el término nación aparecía en el preámbulo del mismo, algo que tenía una enorme carga simbólica pero ninguna consecuencia legal. Además de las manifestaciones, recogió cuatro millones de firmas mientras el texto legal seguía su curso. Rajoy podía mandar, como hemos visto, a que Piqué negociara con Sevilla, pero miraba de reojo la guadaña de Esperanza Aguirre, que esperaba ansiosa su oportunidad de continuar el legado aznarista.
¿Y la izquierda más allá del PSOE? Mientras que el Partido Comunista fue uno de los máximos impulsores de las manifestaciones contra la Guerra de Irak, en una extraña repetición disminuida de los acontecimientos históricos de la transición, quien más había hecho contra Aznar casi desaparece del Parlamento quedando como único diputado de Izquierda Unida –IU–, Gaspar Llamazares. Un hombre cuyo mandato al frente de IU siempre estuvo salpicado por la oposición interna, que le veía demasiado moderado, pero que quizá adelantó parte de las líneas del progresismo que ocupa este libro, ampliando sujetos y campos de acción, pero también abriendo la puerta a una atomización creciente. La coalición de izquierdas añadió al rojo el verde y el violeta, algo que la había caracterizado desde el principio, pero que se hizo más patente en esta etapa.
Eran tiempos donde alcaldes de Izquierda Unida como Manuel Fuentes hicieron frente en pueblos como Seseña al desmesurado modelo del milagro económico español iniciado por Rodrigo Rato y continuado por Pedro Solbes, y que se reducía a personajes atrabiliarios como Francisco Hernando, «Paco el Pocero», invirtiendo en un ladrillazo tan opíparo como desmesurado. Casi nadie, ni siquiera los propios vecinos de las localidades que se metían de lleno en la espiral especuladora, se oponía ni entendía el proceso de envenenamiento al que estaba siendo sometida nuestra economía. En aquel momento, aunque el dinero se lo llevaban unos pocos, a menudo además con ilegalidades recalificadoras de por medio, las voluntades se compraban con suntuosos polideportivos, piscinas cubiertas o museos de arte moderno. España era una fiesta, España quería caña.
Daba igual que casos como el de Fórum-Afinsa o la Operación Malaya nos alertaran de que el modelo especulativo-corrupto no podía traer nada bueno para nuestro futuro. Con hipotecas y créditos entregándose como caramelos, la clase trabajadora española pensó que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran antiguallas que entregar a cambio de coches de alta gama, casas unifamiliares adosadas y viajes al Caribe en la luna de miel. Un despropósito colectivo donde, además, la ola migratoria de la Latinoamérica azotada en los noventa por el Fondo Monetario Internacional –FMI– hacía los trabajos de servicios peor pagados. Un momento moralmente infame en el que colaboró desde el español más acaudalado hasta el más miserable. Algo que debería pesar en la conciencia nacional mucho más que la bandera o el gol de Iniesta.
Unos pocos activistas tomaron relevancia con la lucha por una vivienda digna, convocando diferentes manifestaciones el 14 de mayo de 2006, en lo que fue el primer acto de relevancia de una izquierda social que quedó en impasse, atrapada entre el talante de Rodríguez Zapatero y el enconamiento de la derecha. Aquellas manifestaciones, provocadas por la carestía de un bien básico como la vivienda, consecuencia directa de haber convertido las casas en moneda especulativa, tuvieron una enorme importancia potencial. Supusieron un cambio del modelo de la protesta, anticipado por la antiglobalización. No estaban detrás ni los sindicatos, ni Izquierda Unida, ni siquiera toda la pléyade de grupos comunistas, trotskistas y anarquistas que aún boqueaban en ese tiempo, sino un movimiento distribuido, animado desde foros de internet y coordinado o dirigido, elijan la opción que menos les disguste, por activistas que habían formado parte del autonomismo. Ada Colau fue una de aquellas activistas.
El pasado nunca es pasado, que diría Faulkner. Que la exhumación de Franco del Valle de los Caídos fuera uno de los principales temas de la última campaña electoral de 2019 fue posible, entre otras cosas, por la Ley de Memoria Histórica que el Gobierno Zapatero consiguió aprobar a finales de octubre de 2007. Una ley que no solo otorgó reparaciones y ayudas para las víctimas del franquismo y sus familiares, sino que fue la consecución política de un arduo esfuerzo por parte de organizaciones de represaliados que consiguieron crear el clima social favorable para que dicha ley saliera adelante. En un despacho de abogados de la madrileña plaza de Santa Bárbara, a finales del año 2000, un grupo en el que se encontraba algún antiguo senador socialista, antiguos afiliados al Partido Comunista de España –PCE– y el profesor Ángel Sánchez-Gijón, no podía imaginar que apenas siete años después parte de sus esfuerzos se verían impresos en el BOE. Un chaval veinteañero asistió a alguna de aquellas reuniones, en ese tiempo personal en que se contempla todo con una justa reverencia y grandes dosis de entusiasmo.
En el año 2007 tres acontecimientos marcarán nuestro futuro. En julio, el Pentágono recibe el primer ciberataque del que se tiene noticia pública por parte de un organismo de la defensa estadounidense. Algo, la guerra cibernética, que es hoy ya moneda de uso común en los conflictos mundiales. Rusia, en agosto, planta su bandera en la cordillera Lomonósov, una elevación subacuática, hoy bajo los cada vez más menguantes hielos polares, que en los próximos años será una zona esencial para el comercio y la extracción de hidrocarburos. Las guerras árticas que se citan en películas como Ad Astra pusieron su primera piedra en el inicio del siglo. La gripe aviar, el virus H5N1, en 2005, rescató la palabra pandemia del diccionario. La gripe A, el H1N1, entre 2009 y 2010, mató a 18.000 personas en todo el mundo ocupando algunos artículos que nos alertaban sobre el problema de los virus y el transporte aéreo. Diez años después nos hemos topado con que las consecuencias de las amenazas víricas podían ser peores, pero no desde luego inéditas. En las últimas páginas de este libro verán la relación entre la tardía respuesta de las autoridades y este momento en que, según algunos, las medidas de control fueron exageradas con respecto a las consecuencias.
Zapatero volverá a ganar con comodidad las elecciones del 9 marzo de 2008, las últimas en las que ETA irrumpió en la campaña electoral asesinando a Isaías Carrasco, las de la segunda derrota de Rajoy, las de los artistas de la «zeja». Pero el mundo ya había cambiado y el talante que había caracterizado su carisma político no iba a ser suficiente. Con la economía mundial dirigiéndose ya sin frenos hacia la catástrofe, la última alegría que vivirá el país vendrá ese verano de mano de los deportes, con