de que la Ética se construye como rechazo explícito y tajante del residuo de ininteligibilidad que Descartes ha mantenido y reforzado al construir su filosofía, pues esta se vertebra en torno a un voluntarismo —a un voluntarismo creacionista— que quizás sea lo que le ha dado el brillo con que ha deslumbrado a la cultura de los siglos XVII y XVIII. Dicho brevemente, la arrolladora hegemonía de la metafísica cartesiana durante la época moderna tal vez se deba a su potencia para sustentar, ligándolo a una tópica nueva y dotándolo de una lógica capaz de redefinirla y reordenarla, un voluntarismo del todo coherente con la imagen del mundo común en su época; o, dicho de otra manera, la filosofía de Descartes ha sido la expresión filosóficamente sistematizada de la imagen de Dios, del mundo y del hombre que su siglo, y sobre todo su inmediato porvenir, tendrán por evidente.
Desde su concepción de la naturaleza de Dios hasta la determinación de las relaciones que entre sí mantienen alma y cuerpo, pasando por su teoría de la verdad, las ideas y el juicio, o por su consideración de la libertad de la voluntad y, en consecuencia, del especial estatuto de ese ente intermedio entre Dios y la nada que es el hombre y cuya existencia, además de ser continuamente creada, definiría un verdadero imperio —el de la libertad y, consiguientemente, la moral— dentro de otro imperio —el de la necesidad natural a que se halla sometida la máquina a que en su física queda reducido todo cuerpo, también el humano—, la filosofía de Descartes es expresión de un racionalismo al que le pueden ser puestas algunas objeciones. Y Spinoza le pone muchas, empezando con una crítica radical del primer principio del que deben seguirse todos los demás: Dios o la sustancia en sentido propio. La reflexión cartesiana habría asumido de una manera demasiado escolástica una lógica de la analogía y sobre todo de la equivocidad23 que le habría llevado a postular la irresoluble ininteligibilidad del principio del ser de todas las cosas. Por ello se puede sostener —y esta tesis constituye, como se lee en su primera carta conservada, el motor de la filosofía del autor de la Ética— que el gran proyecto filosófico de Descartes se ha saldado con un rotundo fracaso.
Efectivamente, en su empeño por fundamentar la nueva ciencia, este ha afirmado la incomprensibilidad24 de esa sustancia en sentido propio de la que depende el ser de todo lo que es, incluidas las verdades eternas, esto es, la racionalidad natural misma. Descartes, así, se habría visto arrastrado a recorrer una vía de arracionalidad25 que atraviesa la práctica totalidad de los tópicos que dan cuerpo a su sistema. La potencia de Dios solo puede ser cartesianamente pensada como algo externo, trascendente a aquello sobre lo que se ejerce; es decir, a todo lo que es, a todo lo que crea, incluida esa racionalidad natural cuyo buen funcionamiento está produciendo la nueva ciencia que tanto debe al genio de Descartes. Y por ello la potencia de Dios es concebida en su filosofía como una voluntad absoluta, indeterminada e indeterminable. Partiendo de este postulado construirá la tópica de su metafísica, lo cual significa que, con el hilo del voluntarismo, ata a su sistema el exterior de la necesidad. Descartes habría construido el edificio entero de su filosofía partiendo de la fundamentación explícita de que hay ciertas zonas de lo real completamente ajenas a la necesidad racional y natural; y esas zonas son, muy precisamente, algunas de las que se ocupa su filosofía, conformando con ello la herencia que recibirá la gran cultura moderna posterior.
La constatación y denuncia de este fracaso es la semilla de la filosofía de Spinoza, que crece como un necesitarismo o un racionalismo absoluto26. En primer lugar, porque en ella es rechazada toda consideración equívoca y analógica de los conceptos, lo que lleva a nuestro autor a redefinir las categorías con que levanta su sistema —a redefinir, en la primera parte de la Ética, las nociones de sustancia, atributo y modificación— y a organizarlas manteniéndose fiel, con todo rigor, a la lógica de la univocidad.
Es esta recusación lo que explica las ecuaciones conceptuales —elaboradas en la primera parte de la Ética, siendo las otras cuatro como las consecuencias de esta especie de metafísica general en que consiste el De Deo— que definen el núcleo de la ontología spinozana. En la Sustancia (en Dios), esencia, existencia y potencia productiva quedan estrictamente identificadas, de manera que la Sustancia (Dios), lejos de crear todo lo que es, lo produce en y desde sí misma: es causa sui exactamente en el mismo sentido en que es causa de todas sus modificaciones —de todas sus criaturas, por decirlo a la manera cartesiana—. Sostener, entonces, que Dios es causa de sí mismo es afirmar que es causa inmanente de todo lo que es, lo cual es, a su vez, sostener que Dios se produce a sí mismo produciendo todas sus modificaciones. Y esto equivale a su completa naturalización. Dios, potencia productiva y causalidad natural y racional o formal son términos sinónimos, de modo que la consistencia de las cosas finitas queda cifrada en una legalidad absolutamente inteligible y asignable que necesaria, eterna, inmutablemente gobierna el mundo y por tanto a las cosas mismas. La necesidad natural y racional es la esencia misma de Dios, y por ello, porque Dios es la Sustancia única de todo lo que es y puede ser pensado, nada puede haber que le sea extraño o exterior, de hecho o de derecho. El Dios de Spinoza es una suerte de sintaxis que se expresa, se produce y se reproduce a sí misma en todo, y que lo hace según una necesidad absoluta, pues esta es su potencia misma —o sea, la esencia o naturaleza divina—, siendo todo lo demás modificación suya, finita o infinita. Lo mismo es decir Dios, que decir Sustancia, que decir Naturaleza; la identificación de realidad y racionalidad, la asimilación de la lógica del pensamiento a la lógica de la constitución de lo real, son absolutas en el spinozismo.
Partiendo de este principio, nuestro autor recorre en su Ética todos los tópicos que Descartes ha traído al centro de la plaza pública de la filosofía. Pero lo hace, como decía más arriba, y como no puede ser de otra manera, enmendando de arriba abajo muchos de ellos, o, peor aún, desechando como pseudoproblemas algunos otros27. Es decir, ofreciendo una solución totalmente extemporánea, intempestiva, a los debates y problemas a que ha hecho frente la metafísica cartesiana y, por extensión, la gran filosofía moderna. Así, propondrá una concepción de Dios en la que su acción no puede ser pensada como creación en virtud de una voluntad soberana, o en la que la extensión es uno de sus infinitos atributos. Y de ello extraerá las consecuencias más lógicas y a la vez más intempestivas: que el hombre no es un ser sustancial, sino una modificación finita de esa Sustancia necesariamente única cuya esencia o naturaleza es su propia potencia, y que por ello el hombre, como toda cosa singular existente en acto, es modificación finita de esa potencia, esto es, a la vez causa y efecto de otras cosas singulares (es, actúa y padece necesariamente dentro de la infinita red de determinaciones causales a que hemos de llamar Dios, Sustancia o Naturaleza). O que su alma (su mente, por emplear el término que Spinoza utiliza de manera consciente y sistemática) y su cuerpo son lo mismo aunque expresado de dos modos distintos; que la consideración de la voluntad (humana pero también divina) como una facultad capaz de determinarse a sí misma al margen de toda necesidad es una ficción debida a la ignorancia y que, por tanto, considerar la posibilidad misma de que el hombre constituya un imperio dentro de otro imperio no es pensar, sino delirar; que, consiguientemente, las categorías de la moral son otras tantas ficciones forjadas también por nuestra imaginación o por nuestro deseo unido a nuestra ignorancia de las causas que determinan nuestras acciones28; que el entendimiento y la voluntad tampoco son facultades de Dios y que, en consecuencia, carece de todo sentido asumir siquiera la posibilidad de una mediación entre este y los hombres, o contemplar la potencia divina como la sueña el sentido común moderno y también, claro, Descartes: como una suerte de poder regio29…
El spinozismo, definitivamente, no pertenece a su época30. O, dicho de otra manera, un racionalismo absoluto, una fundamentación completamente racional de la nueva ciencia, no parece haber sido posible —ni tampoco deseable, visto el inmediato porvenir del spinozismo— en la edad de la llamada nueva filosofía, en la gran época de la metafísica y de la indiscutible hegemonía de la consideración de la subjetividad, divina y humana, como algo sustancial y sobre todo libre, como res capaz de determinarse por y desde sí misma. Pues una fundamentación completamente racional, un racionalismo en verdad absoluto, conllevaría el fin de toda metafísica. El fin, consiguientemente, del universo intelectual, moral y político que ha forjado la gran cultura y la gran filosofía de esa Modernidad a la que ha