entusiasmo, dolor o tristeza. En muchas ocasiones, el odio a una determinada forma de cine, a una película o a un director se manifiesta con igual o más intensidad que el amor. El cinéfilo es un animal social impulsivo.
Si recuerdo mi propia experiencia de juventud, me doy cuenta de la complejidad emocional que acarreaba la cinefilia, lejos de mostrarse como una forma de amor puro e incondicional. Ser cinéfilo significaba muchas cosas. Significaba por ejemplo que si estaba en una fiesta y los demás empezaban a hablar de cine, yo me recostaba en el sofá y me quedaba en silencio, sonriendo con condescendencia ante los comentarios que hacían sobre las películas de moda, las actrices más afectadas de Hollywood o los últimos premios de Cannes. Pero también significaba que era mejor no hacerme hablar, porque entonces me lanzaba a una diatriba imparable y agresiva sobre la mediocridad de semejantes referencias. Puedo escucharme diciendo frases del tipo «eso no es cine», a propósito de una película que me molestaba especialmente y que alguien estaba elogiando, un poco encendido por los efectos del alcohol y de algo que había fumado. Me debatía entre un silencio avinagrado (muy distinto del silencio emocionado de Bazin a la salida de Paisà) y una cháchara fanfarrona de la que luego me avergonzaba. Era incapaz de alcanzar el punto medio que requiere cualquier intercambio razonable de ideas. Es del carácter adolescente de este desbordamiento emocional de lo que hablo cuando digo que, a medida que pasaban los años, me resultaba cada vez más difícil recuperar la emoción de aquella sesión de El río de Renoir.
El mío no era un caso aislado: a lo largo de la historia de la cinefilia es frecuente encontrar a cinéfilos que se expresan con frases rotundas como las que yo decía, afirmando que esto o lo otro, un modelo de producción, una tendencia plástica o un tipo de película no son cine. Las excusas son de lo más dispares: Martin Scorsese ha insistido recientemente en que las superproducciones de superhéroes no son cine, porque no tienen el sentido de revelación estética, emocional y espiritual de las películas que le convirtieron en cinéfilo, (7) pero si retrocedemos hasta los años treinta, podemos encontrar al actor Jean Gabin negándose a interpretar a militares en la pantalla con la excusa moralista de que la guerra no es cine. (8)
A veces este tipo de censura funciona como arma efectiva en las disputas intelectuales de la cinefilia. En 1946, con motivo del estreno de la película de Orson Welles en París, Jean-Paul Sartre escribió: «Ciudadano Kane no es cine» (9). Le reprochaba ser manierista y tener una estructura literaria, llena de flashbacks. «La película entera se sostiene en un concepto equivocado de lo que es el cine. Está narrada en pasado, y todos sabemos que el cine tiene que hablar en presente. El cine en pretérito es la antítesis del cine. Por lo tanto, Ciudadano Kane no es cine» (10). Esta crítica dio lugar a una interesante respuesta en la nueva cinefilia francesa de posguerra, que daba muestras de gran agitación. El joven André Bazin contraatacó en la revista Les Temps Modernes con un artículo en defensa de Orson Welles que convirtió Ciudadano Kane en uno de los grandes estandartes de la cinefilia moderna. (11)
Oponiéndose a la defensa de Sartre y de otros intelectuales de lo específicamente cinematográfico, Bazin defendió en adelante una noción «impura» del cine. A lo largo de su obra como crítico, manifestó un desinterés sintomático por las películas vanguardistas y experimentales, que buscaban formas cinematográficas puras. En cambio, se interesó por las adaptaciones literarias, pensó que el cine debía dejarse contaminar por la novela, por la pintura y por el teatro. Su defensa del «cine impuro» le llevó a creer que, precisamente, no son cine las películas que pretenden no ensuciarse de las otras artes. En un artículo de 1951 titulado «El teatro en ayuda del cine», se despachaba de esta forma con los críticos culturales de su época: «Decir que Les parents terribles de Jean Cocteau es una película excelente pero que no es cine porque sigue la puesta en escena teatral es de ignorante. Es precisamente por eso por lo que es cine. Es Topaze de Marcel Pagnol lo que no es cine justamente porque ya no es teatro» (12).
Las ideas de Bazin significaron, en palabras de Éric Rohmer, una «revolución copernicana» (13) en el pensamiento cinematográfico, cuya síntesis se recoge en una obra titulada precisamente ¿Qué es el cine?; aunque Bazin no da una respuesta clara a la pregunta, y mientras leemos el libro tenemos la sensación de que más bien trata de aproximarse a una definición negativa del cine. Quizás un título más acertado habría sido ¿Qué no es el cine?
Otros casos de censura cinéfila resultan más vulgares. En 1929, en la revista brasileña Cinearte, el periodista Pedro Lima desarrollaba una teoría clasista con las siguientes palabras: «El cine que enseña al débil a desafiar al fuerte, al sirviente a no respetar a su jefe, el cine que muestra caras poco higiénicas y barbudas, sucesos sórdidos y un extremado realismo no es cine», y procedía después a hacer una defensa de «las caras limpias, los héroes bien afeitados y con el pelo cepillado, ágiles, hombres de verdad», y las chicas «guapas, con un cuerpo bonito y cortes de pelo modernos, fotogénicas» (14).
La fórmula tuvo tanto éxito que también los espectadores menos especializados se atreven a utilizarla con frecuencia. Ya en 1950, precisamente en su introducción al libro de André Bazin sobre Orson Welles, Jean Cocteau se quejaba de que el leitmotiv «esto no es cine» se repitiera constantemente en revistas, en festivales, a la salida de las proyecciones, como una fiebre negacionista. (15) Si bien es cierto que suele utilizarse para denostar películas, en algunas ocasiones también puede resultar provechoso para legitimarlas. Como cuando en 2011 el director Jafar Panahi fue condenado en Irán a seis años de prisión y a veinte de inhabilitación para hacer películas. Mientras esperaba la ejecución de la condena rodó con medios mínimos y sin salir de su apartamento en Teherán una película que tituló Esto no es una película. En 1979, Francis Ford Coppola presentó en Cannes su película Apocalypse Now diciendo: «Mi película no es cine. Es el verdadero Vietnam» (16), y cuando el crítico Alexandre Astruc, muy dado a las metáforas literarias, se refería a las películas de Jean Renoir, las elogiaba diciendo: «Esto no es cine: es un desprendimiento constante de celuloide en el que algo ha quedado atrapado, impreso, meciéndose en el viento como las páginas usadas de un libro» (17).
La tendencia a la negación de la condición del verdadero cine no escatima en exageraciones. Ya en una época tan temprana como 1918, el escritor Max Jacob escribió: «El cine es posible pero todavía no existe» (18). Y quince años más tarde, en plena época de esplendor del cine clásico: «No pienso nada del cine, porque el cine no existe» (19). La negación total. Más adelante, este tipo de negación vivió un interesante resurgir a través de la idea de la muerte del cine, muy cara a los cinéfilos de nuestros días, que disfrutan adornando la pureza de su amor con tintes necrófilos. El cine ha muerto -piensan- y desde hace algunos años asistimos a su funeral. El tópico de la muerte del cine funciona como esos viejos memento mori que se encuentran en la tradición pictórica o literaria, símbolos que nos recuerdan que la vida es fugaz. Que debemos aprovecharla porque, aunque sigamos viviendo, será por poco tiempo. Ya en los años cincuenta, Orson Welles decía: «Creo en la muerte del cine. Solo hay que ver la energía desesperada con que se intenta reanimarlo: ayer, inventando el color, hoy inventando las tres dimensiones. No le doy más de cuarenta años» (20).
Al comienzo de la película de 1952 Aullidos en favor de Sade, de Guy Debord, que se componía de una sucesión de algo más de una hora de fotogramas blancos y negros, la voz en off se dirigía así a los espectadores: «No hay película. El cine ha muerto. Ya no puede haber películas. Si les parece pasemos al coloquio». Esta visión tremendista sigue presente en nuestros días. Gran parte de la cinefilia actual contempla el cine como el naufragio de lo que alguna vez fue un gran espectáculo que movía a las masas, con sus rituales y formas secretas de entender la vida. Algunos pesimistas como Víctor Erice ya hablan del cine en pasado: «Es muy posible que el cine haya sido el último capítulo de la historia del arte de un tipo de civilización indoeuropea. De lo que no hay duda es de que fue el gran arte popular del siglo XX. Su desaparición ha supuesto una pérdida capital» (21).
Por último, para darnos cuenta del alcance de este fenómeno, tenemos que retroceder hasta el comienzo de la andadura del cine, hasta la primera proyección del cinematógrafo de los hermanos Lumière en el Salon Indien del Grand Café, el 28 de diciembre de 1895. El mito cuenta cómo el futuro