Ana Alcolea

El brindis de Margarita


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de su casa. Era un niño entonces, pero como no había ni chocolate ni galletas entre los despojos del aparato, aquel libro se convirtió en un tesoro que le sirvió muchos años después para entender algunas, pocas, de las frases de aquellos libros que pasaban clandestinamente la frontera en las viejas maletas de cartón de los que habían tenido la desgracia, según mi madre, o la suerte, según mi padre, de haberse ido a la emigración.

      Pero mi madre seguía creyendo lo que le habían dicho las monjas. Las palabras de aquellas mujeres en los años de escuela seguían influyendo en ella más que las de mi abuela o las de mi padre. Ella sí estaba convencida de que vivía en el mejor país del mundo, aunque no pudiera comer carne de ternera más que dos veces al mes, y la carne de cordero o la merluza fueran un lujo exclusivo de la Navidad. Aunque no hubiera votado jamás ni siquiera a un alcalde. Aunque la única fiesta para señoritas que había en la ciudad le hubiera estado vedada durante toda su vida. Aunque no tuviera derecho ni a abrir una cuenta corriente con su nombre, ni a tener un pasaporte individual. Aunque su marido hubiera estado a punto de morir de tifus porque no había medicinas para curarlo. Aunque su mejor amiga hubiera muerto de tuberculosis a los quince años porque la comida a la que podían acceder los trabajadores en la posguerra no tenía apenas proteínas ni vitaminas. Aunque se escribiera con señoritas de medio mundo que le contaban lo que hacían en sus respectivos tiempos libres, y que nada tenía que ver con la vida que llevaba ella: su amiga de California le mandaba fotos de sus fines de semana en Las Vegas. Su amiga filipina le hablaba de las fiestas en el club español en el que su padre tocaba el piano y daba conferencias. La amiga de Italia le contaba sus viajes a esquiar en el valle de Aosta y sus cruceros en un barco turco. Mujeres que habían trabajado o trabajaban como había hecho ella antes de casarse, de secretarias en diferentes compañías importantes. Aunque hasta el primer viaje a Italia, solo había viajado a Madrid de viaje de novios y a Pamplona a una boda, seguía pensando que «como en España, en ningún sitio», que era lo que rezaba la propaganda del régimen.

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      Sentada en la cama en la que dormían mis padres, me pregunto por qué mi madre y tantos otros opinaban que aquí se vivía mejor que en ningún sitio. ¿Por qué lo sigue pensando tanta gente? ¿Por qué también lo piensan los habitantes de otros países sobre los suyos? ¿Por qué todo el mundo cree que su vida es la mejor, aunque no lo sea? Tal vez todos necesitamos creer que nuestra vida es la mejor. Sería insoportable vivir pensando que todo podía haber sido de otra manera, y que nuestra vida es una mierda. Justificamos nuestra propia existencia para seguir viviendo dentro de unos parámetros: los que hemos creado nosotros y los que nos han creado las circunstancias. Mi madre no soportaba pensar que lo que tenía ella no era lo mejor, al igual que la mayoría de la gente no admite que no siempre tiene la razón. Nos comportamos como si tuviéramos la verdad en la mano y la pudiéramos lanzar a los demás como si fuera una piedra extraída de la mismísima caverna de Platón.

      En aquellos años, todo el mundo pensaba que tenía razón. Como ahora. Como antes de entonces. Los que incendiaban iglesias en nombre de sus ideas creían que era lo que tenían que hacer, y los que daban el paseo a los del otro bando también creían que era su deber para limpiar el país, o de fascistas, o de comunistas. ¡Cómo no iban a creerse que estaba bien lo que hacían! Si no lo hubieran creído, no habrían podido dormir ninguna noche después de su primer muerto. Hay algo en el ser humano que hace que tenga que creerse que le asiste la verdad. Por derecho divino o mundano, pero la verdad. Quizá sea parte del instinto de supervivencia de la especie humana.

      —Tan imperfectos somos que necesitamos creer en nuestra perfección —me sorprendo diciendo esta frase en voz alta mientras me levanto a dejar la funda de la urna encima del tocador.

      Vuelvo a contemplar las fotos del pasaporte del 64. Yo entonces era tan pequeña que apenas correteaba por el pasillo de casa. Pero sí recuerdo el vestido que luce mi madre en la fotografía del pasaporte, y su gesto de miedo, que siempre la acompañó. También recuerdo el viaje, el escuchar otro idioma en el que todo el mundo me hablaba y me decía bambina. Y la playa, y las ropas de colores, como las fotos que venían de allí. Y las casas también de colores, rosa y amarillo, con los postigos verdes. Todos los postigos verdes en todas las casas recién pintadas. Y el tren eléctrico que por fin se pudo comprar mi padre, aunque tenía ya treinta años. Y el largo viaje en tres trenes: uno hasta la frontera francesa. Otro desde Francia hasta Italia. Y otro desde Ventimiglia a nuestro destino. El tren. Las maletas de cartón que llevaba mi padre.

      —Me gustaría viajar sin maletas —decía papá antes de que alguien inventara las maletas con ruedas.

      Recuerdo el compartimento que olía a los pies desnudos y sucios de los que estaban ya dentro cuando llegamos nosotros. Y las ventanillas abiertas en la parte superior para que entrara aire. Aire y carbonilla negra que se me metía en los ojos, me hacía toser y me manchaba la ropa nueva que me había hecho mi madre para dar una buena impresión cuando llegáramos a Italia.

      He llegado ayer a la ciudad en uno de esos viejos trenes que paran en todas las pequeñas estaciones de pueblos cuyos nombres ni siquiera conozco. Hacía años que no viajaba en un tren lento y tenía ganas de hacerlo para este mi último viaje a mi primera casa. No quería llegar rápidamente, sino despacio, al mismo ritmo que tenía la vida entonces, cuando era niña y el tiempo pasaba lentamente.

      Desde sus ventanillas el mundo es muy diferente al de los AVE a los que estoy acostumbrada. ¿A los que estoy acostumbrada? Solo existen desde hace unos pocos años y nos montamos en ellos como si fueran parte inseparable de nuestra identidad. Parece que sean un símbolo de esta vida en alta velocidad que llevamos y en la que creemos como en un único y divino mandamiento. Ayer el paisaje pasaba despacio y casi podía contar los higos que colgaban de las higueras más próximas a la vía. No conté los puentes de hierro pintados de verde por los que pasaba el tren. Imagino que están ahí desde algún año del siglo XIX, que fue cuando se construyó la vía. A finales, en algún momento después de la Exposición Universal de París de 1889. Me gusta cuando el sonido que me llega desde las ruedas del convoy cambia por las vibraciones del hierro. Los puentes sortean los meandros del mismo río una y otra vez. Es un río que juega al escondite con el tren, que se desliza sobre su cauce de hierro.

      «Me gustaría viajar sin maletas». Resuena en mis oídos la frase de papá mientras contemplo la funda azul sobre el tocador.

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      También son de hierro las grapas que sujetan las fotos al pasaporte de mis padres. Lo introduzco en el archivador, al igual que he hecho con los otros. En el cajón también hay entradas de cine. Detrás, con la caligrafía de mi padre, los dígitos correspondientes a las fechas: 1970, 1971, 1972, 1973, 1974, 1975. Dos hombres y un destino, Love Story, El violinista en el tejado, Cabaret, Jesucristo Superstar. Solo de esta última hay tres entradas. Mis padres iban al cine una vez al año. A mi abuela no le gustaba quedarse conmigo.

      —Los hijos son para los padres —dijo la primera vez que me dejaron los míos con ella para ir al cine.

      Argumentaba que ella ya había criado a una hija sin ayuda, y que mi cuidado no le correspondía si la razón era tan mundana como que mis padres salieran al cine o a un restaurante. Por eso, la norma solo se rompía una vez al año y a regañadientes. Y lo hacía siempre para ver alguna de las películas americanas de las que todo el mundo hablaba. La de Newman y Redford le había gustado mucho a mi padre, a mi madre no, porque terminaba mal. Love Story había hecho llorar tanto a mi madre que se habían salido de la sala antes del final, que se presagiaba trágico. Por eso, a partir de ese año decidieron asistir a proyecciones de películas musicales: la del violinista les gustó porque mi madre era adicta a Topol, y Cabaret les pareció horrenda, sobre todo a mamá, porque se comían huevos crudos y encima la protagonista abortaba voluntariamente.

      —¿Cómo permiten cosas así en un cine al que acuden familias honradas? —le preguntó mamá aquella tarde al acomodador cuando salieron.

      —Señora, nadie la ha obligado a ver la película —le había contestado él, cosa que había molestado a mi madre, según se vislumbraba