era entonces, aquel señor de pelo blanco, bigote fino y voz de tiple afónica era una especie de abuelo universal, sustituto de los dos abuelos que no había tenido o, por mejor decir, que nunca había conocido o tratado.
A través de la televisión, aquel hombre en blanco y negro era el único abuelo que entraba en mi casa, y yo brindaba por su salud con el vino quinado que nos daban a los niños. Un vino de unos quince grados que supuestamente hacía que estuviéramos fuertes y sanos. A mis primos se lo daban con un huevo crudo batido dentro. A mí eso me daba mucho asco, así que lo bebía solo, en las celebraciones familiares para brindar, o los sábados y los domingos por la mañana, mientras los mayores estaban en la cocina.
Mis padres lo guardaban en la parte baja de la librería, debajo de las cartas que mi madre recibía de lugares del mundo tan exóticos como San Francisco y una ciudad que se llamaba Cebú y que estaba en las islas Filipinas. Esas mañanas sin colegio, cuando me quedaba sola en el cuarto de estar y oía todas las voces que llegaban desde la lejanía de la cocina, abría la botella y bebía un buen trago de aquel elixir dulce, el mismo con el que en las fiestas brindaba por la salud de aquel abuelo en gris, de quien los niños no sabíamos que era un dictador y que tenía a sus espaldas centenares de miles de muertos.
Y no lo sabíamos porque en las casas no se hablaba de ello.
—Las paredes oyen —solía decir mi madre. Y debía de ser verdad, porque cuando la abuela contaba alguna cosa sobre la guerra, lo hacía en voz muy baja, por si acaso.
Lo mismo ocurría cuando mi padre narraba el episodio en el que él y los demás chapistas del parque de coches oficiales donde trabajaba por las mañanas habían hecho una bandera republicana con los trapos de limpiar. Alguien había visto la bandera roja, amarilla y morada sobre una mesa del taller y había ido corriendo a contárselo al jefe, un general en la reserva que había hecho la guerra y conservaba restos de metralla en la garganta. El general había bajado inmediatamente con el ánimo de arrestar a los tres incautos, que no lo fueron tanto y que lo engañaron diciéndole que los trapos habían caído así, por casualidad, que ellos ni siquiera sabían que había otra bandera que no fuera la rojigualda. Las tres mujeres de la casa reíamos cada vez que papá contaba la historia y nos sentíamos orgullosas de él, que había sido capaz de burlar a la autoridad. Aunque, a decir verdad, yo entonces no sabía ni qué era la autoridad, ni qué era la bandera republicana, ni qué había sido la República. Solo sabía que había habido una guerra de la que casi nadie hablaba. Según parecía, entre las hermanas de mi abuela las había de los dos bandos: mis abuelos habían sido republicanos, pero la hermana pequeña de mi abuela, falangista. Tampoco sabía yo muy bien lo que quería decir aquella palabra. La había oído por primera vez en el colegio, en primero de primaria: a las monjas les gustaba hacer una batería de preguntas sobre cultura general. En la misma clase estábamos las niñas de primero y de segundo grado. Una de las preguntas en el primer día del curso fue: «¿Quién fue el fundador de la Falange?». Ninguna de las niñas de primero conocíamos la respuesta. Y tampoco sabíamos sobre qué estaban preguntando. Solo una de las niñas de segundo supo responder: «José Antonio Primo de Rivera». Le dieron una estampa de la Virgen por haber sido tan lista. Me aprendí el nombre de aquel señor para preguntarle a mi madre en cuanto saliera del cole.
2
Hace poco que ha comenzado a llover. Mi paraguas de nubes blancas sobre cielo azul me protege de la lluvia, pero no de mí misma ni del aire que respiro. La calle con casas de ladrillo rojo me recibe como había hecho tantas veces cuando volvía del colegio, de la universidad, del parque. El mismo bar en la acera de enfrente, con otro nombre y con las mismas sillas de acero inoxidable. La misma peluquería con otras peluqueras. Las pequeñas manufacturas textiles desaparecieron tiempo atrás, y donde hubo una carnicería hay ahora un almacén en el que entran y salen hombres y mujeres con rasgos orientales cargados con cajas de cartón. El club de boxeo dejó paso a una tintorería. El taller mecánico donde trabajaba mi padre por las tardes, el mismo en el que pedía cigarrillos a escondidas un boxeador que llegó a ser campeón del mundo, es ahora una clínica dental, blanca y aséptica.
Llevo los pies mojados porque el agua ha empapado mis zapatillas de tela. Hace tiempo que ya no me calzo zapatos altos porque mis tobillos delgados me juegan malas pasadas, y hoy me he puesto unas deportivas viejas. No me voy a encontrar con nadie conocido. Solo con mis fantasmas.
Miro al balcón de la que fue mi casa durante más de veinte años. La pintura plateada de la barandilla ha perdido su brillo, y ya no hay macetas como cuando vivían mi madre y mi abuela. Desde la calle, los únicos vestigios del pasado son los visillos de ganchillo que había hecho mamá durante horas y horas vespertinas mientras escuchaba la radio en la mesa camilla del cuarto de estar.
Me cuesta decidirme a entrar en la casa. Si alguien me está contemplando desde una ventana, inmóvil, bajo el paraguas, mirando al segundo piso, pensará que estoy interesada en comprar el inmueble. Nada más lejos de la realidad; he demorado varios meses la más solitaria y dolorosa de las tareas: volver al piso de mis padres para vaciarlo. Despojarme de todo lo que hay allí dentro va a ser como quitarme cada una de las capas protectoras de la epidermis y quedarme desvalida, en carne viva, a merced de todos y de cada uno de mis pensamientos. A merced de mí misma, de mi propia soledad.
3
Miro el móvil que llevo en el bolsillo de la americana y compruebo que no tengo mensajes. Busco las páginas de los periódicos que leo habitualmente: nada nuevo que me llame la atención. No fumo, así que no puedo encender un cigarrillo y esperar hasta terminarlo. Se me han acabado las excusas y los pies están cada vez más mojados y más fríos. Por fin saco el llavero del bolso nuevo que me ha costado más de seiscientos euros y que he comprado por Internet. Precioso, pero pesado. Es lo que tiene comprar algo que no ves y no tocas, que no sabes realmente lo que te vas a encontrar. En el catálogo me pareció maravilloso, con un color vino de Borgoña realmente espectacular. Cuando lo saqué del paquete y lo tuve en mis manos, me siguió pareciendo precioso, pero a los pocos días me produjo una dolorosa contracción muscular en el hombro izquierdo. No obstante, lo he seguido llevando, tengo que amortizar lo que me he gastado. Conservo la mentalidad de clase obrera en la que me crie: las cosas cuestan dinero y no se tiran.
En el mismo momento de introducir la llave en la cerradura del portal, me acuerdo de otra adquisición fracasada que había hecho tiempo atrás; fue cuando salí por aquella misma puerta para comprar un polo de la marca Lacoste. Corría el año 1976, yo tenía catorce horrorosos años, con el pelo corto, mis primeras gafas, granos y un par de compañeras en el colegio del barrio que lucían ropa de las que empezábamos a llamar «niñas pijas». Yo también quería formar parte de aquella estética de zapatos castellanos con flecos y de jerséis con cuello de pico.
—Papá, quiero un polo como el de mis compañeras, de cuello de pico y con el cocodrilo.
Conseguí que mi padre me diera dinero para comprarme un Lacoste, con su cocodrilo verde sobre el lateral izquierdo. Fuimos los dos a una tienda del centro de la ciudad, y elegí uno de color beis, muy neutro, horrible y aburrido. Entonces pensé que lo podría combinar con cualquier falda y con cualquier pantalón. Desde el primer momento me pareció absurdo y feo, pero lo compré porque me había empeñado en ello. Por supuesto, se manchó enseguida y, por supuesto, lo lavó mi abuela con agua caliente: se encogió tanto que ya no me lo pude volver a poner. Ahí se acabó mi sueño de ser una adolescente estilosa y pija, de las que ligaban con los chicos más guapos del colegio.
Entro en el vestíbulo, que huele a humedad. Unas flores de plástico en un macetero ponen una nota de color que destaca entre las paredes del mismo tono marfileño de mi malhadado polo del cocodrilo. Miro el interruptor de la luz nocturna, alto por encima de la cabeza para que no llegáramos los niños ni las abuelas: la mía notó que su estatura había menguado cuando ya no podía encender ni apagar aquel piloto de la noche, que la avisaba de que el tiempo estaba pasando inexorablemente.
En el buzón siguen nuestros cuatro nombres, el de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela y el mío, por ese extraño orden jerárquico