guardan el germen de algo inconfesable. El origen de una ofensa. Como los trenes a Estados Unidos que llegaban desde la frontera. Aunque me esfuerce, nunca llegaré a comprender del todo por qué se les llamaba La bestia o El tren de las moscas.
En ocasiones, para combatir o contrarrestar esa ofensa, recuerdo una película de Charles Chaplin, un cortometraje de 1917 titulado Charlot emigrante. Narra en pocos minutos el trayecto de un barco que llega a América. Desde el comienzo, vemos a un grupo de emigrantes hacinados en cubierta. La imagen es desgarradora. Sin embargo, unas secuencias más adelante nos encontramos con una escena bastante cómica. Varios pasajeros, entre ellos el propio Chaplin, se reúnen alrededor de una mesa. Intentan comer, pero es casi imposible, porque el vaivén del barco hace que el plato se mueva de un extremo a otro. Nadie consigue hundir la cuchara.
Cuando pienso en esa película, recupero una anécdota que llevo escuchando desde hace tiempo. Es la experiencia que más me han explicado a propósito de los viajes de mi abuelo. Ocurre en uno de los trayectos por Francia. Para evitar las aglomeraciones del tren, dos pasajeros, uno de ellos mi abuelo, deciden colarse en los vagones de primera clase. Cuando viene el revisor y le enseñan el billete, les dice en francés que su pasaje es de segunda, no de primera. Disimulan y fingen no entender nada. El revisor les señala el billete y alza dos dedos. Ellos asienten y dicen que sí, que efectivamente son dos los que viajan. Lo intenta de nuevo y los viajeros vuelven a decir «Sí, somos dos, él y yo. Uno no, dos». Cuanto más insiste el revisor, más insisten ellos, como si les estuviera ofendiendo. Al final, desiste y les deja hacer el resto del camino en el vagón de primera clase.
Así lograron continuar donde quisieron, con su aparente ignorancia. Y así te gustaría imaginarte todos esos viajes. Como los de Chaplin, porque a pesar de las infinitas trabas que iba encontrando a su paso, siempre logra seguir adelante.
Sin embargo, la realidad se impone y es imposible frenar su empuje. Cuando los pasajeros de Charlot emigrante divisan América, con la Estatua de la Libertad a lo lejos, sus caras recobran una felicidad perdida. Pero en seguida viene el funcionario de aduanas para cortarles el paso, mientras los desplaza bruscamente detrás de una cuerda a la espera de comprobar sus papeles. Como si les dijera que, por mucho que lo intenten, nunca podrán llegar a su destino.
IX
Toda clase de desplazamiento pone en marcha algún tipo de leyenda. Es difícil separar la memoria inventada, la fantasía que implica cada viaje, con lo que realmente sucedió. En ocasiones, precisamos de historias ampliadas para entender mejor algo que no comprendemos. Si no para entender, sí al menos para afrontarlo sin pudor, exentos de toda la vergüenza que arrastran ciertas experiencias que, de otra forma, resultarían inconfesables.
Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa, escribió Magnus Enzensberger. Por eso, los nuevos lugares de destino trasforman su nombre y se convierten en espacios míticos. Forman parte de algo real e irreal al mismo tiempo. Algo que existe y no existe y que actúa como un fuerte reclamo que tira de nosotros. La Arcadia Feliz, el Paraíso, La Atlántida, El Dorado, la Tierra Prometida, el Nuevo Mundo. Apelativos que funcionan como imanes y nos invitan a la partida. Son espejismos en los que necesitamos reflejarnos. Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.
Durante mucho tiempo, una palabra configuró parte de mi vida: Bousbecque. Apenas sabía nada de ese lugar y, sin embargo, escucharlo en boca de otras personas o pronunciarlo yo mismo provocaba una especie de augurio, de leyenda. Como si allí se encontrara algo que tenía que ver conmigo y aún no pudiera averiguar de qué modo me afectaba. Aunque no supiera situarlo en el mapa y no pudiera constatar que existía realmente, ese territorio indefinido formaba parte de la memoria de mi familia. Hablaban de él, incluso de emplazamientos concretos: rue Papeterie, fábrica, casa, iglesia, frontera. Esas eran las palabras que siempre acompañaban al discurso de Bousbecque. Cuando las mencionaban, también esos lugares aparejados a un nombre se integraban en un espacio borroso, desdibujado.
Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que nos es imposible dar alcance.
Eso es lo que significaba Bousbecque para mí. Una puerta de entrada a una realidad distante, y a la vez íntima y personal, porque tenía que ver con mi familia y, por esa razón, también tenía que ver conmigo. Aunque quedaran todavía muchos años para que me decidiera a visitar ese pueblo fronterizo, el lugar ya formaba parte de mí. Era un punto clave en mi geografía emocional. Pero esto lo he sabido con el tiempo, cuando uno se decide a hacer un recuento de lugares que le sirven como fe de vida.
X
Se me acumulan las preguntas cuando imagino la llegada de mi abuelo a Bousbecque. Por dónde viajó, qué pueblos fue dejando a un lado, quién lo recibió en la estación o en la parada del autobús, cuándo se dio cuenta de que su vida había cambiado para siempre.
Una de las cuestiones que suelo hacerme con más frecuencia es si se arrepintió de haber iniciado ese viaje. Si la promesa de prosperidad era real o se trataba de un simple espejismo. Me pregunto si mereció la pena, aunque el precio que tuviera que pagar fuera demasiado alto.
Ese precio se reduce, para mí, en un hecho muy concreto. Mientras trabajaba en Bousbecque, mi abuelo se perdió buena parte de la infancia de su hijo. O dicho de otra forma: mi padre vivió sin padre durante cuatro años.
No creo que haya algo que compense esa carencia. Sin embargo, puedo imaginar distintas razones que hagan más llevaderos ciertos traumas, como si la consecución de un objetivo fuera suficiente para justificar cualquier cosa.
Pienso en lo que sucedió y pudo suceder, en el precio que debemos pagar para conseguir algo. Pienso en la renuncia y en la obligación. Pienso en la soledad. Y me viene a la mente una imagen de Rocco y sus hermanos, la escena en la que Ciro le dice a Rocco que no pensara en la vida que hubiese llevado quedándose en el lugar de origen. Rocco le responde de una forma tan simple que resulta apabullante: «Pero hubiéramos estado todos juntos».
En el fondo, todo consiste en si somos capaces de renunciar a algo por un bien de mayor alcance. Si estamos dispuestos a declinar un poco de alegría por una felicidad más duradera. Si un breve seísmo puede dar paso a una estabilidad mucho más sólida.
Sin embargo, sé que esas son hipótesis vagas, difusas. El tipo de conjeturas que se plantea alguien que aún no se ha visto forzado a renunciar a nada. Vuelvo a las historias ajenas y me pregunto qué han dicho otros. Recupero por inercia una nueva escena, un momento cualquiera de otra película, porque sin esa ayuda no soy capaz de comprender lo que sucedió. Dudo que en algún momento logre entenderlo completamente, pero sigo esforzándome en ir construyendo un edificio inestable, como esos castillos de naipes que se desploman con una simple ráfaga de viento. Una carta que añado justo en la cima y me lleva a otra historia, a una escena de Y yo entonces me llevé un tapón, el documental que filmaron Alicia Alted, María Luisa Capella y Dolores Fernández. Cuando la madre y las hijas deben salir precipitadamente de su pueblo, les advierten de que apenas pueden llevarse nada, solo lo justo. Algo que quepa en una mano.
Con eso afrontarán una parte de su vida, sin saber exactamente por cuánto tiempo. Construirán un nuevo hogar con unas pocas pertenencias. Lo minúsculo se convierte, entonces, en algo único, porque supondrá un vestigio, una traza de lo que fueron en otro tiempo. Supondrá un mecanismo de supervivencia. Por eso había que saber elegir lo que uno deseaba cargar a su lado. Esa elección resulta la más compleja y triste, como nos explica una de las voces que interviene en Aguaviva, el documental de Ariadna Pujol: «Lo más duro es dejar tu casa para meter tu vida en tres maletas».
Echo mano de otra carta y la sitúo en un extremo de ese edificio efímero que voy construyendo. Tiene un nombre concreto y un consejo: Blaise Pascal dijo que solo debemos creer a aquellos testigos que se dejen matar. Repito la frase y me digo que no debemos confiar solo en ellos, sino también