(era un suplicio asistir a eso, impotente). Oscuramente, supo extraer de su experiencia misma un conocimiento fundamental y, con él, un arte de la palabra y de la escucha, que me parece lo convertía en el terapeuta inspirado por excelencia, el interlocutor capaz de “respirar” —aun antes de haberla interpretado— la palabra del paciente. Lo que un día llamó su “proyecto psicopatológico” recurría explícitamente a una tradición trágica, aquella que, en el Agamenón de Esquilo, el Himno a Zeus llama el “conocimiento mediante el padecer” (pathei mathos). Un saber del cual el sueño es el guardián y del cual el sueño —esa construcción de “castillos de aire”, como lo dice la lengua de Freud (Luftschlösser)— sería el espacio mismo del llamado, un espacio “hecho de imágenes”, de memoria y de “intensidad sensorial”.[4]
Merleau-Ponty escribió acerca de nuestra experiencia sensorial —del mundo alrededor, del cuerpo dentro— que “en la vida ordinaria no podríamos captarla, esta experiencia, porque está disimulada bajo sus propias adquisiciones”, es decir, bajo la capa y el confort de sus propios hábitos. Sin embargo, cuando “el mundo de los objetos claros y articulados se encuentra abolido, nuestro ser perceptivo, amputado de su mundo, dibuja una espacialidad sin cosas”,[5] que es una manera de confrontarnos con ésta en tanto que ausencia, es decir, cuestión vital. Esto es lo que ocurre con el aire: cuando creemos que nos desplazamos con libertad, ya no lo vemos ni lo sentimos. No lo percibimos como elemento vital —aunque no por eso se convierta en “algo” que podamos aislar—, sino cuando el polvo lo contamina, cuando se vuelve volutas de humo, o es violento en la tormenta o cuando, al ahogarnos, nos falta. Nunca lo sentimos mejor —como materia, medio, necesidad— que cuando la impureza reina y la respiración se entrecorta.
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En su gran libro sobre la imagen del cuerpo, Paul Schilder escribe:
las partes más importantes de nuestro cuerpo son los orificios. Estas partes ofrecen, por supuesto, sensaciones muy particulares. Cuando respiramos con la boca cerrada experimentamos una cantidad de sensaciones particulares en la nariz. Pero también cuando respiramos con la boca abierta y no somos conscientes de que estamos respirando, o aun si dejamos de respirar, sentimos claramente el interior de nuestras narinas. Es importante señalar que las sentimos cerca del orificio, pero no en el punto exacto de la abertura, sino alrededor de un centímetro dentro del cuerpo. Ora sentimos allí algo específico, ora el fresco del aire. Es como si el cuerpo fuera más sensible a un centímetro, más o menos, del orificio y de la superficie. Lo mismo vale para la boca. Paradójicamente, no sentimos la boca donde se abre, sino que la zona más sensible se halla, también aquí, a un centímetro de la abertura, dentro del cuerpo. Cuando inspiramos por la boca, sentimos la entrada del aire contra el velo del paladar; pero la sensación parece experimentarse sólo en el primer tercio de la boca. Si efectuamos una inspiración muy honda, sentimos el aire más adentro, en el interior de la boca, pudiendo descender incluso a la región esternal, pero sin ir más abajo del extremo del esternón, y lo sentimos a uno o dos centímetros por debajo de la superficie. Llegamos, así, a la conclusión general de que las zonas más sensibles del cuerpo se encuentran cerca de los orificios, pero a uno o dos centímetros de profundidad.[6]
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Marcel Proust murió de asma nerviosa. Los médicos permanecieron impotentes ante la enfermedad, “pero no el escritor”, como lo recuerda Walter Benjamin, “al punto que la puso a su servicio”, sobre todo para extraer de ella algunas imágenes fuertes: “El matraqueo de mi respiración acalla el de mi pluma”. Así, Benjamin comenta:
el asma entró en su arte, si es que no lo creó directamente. Su sintaxis imita, con su ritmo, ese miedo a ahogarse. Y su reflexión, que es siempre irónica, y al tiempo filosófica y didáctica, es la respiración con que termina la pesadilla propia del recuerdo. A mayor escala, la muerte viene a ser eso que Proust tenía presente de modo continuo, sobre todo mientras escribía, la brutal amenaza de la crisis de ahogo. Así estaba la muerte frente a Proust, pero lo estuvo durante mucho tiempo, bastante antes de que su enfermedad adquiriera al fin su forma crítica. [...] De tal manera que, nadie que conozca esa particular tenacidad con que los recuerdos se conservan presentes y adheridos al olfato (pero no los olores al recuerdo) podrá decir que la sensibilidad de Proust en su relación con los olores era simplemente casual. No hay duda alguna de que la mayor parte de aquellos recuerdos que indagamos se presentan ante nosotros como rostros, y también las figuras propias de la mémoire involontaire son, en buena parte, rostros aislados, enigmáticos. Por eso es preciso trasladarse, si lo que se quiere es conocer las oscilaciones internas de esta obra, a una capa profunda de aquella memoria involuntaria en que los momentos del recuerdo ya no nos informan de un conjunto, aisladamente, como imágenes, sino sin imagen y sin forma, del mismo modo que a los pescadores el peso de la red les informa respecto a las capturas. El olor ahí es, como tal, el sentido del peso del que arroja sus redes al inmenso mar del temps perdu.[7]
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El aire es el vehículo, más aún: el asidero de la palabra. Es el medio físico gracias al que —y a través del cual— llega a nosotros. Aunque el aire es ya, en la boca y en los pulmones del locutor, la materia casi orgánica mediante la que se articula, acentúa, respira y modula el fraseo de nuestra palabra, de nuestro pensamiento. ¿Habría que sorprenderse de que el gran trabajo de Pierre Fédida sobre la ausencia —el “trabajo de una vida”, como ya en 1978 lo calificaba Gilles Deleuze—[8] haya tomado la consistencia, en los últimos diez años de su vida, de un pensamiento del aire, en cuanto sería no sólo el vehículo de la palabra —es decir, también del lamento y el canto—, sino, además, el medio por excelencia de lo figurable, el movimiento mismo, atmosférico y fluido, del inconsciente como tal?[9] Pierre Fédida construía ahí un paradigma esencial para su práctica, pero también una singular poética, que lo conducía a abordar las enfermedades del alma con los blancos de Cézanne o de Mallarmé, las rarefacciones de Giacometti o de André du Bouchet. Quizás no estaba lejos de pensar la situación analítica misma como un “cambio de aliento” (Atemwende), del que con frecuencia hablaba Celan.[10] Quizás no estaba lejos de pensar que el “presente reminiscente”, como decía él, sería ante su “pasado anacrónico”[11] como un rostro que se estremece, que siente aquí la caricia del soplo del viento, materia impalpable aunque muy táctil, proveniente de allá, de muy lejos, tal vez de su pasado, que es su intimidad por excelencia.
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No hay palabra sin soplo, desde luego. El soplo no es suspenso o falta de palabra, sino su condición misma. Olvidamos esta condición del decir cada vez que nuestra atención se centra de manera unilateral en lo dicho, como lo observa Levinas en De otro modo que ser. Lo dicho depende de las correlaciones sujeto-objeto, significante-significado; en cambio, el decir sugiere una “respiración que se abre al otro y que significa al prójimo su significatividad misma”; por ello, es “testimonio”, “puro vocativo”, “sinceridad”, “proximidad” con el prójimo; “se expone” y “se exilia” a la vez, “mantiene abierta su abertura, sin excusas, sin evasión ni coartada”.[12] Y, como tal, otorga el paradigma —pero Levinas justamente prefiere escribir “el pneuma”— de la psique misma:
La responsabilidad para con el Otro, a contrapelo de la intencionalidad y del querer que la intencionalidad no alcanza a disimular, no significa el develamiento de algo dado y su recepción o percepción, sino mi exposición al otro, que es previa a toda decisión. […] Mediante esta alteración el alma anima al sujeto. Es el pneuma mismo de la psyjé. […] Decir de este modo […] es agotarse al exponerse, es llamar a transformarse en signo, pero sin reposarse en su figura misma de signo.[13]
Por su parte, Georges Bataille había desplazado ya los límites de tal intranquilidad del soplo hasta formular la exigencia de una palabra que literalmente fuera capaz —por un “contagio” y una “dramatización” a los que se niega el discurso filosófico excepto, como en Nietzsche, si se reconducen las formas poéticas del ditirambo y de la elegía— de “soplar tempestuosamente”:
El discurso puede soplar tempestuosamente, si quiere, que por mucho que yo haga, al amor de la lumbre el viento no puede helar. La diferencia entre experiencia interior y filosofía reside principalmente