pág. 27.
4 Hubo, desde luego, notables excepciones: Bacon, la escuela franciscana y la escuela de París del siglo XIV; pero la física antiaristotélica de Occam, Buridan y Oresme no produjo frutos inmediatos; Copérnico y Kepler, por ejemplo, nada conocían de su revolucionaria teoría del ímpetu (pero Leonardo sí la conocía); y el triunfo de la física antiaristotélica solo se produjo tres siglos después, por obra de Galileo, quien nunca reconoció cuánto debía a aquellas escuelas.
5 Porque una cosa no puede estar en acto y en potencia en el mismo momento y en la misma relación. Pero “potencia” y “acto”, aplicados a un cuerpo en movimiento, son términos carentes de significación. Una exposición sencilla de la controversia aristotélicooccamista sobre el movimiento se encuentra en Whittaker, op. cit., apéndice.
6 H. BUTTERFIELD, The Origins of Modern Science, Londres, 1949, pág. 14.
7 Véase supra, nota 4. Pero ni siquiera en la antigüedad esta ceguera fue total; por ejemplo, Plutarco dice (Sobre la superficie de la Luna) que la Luna es de sustancia terrestre, sólida, y que, a pesar de su peso, no cae sobre la Tierra, porque :
“La Luna está asegurada contra la caída por su mismo movimiento y el impulso de su revolución, así como los objetos puestos en hondas se ven impedidos de caer por el movimiento circular; porque, en efecto, toda cosa se ve arrastrada por el movimiento natural a ella, si no es apartada por alguna otra cosa. De suerte que la Luna no se ve arrastrada hacia abajo por su peso, a causa de que su natural tendencia queda frustrada por la revolución”. (HEATH, op. cit., pág. 170; la cursiva es mía).
La traducción corresponde a Heath, quien comenta: “Esta es prácticamente la primera ley del movimiento de Newton” (HEATH, op. cit., pág. 170). Es curioso que este pasaje haya suscitado tan pocos comentarios. El contexto demuestra que Plutarco no dio con el concepto de ímpetu, solo por azar; pero tuvo, por así decir, el “sentimiento” de ese concepto. Y el mismo sentimiento debía tener, desde luego, todo guerrero que arrojaba su venablo (y también su víctima).
8 BUTTERFIELD, op. cit., pág. 7.
9 1300-49.
10 Morias Enkognion, Basilieae, 1780, págs. 218 y sig.
11 GILBERT MURRAY, Five Stages of Greek Religion, (Londres, 1935), pág. 144.
12 Aún hoy día, cuando nuestro médico diagnostica una influenza, está atribuyendo inconscientemente la causa de la enfermedad a la mala influencia de los astros, de donde proceden todas las plagas y pestes.
13 Science and the Modern World, pág. 7.
Tercera parte
EL TÍMIDO CANÓNIGO
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