Martyn Lloyd-Jones

La deplorable condición del hombre y el poder de Dios


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se sienta alentado en el evangelio y animado a compartirlo con los demás.

      Mark Dever

      Capitol Hill Baptist Church

      Washington, DC

      La Historia Religiosa de la Humanidad

      Romanos 1:21

      Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.

      Todos conocemos el dicho que nos recuerda que a veces, “quien bien te quiere te hará llorar”, y sabemos que es necesario ponerlo en práctica cuando se educa a los niños, o se cuida a un enfermo. En ciertos casos puede que lo mejor para el niño o para el paciente sea causarle un dolor temporal. Se trata de una tarea difícil para el padre o el médico, una tarea ante la que ambos se encogen, y que intentan evitar por todos los medios, pero si de verdad los mueve un interés genuino por la otra persona, no les queda otro remedio.

      En mi opinión, ése es el principio que la Iglesia está llamada a aplicar en este tiempo de crisis y calamidad si quiere actuar como la verdadera iglesia de Dios hoy en día. Sin embargo, está claro que ha sido negligente en ese sentido; ha sido tan negligente como los individuos que la componen, puesto que la iglesia somos nosotros mismos, quienes formamos parte de ella, y siempre es más grato proporcionar alivio y consuelo que provocar dolor y reacciones desagradables.

      Pero sin duda ha llegado el momento de tratar la situación del mundo actual de una forma radical.

      Nada podría resultar tan letal como que se extendiera la idea de que el propósito de la iglesia es calmar y confortar a los hombres y mujeres que se sienten infelices debido a las circunstancias actuales. Digo “el propósito” porque, claro está, todos debemos dar gracias a Dios por el maravilloso consuelo que nos ofrece el evangelio, y que no podemos encontrar en ningún otro sitio. Sin embargo, si damos la impresión de que ésa es la única función de la iglesia, estaremos justificando en parte la crítica que se le hace de que su función principal es proporcionarle una especie de droga al pueblo. En un principio, bajo el impacto inmediato de la guerra, era esencial que fuéramos calmados y consolados, pero si la iglesia no hace nada más, seguro que daremos la impresión de que nuestro cristianismo es débil y vacío. El ministerio de dar consuelo es una parte de la labor de la iglesia, pero si ésta le dedica toda su energía sólo a esa tarea, como hizo en general durante la última guerra, probablemente emerja de los problemas actuales con sus filas aún más diezmadas y contando menos aún en la vida de las personas.

      De la misma manera, si se contenta con hacer vagas afirmaciones generales dirigidas a ayudar y alentar el esfuerzo nacional, si sólo intenta añadir un brillo espiritual a los discursos de los líderes seculares del país, aunque bien podría obtener un aplauso y una popularidad momentáneos por parte de las autoridades, al final se verá desacreditada a los ojos de los que tienen algo de entendimiento.

      Aparte de todo lo demás, si la iglesia se conforma con una de esas dos actitudes, o con una mezcla de ambas, se coloca a sí misma en una posición negativa: está sólo paliando los síntomas en vez de tratar la enfermedad de forma activa y positiva; está intentando suavizar las dificultades, o, cambiando la metáfora, siendo un simple acompañante en vez del solista; está respondiendo a una afirmación en vez de plantear el desafío y, en consecuencia, está dando la impresión de estar asustada y desorientada. De la misma manera, y aquí me dirijo más específicamente a nosotros, los cristianos evangélicos, no debemos continuar con nuestra vida religiosa y con nuestros métodos como si no sucediera nada a nuestro alrededor, y como si aún viviéramos en los espaciosos días de la paz. Hemos usado ciertos métodos muy agradables que nos han encantado. ¿Qué podría resultarnos más grato que tener nuestra religión y disfrutar de ella de la forma que lo hemos hecho durante tanto tiempo? ¡Qué bueno es sentarse a escuchar! Ha sido un placer para el intelecto y, a veces, una delicia emocional y artística, pero lamentablemente, no ha tenido nada que ver con el mundo en que vivimos. No ha tenido nada que ofrecerles a aquellos que no saben nada de nuestra historia o nuestro estilo de vida, quienes desconocen nuestro lenguaje y hasta nuestras presuposiciones. ¡Qué distante y aislado! ¡Qué alejado de un mundo plagado de problemas en el que se tambalean los cimientos de todo lo que se consideraba valioso!

      Tenemos que despertar y darnos cuenta de que aunque nuestro evangelio es eterno e inmutable, también es contemporáneo. Tenemos que confrontar la situación actual y decirle al mundo lo que nadie más puede decirle.

      Deberíamos hacerlo por muchas razones. Nos instan a ello la necesidad del mundo, su agonía, su dolor, su enfermedad. Pero aparte de eso, es nuestro deber; es parte de la comisión dada a la iglesia en sus orígenes. La iglesia es deudora en el sentido en el que San Pablo se describe a sí mismo en el versículo catorce de este capítulo. Algunos dirían que si la iglesia falla en estos momentos de crisis, si no se da cuenta de que se está jugando su propia existencia, el resultado principal de la difícil situación en que se encuentra el mundo será el final de la iglesia. Yo difiero totalmente de esa proposición. La iglesia seguirá adelante porque es la iglesia de Dios y Él la sostendrá hasta que complete su obra. Pero si fallamos, puede que se debilite en números y en fuerza más de lo que se haya visto desde hace siglos. Y, por encima de todo, habremos traicionado la causa.

      Tenemos que encarar la situación actual tal y como es, pero la manera en que lo hagamos es de vital importancia. Por eso digo que debemos estar dispuestos a “hacer llorar a los que queremos bien”.

      Si de verdad queremos ayudar a los demás y transmitir el mensaje de redención, primero tenemos que hurgar en la herida y sacar los problemas a la luz, pero no podemos hacerlo sin causar dolor y, quizás, sin ofender. Esto, a su vez, nos hará perder la popularidad y el favor de que gozamos cuando lo único que hacemos es aliviar al mundo, o ignorarlo, mientras disfrutamos de nuestra propia religión. Repito que el no haber tratado la situación, en general, de manera vital y realista durante la última guerra es uno de los capítulos más tristes de la historia de la iglesia cristiana.

      Esto no debe volver a pasar, cueste lo que cueste. La última guerra se consideró como una especie de interludio en el drama de la vida, y la humanidad, sin darse cuenta de que era parte esencial e inevitable del drama mismo, simplemente esperaba que terminara para volver a la vida que tan abruptamente había dejado en agosto de 1914. En aquellos momentos no se enfrentó al verdadero problema, pero teniendo en cuenta la situación actual y la historia de los últimos veinte años, es necesario que lo hagamos ahora. Nuestra actitud no puede ser la de esperar a que acabe la guerra para que podamos retomar nuestras actividades normales. Debemos ser más activos que nunca, especialmente en nuestra manera de pensar.

      La cuestión central es ésta: ¿Por qué se encuentra el mundo en la situación actual? Debemos buscar la respuesta a esta pregunta prestando especial atención a las enseñanzas sobre la vida que han sido más populares en los últimos cien años. El hecho de que las cosas estén como están ya es bastante grave, pero cuando además las contrastamos con las imágenes optimistas y brillantes de la vida que nos han mostrado con optimistas y brillantes de la vida que nos han mostrado con 18, como se ha dicho, se ha visto como una pausa extraña e inexplicable en la marcha hacia adelante del progreso humano. El progreso debería continuar después de la guerra. Sin embargo, ¡aquí estamos, en las circunstancias actuales! ¿Cómo se explica todo esto? ¿Cuál es la causa de los problemas que tenemos?

      A estas alturas, debería ser obvio que esa manera de ver la vida estaba totalmente equivocada. ¿Pero lo es? ¿Es tan obvio para todos los que nos consideramos cristianos? ¿Durante años no nos hemos gozado muchos de nosotros en lo que nos parecía el inevitable progreso del mundo? ¿No hemos sentido en nuestro interior que, a pesar de que el número de miembros de las iglesias, así como el número de asistentes, fuera cada vez menor, y a pesar del evidente deterioro del ambiente social general, el mundo era un lugar mejor? Mientras que el mundo iba dejándose llevar paulatina pero inexorablemente a su situación actual, la voz de la mayoría, lejos de dar señales de alarma, se alegraba de los maravillosos logros del hombre y del inicio de una gran nueva era en la historia de la humanidad.