Jackie Ashenden

A merced del rey del desierto


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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 2020 Jackie Ashenden

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      A merced del rey del desierto, n.º 2802 - agosto 2020

      Título original: Crowned at the Desert King’s Command

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-649-9

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Epílogo

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      CHARLOTTE Devereaux no solía pensar en la muerte, pero, cuando lo hacía, esperaba que le llegase de anciana y metida en la cama. O, tal vez, sentada en un cómodo sillón, mientras leía un buen libro.

      No se había imaginado que moriría de una insolación y de deshidratación, tras perderse en el desierto mientras buscaba a su padre.

      Él le había dicho que iba a subir a una duna para tener una mejor vista del yacimiento, pero entonces alguien había comentado que hacía mucho rato que no veía al profesor Devereaux, así que ella había decidido ir a buscarlo.

      Charlotte había subido a la duna en la que lo habían visto por última vez, pero no lo había encontrado allí. Ni en ninguna otra.

      Al principio, no se había preocupado. Como su padre solía ir a pasear solo para poder pensar y, además, era un arqueólogo muy experimentado y conocía el desierto, a Charlotte no se le había ocurrido pensar que hubiese podido perderse.

      Ella, por su parte, había acompañado a su padre como asistente, pero era inexperta, por lo que sí que se había perdido.

      Pero tampoco se había preocupado porque su padre siempre le había contado que el desierto podía jugar con la mente de las personas, así que había caminado con paso firme hacia donde había pensado que encontraría el yacimiento.

      Pero no lo había encontrado. Y, tras diez minutos andando, se había dado cuenta de que había cometido un error. Un grave error.

      No obstante, no había sentido pánico porque el pánico no servía de nada. Lo que había que hacer cuando uno se perdía era mantener la calma y quedarse quieto.

      Y eso había hecho, pero entonces el sol había empezado a calentar demasiado y ella había sabido que tenía que hacer algo si no quería morir. Había empezado a moverse en la dirección en la que pensaba que podía estar el yacimiento, pero tampoco había llegado a él y estaba empezando a llegar a la conclusión de que, efectivamente, se había perdido.

      Y no había nada peor que perderse en el desierto.

      Charlotte hizo una pausa para ajustarse el pañuelo blanco y negro con el que se había envuelto la cabeza. Lo odiaba. Pesaba y le daba calor, y solía estar empapado en sudor, aunque en esos momentos no lo estaba y también eso era una mala señal. Era señal de que le iba a dar una insolación.

      Miró a lo lejos, intentando averiguar hacia dónde iba. Vio unos puntos negros en la distancia. Probablemente, otra señal de que estaba mal. Además, se sentía aturdida.

      Pensó que aquel iba a ser su final.

      La arena dorada se extendía hasta el infinito, el cielo azul también parecía eterno. La arena se movía entre sus pies como si estuviese a bordo de un barco y, de repente, tenía como un zumbido en los oídos.

      Los puntos negros se iban haciendo cada vez más grandes. Hasta que Charlotte se dio cuenta de que no eran puntos negros, sino personas, todo un grupo vestido de negro y a lomos de… ¿caballos?

      Le resultó extraño, ¿no debían ir montados en camellos?

      Avanzó hacia ellos, esperanzada. ¿Serían los trabajadores de la excavación, que la estaban buscando?

      –¡Eh! –gritó.

      O, al menos, lo intentó, porque solo le salió un susurro.

      Los caballos se detuvieron y ella se dio cuenta entonces de que el personal del yacimiento no tenía caballos ni iba vestido con túnicas negras, como aquellas personas. Tampoco llevaba… ¿espadas?

      Se