repente, un ruido hizo que abriese los ojos y se dio cuenta de que no estaba nadando.
Estaba tumbada en una cama estrecha y dura, en una habitación minúscula y en la que solo había un cubo en un rincón. Del techo colgaba una bombilla, el suelo era de hormigón agrietado y las paredes, de piedra.
Aquello parecía… una celda.
Se le aceleró el corazón y sintió miedo. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba?
Su padre se había alejado del yacimiento arqueológico y ella había ido a buscarlo, pero se había perdido en el desierto. Entonces, habían aparecido unos hombres de negro montados a caballo y había visto a su padre con ellos. Un hombre alto y fuerte, con ojos dorados y una brillante espada colgada del cinturón, se había acercado a ella.
Se estremeció.
Debía de haberla rescatado cuando se había desmayado, aunque aquel lugar no era precisamente acogedor. Tal vez le hubiese salvado la vida, pero la había metido en una celda.
Suspiró lentamente para intentar calmar sus nervios. Se incorporó.
Debía de estar en la cárcel en Ashkaraz. Y aquel hombre debía de haber sido uno de los guardias que había en la frontera. ¿Estaría su padre también allí?
Charlotte se humedeció los labios e intentó no angustiarse más y pensar con claridad.
Apoyó los pies en el suelo y se incorporó. Se sintió aturdida, tuvo ganas de vomitar, pero se quedó inmóvil y se le pasó. Le dolía la cara, pero como no había ningún espejo, no se la podía ver. Se imaginó que se le había quemado con el sol.
Se acercó lentamente a la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Frunció el ceño y miró a su alrededor. En el techo había una pequeña ventana a través de la cual entraba la brillante luz del sol.
Tal vez podría asomarse y ver qué había fuera.
Se quedó pensativa, puso la cama debajo de la ventana y se subió a ella. Solo llegaba a rozar el marco, no se podía asomar.
Volvió a estudiar la celda y vio el cubo.
Bajó de la cama, fue a por el cubo y volvió a la cama con él, lo colocó encima y se subió.
El cristal de la ventana estaba roto y lleno de polvo, pero pudo ver a través de él. Por desgracia, solo se veía la pared de piedra de otro edificio. Frunció el ceño y volvió a preguntarse qué podía hacer.
¿Romper el cristal?
Sí, podía romper el cristal y después…
Era una mujer menuda y eso podía jugar a su favor en esos momentos.
¿O era mejor sentarse a esperar a ver qué ocurría?
Se dijo que podía sentarse a esperar, pero que no estaba sola en aquello. Tal vez su padre estuviese en otra celda, o incluso muerto.
Podía haberse quedado sola en el mundo. La idea la estremeció.
No, no podía quedarse allí esperando, sin hacer nada. Tenía que actuar.
Se quitó la camisa blanca que llevaba puesta, dado que el pañuelo de la cabeza había desaparecido, y se envolvió la mano con ella. Entonces golpeó el cristal un par de veces, hasta que lo rompió.
Contenta, se aseguró de que no quedaban fragmentos con los que se pudiese cortar y, sin pensarlo, metió el cuerpo por la ventana y saltó.
Cayó al suelo y se quedó unos segundos tumbada mientras recuperaba la respiración. El sol calentaba con mucha fuerza, el aire era abrasador. Sin duda, tenía que estar en Ashkaraz.
Entonces oyó algo que le resultó familiar. Tráfico. Coches, bocinas, gente hablando y las notas de una canción que en esos momentos era muy popular.
Sorprendida, se puso en pie y se dio cuenta de que estaba en una estrecha callejuela, entre dos edificios de piedra. Al final parecía haber una calle por la que pasaba gente.
A pesar del miedo y la incertidumbre, sintió también emoción.
Estaba en un país aislado, un país al que, desde hacía veinte años, no habían llegado extranjeros. Salvo ella.
Gracias a su padre, había empezado a interesarse por la arqueología y la historia, pero siempre habían sido las sociedades y los pueblos lo que más la había fascinado. Y la de Ashkaraz era una sociedad que, según contaban, se había quedado anclada en el pasado.
Con aquello en mente, se dirigió hacia la calle y, sorprendida, vio muchos coches y edificios de cristal y acero. No había burros ni carros, puestos de comida, encantadores de serpientes ni camellos. La gente iba y venía, algunos vestidos como si estuviesen en Londres. También había edificios antiguos bien conservados, tiendas y cafeterías con terrazas en las que la gente se reía y miraba su teléfono.
El lugar tenía una energía especial. Sin duda, se trataba de una ciudad moderna y próspera.
No era el país pobre y oprimido por un dictador que ella había esperado encontrarse.
¿Cómo era posible?
Sorprendida, empezó a andar por la calle, ajena a las miradas de los demás viandantes.
Vio un bonito parque no muy lejos de allí, con una fuente, muchos bancos y un parque infantil en el que había bastantes niños riendo y gritando.
Aquello era… increíble. ¿Cómo era posible que nadie hubiese sabido hasta entonces cuál era la realidad de Ashkaraz?
Estaba tan entretenida observándolo todo que no se dio cuenta de que un hombre vestido de uniforme se acercaba a ella hasta que la agarró por el brazo. Entonces, un coche largo y negro se detuvo a su lado y la metieron dentro.
Separó los labios para protestar, pero no le dio tiempo. Le pusieron algo negro y agobiante en la cabeza y el coche se empezó a mover.
Alguien la estaba sujetando con firmeza, pero sin hacerle daño. De repente, volvió a sentir miedo.
«¿De verdad pensabas que ibas a poder escaparte de esa celda y ponerte a pasear como si no hubiese ocurrido nada?», se preguntó.
Lo cierto era que no lo había pensado bien. Había desaprovechado la oportunidad de escapar y de ayudar a su padre.
Tuvo la sensación de que estaba mucho tiempo en el coche antes de que se detuviera. La sacaron de él y le hicieron subir unos escalones. Debió de entrar en algún lugar porque, de repente, ya no hacía tanto calor, el aire era fresco y olía a flores.
No podía ver nada a través de la tela negra que tenía alrededor de la cabeza, así que se dejó llevar por varios pasillos y subió más escaleras.
¿Iban a volver a llevarla a la celda? ¿O a algún lugar peor? ¿La iban a asesinar? ¿Iban a hacerla desaparecer? ¿O a mantenerla como prisionera para siempre?
Estaba empezando a preocuparse de verdad cuando hicieron que se detuviera y le quitaron la tela de la cabeza.
Charlotte parpadeó porque la luz la cegaba.
Estaba en una habitación amplia, con las paredes cubiertas de libros y cajas de almacenamiento. El bonito suelo de baldosas estaba cubierto por coloridas alfombras de seda. Las paredes también eran de baldosas. Delante de ella había una ventana con vistas a un frondoso jardín en el que había también palmeras, una fuente y muchos tipos distintos de flores.
Delante de la ventana había un enorme escritorio de madera oscura. Encima de él, solo una pantalla de ordenador y un teclado, y un pequeño florero de plata con un ramillete de jazmín.
Aquello no era una cárcel. De hecho, parecía un despacho…
Se giró y vio a dos hombres apostados a ambos lados de la puerta. Iban vestidos de negro y llevaban espada. Su gesto era impasible.
Charlotte se fijó en que llevaban la ropa cubierta de polvo y que