Media hora más tarde entro en el local que la empresa ha alquilado para celebrar la fiesta de Navidad. Por suerte para mí, no soy la única desgraciada a la que le ha tocado disfrazarse, aunque sí parezco la única que está agobiada por ello. Al resto de mis compañeros novatos se les ve contentos, aunque, claro, puede que las copas que llevan en sus manos tengan algo que ver con esa felicidad que irradian sus caras.
Detesto esta estúpida tradición en la que los nuevos debemos hacer un pequeño espectáculo navideño para el resto de compañeros. ¿A quién se le ocurrió semejante idiotez? Se supone que trabajo en una empresa seria. ¿Se puede morir de vergüenza? Porque si es así puedo asegurar que esta no la cuento. Yo, que ya lo pasaba mal en los festivales del colegio, que no soporto que me canten cumpleaños feliz en un restaurante, que detesto ser el centro de atención… Tal vez, si me escabullo nadie se dé cuenta de que falto yo, al fin y al cabo, somos un montón de new joiners. Seguro que nadie me echa en falta.
Pensado y hecho. Con disimulo, me alejo del pequeño escenario que han montado para la actuación y para los discursos navideños de los jefes, y me dirijo hacia el fondo de la sala. Aquí está más oscuro. «Seguro que nadie nota que voy disfrazada», me digo a mí misma mientras me quito el sombrero de elfo y lo oculto tras mi espalda. Me acerco al rincón, tratando de permanecer en un segundo plano y que nadie se percate de mi ausencia.
—Eh, ayudante de Santa Claus.
Me giro para ver de dónde proviene la voz y, entonces, lo veo: pantalones de pinzas azul marino que se estrechan justo por encima de los tobillos, camisa blanca, mocasines granates con borlas y unos calcetines con estampado escocés que le dan un toque navideño al atuendo. Parece sacado de una revista de moda, no podría vestir de un modo más impecable. Ni más sexi. Alto, delgado, de cabello castaño y perfectamente afeitado. Su apariencia me hace sentirme aún más ridícula de lo que ya lo hacía. Hago como si no lo hubiera escuchado, pero insiste.
—El polo norte está por ahí —dice jocoso, señalando al escenario con la cabeza.
—Muy gracioso —gruño en voz baja para que no me oiga, que tampoco quiero tener problemas en mi primera fiesta de Navidad de la empresa con un compañero.
—¿Miedo escénico? —Su voz es amable, por lo que asiento con educación, pensando que, tal vez, así me deje en paz—. Ven. —Estira el brazo, me coge de la mano con suavidad y me arrastra hasta la barra más cercana—. Lo que tú necesitas es un chupito.
No puedo evitar soltar una carcajada.
—Ni toda una destilería me haría subir a ese escenario.
Él ignora mi comentario y le hace un gesto con la mano a un camarero para que se acerque a nosotros.
—Unos chupitos de Jäger, por favor.
Lo miro escéptica.
—El Jäger lo cura todo —sentencia, convencido.
—Ya me gustaría.
—Lo digo en serio. ¿Sabías que antiguamente se usaba como remedio contra la tos y los problemas digestivos y que en la Segunda Guerra Mundial lo utilizaban como anestésico?
—No tenía ni idea, pero tampoco es que esa información me sea de mucha utilidad ahora mismo —replico mientras me bebo el primero de los chupitos que nos sirve el camarero y luego otro y luego otro, hasta tomármelos todos en un abrir y cerrar de ojos—. Creo que no serán suficientes… —Estoy a punto de levantar la mano para pedir otra ronda cuando él me detiene.
—¡Quieta, ayudante de Santa Claus! —exclama, mientras me aleja de la barra en contra de mi voluntad—. La intención es que subas al escenario, no que te desplomes sobre él.
Él no lo entiende. No hay cantidad suficiente de alcohol que me haga salir a escena. Además, yo no necesito ninguna ayuda para caerme. No sería la primera vez, pero eso no voy a contárselo. El recuerdo de las cenas de Nochebuena en las que mi tía Carmen me subía a una silla y me obligaba a recitar un ridículo poema escrito por ella misma delante de toda la familia aún me atormenta. En especial el del año que, para mayor vergüenza, me caí de la silla con el consiguiente cachondeo de mis tíos y primos. Cada veinticuatro de diciembre me lo recuerdan. Por suerte para mí, este año voy a pasar las Navidades en Londres, trabajando. Por desgracia, los versos han sido sustituidos por esta esperpéntica actuación delante de media empresa.
—¿Un último chupito? —pregunto, con ojos suplicantes.
—Y ni uno más —sentencia antes de hacerle un gesto al camarero para que traiga otro chupito de Jäger.
Asiento con la cabeza y se lo arranco de la mano al pobre hombre antes de que pueda dejarlo sobre la barra. Me lo bebo ansiosa. Tendrá que bastar.
—Muchas gracias —murmuro con la boca pastosa por los nervios—, ¡allá voy! —exclamo tratando de ponerle un poco de valor al asunto o, al menos, aparentarlo.
Me dirijo al escenario y me subo con piernas temblorosas. Mis compañeros ya están preparados para empezar, por lo visto solo faltaba yo, así que, antes de que pueda pensármelo mejor y echar a correr, alguien enciende la música y el público fija su mirada en nosotros. Ya no hay escapatoria. Empezamos a cantar nuestra versión del Jingle Bell Rock adaptada al mundo de la auditoría y, de repente, el Jäger empieza a hacerme efecto y, poco a poco voy subiendo la voz y moviendo las caderas. Me crezco y empiezo a marcarme un baile digno del que hicieron Rachel McAdams y Lindsay Lohan en Chicas Malas. Toda mi timidez se esfuma y, para mi sorpresa, siento que estoy disfrutando. Tantos nervios y tanto sufrimiento para nada. «Es mi primera fiesta de Navidad en la empresa, tengo que disfrutar de la experiencia», me digo a mí misma. Canto y bailo como si no hubiera un mañana, dándolo todo en la actuación, hasta que, cuando la canción está a punto de terminar, doy un traspiés al ir a hacer un giro y pierdo el equilibro, cayéndome del escenario, justo en el mismo instante en el que la canción termina.
No tengo tiempo ni de pensar porque dos fuertes brazos me agarran antes de que me dé de bruces contra el suelo. Cuando levanto la mirada me encuentro con un par de ojos marrones que brillan y me observan divertidos.
—Te dije que una ronda era suficiente.
Quiero que se me trague la tierra. Si mis vergonzosos recuerdos de la infancia no eran suficientes, ahora voy a tener que sumar este a la lista. Los aplausos resuenan en la sala, en parte por la actuación y, en parte por los reflejos de mi salvador que me ha evitado un mal mayor.
—Muchas gracias —murmuro, avergonzada por la caída y por ser el centro de atención—, ya puedes bajarme.
Levanta la vista y señala algo que hay sobre nuestras cabezas.
Y sigue sin soltarme.
Me arden las mejillas y tengo dudas de si es por la humillación que acabo de sufrir, o porque sus manos siguen sujetándome con firmeza.
Me percato de que ya no hay nadie que nos mire, pero sigo sintiéndome abochornada.
—¿Te importaría bajarme? —insisto.
Pero él niega con la cabeza y apunta con el dedo hacia unas ramas de muérdago colgadas justo encima de nosotros. Lo miro con horror al percatarme de lo que pretende.
—¡No se te ocurrirá…!
No consigo terminar la frase. Antes de que me dé cuenta, acerca sus labios a los míos y deposita sobre ellos un suave y dulce beso que, muy a mi pesar, hace que un hormigueo me recorra el estómago. Entonces, me deja con delicadeza sobre el suelo mientras me susurra su nombre al oído. Después y, sin darme tiempo a replicar, se aleja de mí y se pierde entre los asistentes a la fiesta.
Capítulo 1
UN NUEVO GERENTE
CANDELA
Tres años después. A principios de septiembre.
Salgo del despacho del señor Coppack, uno de los socios