Aitor Romero Ortega

Fantasmas de la ciudad


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enfrascado en la escritura de su libro. Su único desahogo eran los paseos que daba por las mañanas; siempre con el temor de cruzarse con algún conocido, siempre con la secreta esperanza de no hacerlo. Solía modificar su itinerario a modo de prevención y como medida también contra el aburrimiento. Ver pasar los días y las semanas sin ser descubierto era una fuente inagotable de alegría; una alegría que a menudo, en un tenue reflejo de culpabilidad, a él mismo le parecía excesiva. Pasear y escribir son la misma cosa, solía decirse al regresar a su estudio para darse ánimo antes de retomar el trabajo. Con ello pretendía amortiguar el trauma cotidiano de tener que sentarse en una silla a escribir las ideas que se le habían ido ocurriendo con gran facilidad mientras andaba y que había olvidado con la misma facilidad mientras subía en el ascensor, abría la puerta de su estudio y andaba hasta su mesa de trabajo.

      A veces el escritor recordaba la visión completa de la ciudad desde lo alto del monte. Un anfiteatro perfecto a los pies del caminante. Era una prueba definitiva de que no era infinita. Podía abarcarse con un solo golpe de vista y podía, por lo tanto, escribirse. No era imposible capturarla en unas cuantas hojas para encerrarla después entre dos portadas. Eso le consolaba en los momentos más difíciles, mientras veía por la ventana de su estudio la llegada de la primavera y sentía que su proyecto avanzaba penosamente, siempre un paso por detrás de lo previsto, siempre algo por detrás del veloz transcurrir de los días.

      Pese a todo, el escritor sabía que, en el fondo, la ciudad es un artefacto narrativo de primer orden que se multiplica sin cesar ante el intento de ser delimitado. Una novela inagotable, capaz de poner en circulación miles de historias a un ritmo vertiginoso; historias que al empezar a propagarse están ya cambiando, deformándose, convirtiéndose en versiones de sí mismas, como si los modos de contar incidiesen desde el principio en lo que se cuenta. Sabía, por tanto, el escritor, que enfrentaba una empresa imposible y era eso, precisamente, lo que le llenaba de esperanza.

      Al principio del verano empecé a pasear por el barrio de Gràcia por las noches. Naturalmente, prefería los días laborables, cuando todo funciona a medio gas. Me dejaba caer como haciéndome el muerto por plazas y callejuelas. Se parecía a flotar. Había un placer culpable en todo ese espectáculo de la desidia. Luego entraba en un bar y pedía una cerveza. Después otra y a veces otra. Un minotauro encerrado en su propio laberinto. El barrio de Gràcia era el mío. Puedo confesar ahora que no soy Colometa, ni Maria dos Prazeres, ni un personaje de Marsé dejando pasar el tiempo en un banco de la plaza Rovira. No soy tampoco Vila-Matas en gabardina. Ni siquiera soy una pobre versión local de Fernando Pessoa, paseando solo en las noches de verano. Tampoco estaría mal, ahora que lo pienso. Y, sin embargo, soy todos ellos al mismo tiempo, aunque solo sea un poco, aunque solo sea por un rato, cuando en un esfuerzo de invención, auxiliado por tres o cuatro cervezas, alcanzo una breve inmortalidad llena de voces que no son mías, y en parte me pertenecen. Soy el fantasma de Gràcia. Solo eso. Creo que no es poco. Después, al salir de aquí, vuelvo a ser nadie otra vez, que es lo mismo que volver a nacer transformado en cualquiera. Invisible en las líneas enemigas. Todo eso era lo que me gustaba contarles aquellas noches de junio en las barras de los bares a esos jóvenes tan crédulos y amables que se sentaban a mi lado confesándome, como si tal cosa, que querían escribir. En esta ciudad todos quieren escribir, les decía yo, antes de nada. Capturas sencillas, pobres versiones de Ariadna. En un momento de la noche, cuando ya todo era mejor y menos importante, me gustaba decirles: amigos, yo inventé todo esto. La ciudad y los locos que la pueblan. También a mí mismo.

      CONEXIÓN MONTSERRAT

      1

      León Trostki estuvo en Barcelona. Fue a finales del año 1916. Llegó a la ciudad tras una peripecia peninsular que empezó en Irún, siguió en San Sebastián y Bilbao, para continuar en Madrid y Cádiz, desde donde se subió a un tren para ir a Barcelona. Allí se reunió con su familia, con la que poco después partiría en barco a Nueva York. En total fueron cinco días los que estuvo Trotski en Barcelona. Lev Davídovich Bronstein –así se llamaba Trotski en su vida civil, fuera de la revolución– le dijo a Sofía Casanova, enviada especial de ABC en San Petersburgo que consiguió entrevistarle en 1917: “Conozco España; es un hermoso país, del que tengo buenos recuerdos, aunque la policía comme de raison me trató mal. Visité Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la sazón en un sanatorio. Sentí dejar España”. Sus palabras parecen indicar, al contrario que otras fuentes, que estuvo también en Valencia. Sorprende, sin embargo, la ausencia en su enumeración de las demás ciudades: San Sebastián, Bilbao y Cádiz. Por algún motivo Trotski renunció aquel día a ser exhaustivo en su relato, tal vez no consideró necesario mencionarlas, o simplemente las había olvidado. Es rigurosamente cierto, no obstante, que tuvo numerosos incidentes con las autoridades españolas. De hecho, Trotski llegó a España tras haber solicitado asilo en varios países, el cual, naturalmente, le fue negado. Se vio obligado a abandonar Francia, donde vivía refugiado, debido a las acusaciones del Gobierno francés de ser el instigador de un motín que los soldados rusos habían iniciado en Marsella. Europa estaba sumida en la Gran Guerra, y ante la escasez de tropas francesas, varias unidades rusas combatían en Francia. La Revolución Rusa, al mismo tiempo, estaba empezando a cocinarse y en el interior del ejército ruso ya se habían formado esas primeras asambleas que luego serían conocidas como soviets. El 30 de octubre de aquel año Trotski fue depositado en Irún sin que las autoridades españolas supiesen demasiado bien quién era ese ruso en apariencia tan peligroso, más allá de un revolucionario al que a menudo creían anarquista, situación que a Trotski –que en algún momento llegó incluso a definirse como pacifista para evitar mayores embrollos– le hacía mucha gracia. En Madrid fue detenido y encarcelado durante tres días en la Cárcel Modelo, para después ser conducido a Cádiz. Fue allí donde de alguna manera se fraguó la posibilidad de exiliarse a los Estados Unidos y para ello viajó a Barcelona, desde donde zarparía el barco que había de llevarle a Nueva York. Su paso por España tuvo algo de disparatada aventura llena de situaciones que podrían perfectamente haber inspirado, en caso de haber sido más conocidas, una película de Berlanga.

      2

      La primera vez que oí hablar de Trotski tenía yo catorce años. Sé con toda certeza que no me equivoco porque fue leyendo un manual de ajedrez que me habían regalado mis padres precisamente al cumplir esa edad cuando me encontré por primera vez con ese nombre extraño y magnético que tiempo después supe que había tomado de su primer carcelero en Odesa. En el último capítulo del libro había una colección de partidas de todos los grandes campeones de la historia del ajedrez, acompañada de una pequeña nota biográfica de cada uno de ellos. La redacción de las notas biográficas tenía, por regla general, un tono mesurado y neutro, en línea con el tono divulgativo del libro, aunque en ocasiones el escritor de aquellos textos no conseguía mantener a raya su pasión por las turbulentas vidas de los grandes ajedrecistas y se dejaba llevar por el entusiasmo del relato. Yo, como lector juvenil, agradecía esos momentos de desbordamiento. Descubrí un interés, del todo inesperado, por las vidas de los grandes ajedrecistas que me parecían vidas al límite, perfectamente encajadas en el arquetipo romántico que yo entonces buscaba en toda biografía. No tardé en darme cuenta de que las vidas de los ajedrecistas me interesaban más que el ajedrez mismo. Creo recordar que mis preferidos eran Emmanuel Lasker, Alexander Alekhine y Bobby Fischer. El que menos me llamaba la atención era el Doctor Max Euwe, delante de cuya estatua en Ámsterdam, en la plaza que lleva su nombre, curiosamente, me fotografié muchos años después junto a mi primo.

      Aquel día leía yo la nota biográfica de Alexander Alekhine, en la que se decía que había luchado en el bando zarista durante la guerra civil rusa. En pleno conflicto fue hecho prisionero por los bolcheviques y se exponía al peligro de una condena a muerte. Mientras esperaba a que se resolviera su destino fue conducido a una prisión que estaba a cargo de León Trotski, en aquel momento máximo dirigente del Ejército Rojo. Fue el propio Trotski el que exigió una partida de ajedrez contra Alekhine, en la que el gran maestro ruso se impuso con claridad y tras la cual, asombrado por su talento, decidió perdonarle la vida. Tras leer aquella nota biográfica le pregunté a mi madre quién era ese Trotski, a lo que ella me contestó: un revolucionario