“Papá, tú querías un hijo y / en cambio / te nació esta cabeza”. Habilita y propicia el vacío fundamental, como el Dios del Antiguo Testamento, espetando a su hija el ser lo que él quisiera que no fuera: impugnando lo involuntario de un cuerpo, la ausencia que boquea desde el lugar inaudito del sexo. Así de inocente era Caín de su pecado de no ser Abel. Ser una cabeza y no un hijo desencadena el crimen pero la asesina se rehúsa al destierro, invalida la expulsión, persiste, olvidando al padre, en el mono-diálogo consigo misma, con la hermana muerta y con la madre devenida presencia absoluta: “Madre, me has abandonado, / pero hiciste bien: / yo maté a tu bebé”.
Se perfila así una ambigua geografía del deseo cuando este se deja ver como desprendido de un oscuro fondo primigenio. El deseo también mata, igual que el amor y, sobre todo, nos dice la voz de Historia de la leche, no tiene nada que ver con el sujeto: como involuntario es el sexo con el que nacemos lo es el misterio del deseo, el nuestro y el ajeno. Así, no se puede tampoco culpar al padre por haber querido un hijo, ni a Dios por haber preferido a Abel ni, finalmente, a la asesina por haber dado muerte a su hermana solo para alojarla en los propios huesos, solo para responder a lo que, en ella, no es ella, no responde a voluntad ni moral, no responde a nada que no sea esa tierna, intolerable imagen de la muerte que desea ver realizada: “Arrastro tu muerte del pelo y le doy de comer la culpa que me pesa / Arrastro tu muerte con la orfandad que me dejó el fratricidio, / pero, Mabel / yo tenía que morirte para conocer el sentido de la justicia”.
Pero una vez realizado el deseo, ¿qué queda? Nada más que el terrible silencio materno. Alguien ha despojado a su madre de su hija dilecta. Ha cumplido su deseo, pero “el asesinato sin culpa es solo privilegio de los dioses”, dice la asesina. Queda la culpa y el espacio espantosamente abierto, limpio, sin obstáculos entre la madre y la hija sobreviviente: Caín frente a su Padre, un silencio sin precedentes que se persiguió hasta la sangre, y que ahora deja caer con toda severidad su peso sobre las tímidas manos llenas de sangre. La historia de la leche es la historia de la consecución de un deseo sin sanción, sin finalidad, que se ve abierto como un animal en la mesa de disección de un tropel de niños crueles y curiosos. Madre, palabra terrible dijo Bioy Casares: “Serás un cóndor empujando a tu hija / de la montaña al abismo / donde brota lo real”.
Súplica, amenaza y lamento: canto sexuado al torcido árbol del deseo. Ese árbol que da sombra y también la quita, el árbol de rama aérea que ilumina el oscuro origen de la sed. No existe nada más misterioso que desear aquello que deseamos: la lengua de Mónica Ojeda explora sin descanso ese enmarañamiento genital, vegetal, humano al que estamos condenados a reverenciar por siempre. Unsexmehere, ruega la voz poética, como Lady Macbeth –el deseo no tiene edad– urgida de útero, de leche, de mandíbula. Unsexmehere: dolorosa, orgásmicamente.
HISTORIA DE LA LECHE
Mirar en la noche lo que disimula la noche,
la otra noche, la disimulación que aparece.
Maurice Blanchot
ON my volcano grows the grass,–
A meditative spot
An area for a bird to choose
Would be the general thought.
Emily Dickinson
[Cae con madurez el fruto que en verbo ardido lamió sus costillas al sol;
más de 365 veranos de su carne en hueso negro constelado
se aflojan
Rueda el fruto sobre la piel arqueada de las amapolas
Se abre
De su epicentro nace una guadaña como un párpado de acero cerrándose en la bruma bautismal de su oleaje
–Esto es lo primero que verás –sentencia la rama despojada del peso de su cabeza– antes de atravesar la raza del otoño]
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