sostiene Albert Nock: “Si consideramos al Estado dondequiera que se encuentre, si indagamos en su historia en cualquier momento, no hay manera de diferenciar las actividades de sus fundadores, administradores y beneficiarios de la de los criminales profesionales.” (1) El Estado usa la violencia, en forma permanente, para mantener los privilegios de casta de los burócratas. Es bueno recordar que el Estado está hecho de personas de carne y hueso, que utilizan sus estructuras, para perseguir sus propios beneficios. Este libro se propone explicar cómo sucede esto, tanto desde un enfoque moral y ético como desde una perspectiva utilitarista.
Hay dos grandes problemas cuando se plantean estos debates. Primero, la discusión se sitúa inevitablemente en el contexto de siglos de existencia y de dominio violento del Estado; estamos tan acostumbrados a este mal que no lo percibimos. En el mejor de los casos, lo consideramos un poder demoníaco, pero inevitable; lo más usual, sin embargo, es que lo veamos como algo bueno. Esta legitimación se logra a través de la educación pública, ya sea de gestión estatal o privada, que adoctrina en la religión del Estado, al tiempo que la política empodera a burócratas y políticos. El principal rol de la educación pública es propagar una fe inquebrantable en el Estado. Se nos enseña que políticos y burócratas toman decisiones en pos del bienestar general. También se nos enseña que el Estado nos expresa; que sus acciones reflejan nuestra voluntad.. Se nos enseña el republicanismo. El Estado republicano es un instrumento para convencernos de que gobernamos a través del Estado. Es su herramienta de legitimación más potente. Así nos convencemos de que es esto o el caos, el miedo, la barbarie y el descontrol. Algo similar sucede con el dinero y la organización monetaria. ¿Cuántos profesionales de la economía plantean siquiera la posibilidad de otro tipo de organización monetaria, sin el Estado de por medio? ¿Y cuántos ciudadanos la imaginan?
En definitiva, el Estado es una organización criminal que se las ingenia para obtener el respaldo de la mayoría. Tiene siempre la colaboración de intelectuales que crean opinión a su favor, desde las universidades, los colegios o los medios masivos de comunicación; son recompensados con una participación en el poder, en el botín o mediente el prestigio intelectual o social. Y en los hechos, la idea de Estado limitado, pequeño y eficiente es utópica; ninguna constitución ha podido limitar su expansión, que siempre es exponencial. Murray Rothbard, un economista que vamos a citar mucho en este libro, lo explica así: “El hecho cierto, atestiguado por la historia, es que los gobiernos no han respetado estas limitaciones. Y hay muy buenas razones para dar por supuesto que nunca lo harán. En primer lugar, porque, una vez establecido el canceroso principio de la coacción —de las rentas coactivas y del monopolio forzoso de la violencia— y legitimado como el genuino núcleo de la sociedad, existen excelentes motivos para suponer que este precedente se expandirá y se hermoseará. El interés económico de los gobernantes estatales les empujará a trabajar activamente en favor de esta expansión. Cuanto más se amplíen los poderes coactivos del Estado más allá de los límites mimosamente marcados por los teorizadores del laissez-faire, mayor será el deseo y la capacidad de la casta dominante que maneja el aparato del Estado para acrecentarlos. Esta clase dominante, impaciente por maximizar su poder y su riqueza, ampliará las facultades estatales y arrollará toda débil oposición, a medida que vaya ganando terreno su legitimidad y la de sus aliados intelectuales y se vayan estrechando los canales del libre mercado institucional opuestos al monopolio gubernamental de la coacción y al poder de tomar las decisiones últimas. En el mercado libre es una gozosa realidad que la maximización de la riqueza de una persona o de un grupo redunda en beneficio de toda la comunidad; pero en el reino de la política, en el ámbito del Estado, la maximización de la renta y de la riqueza acontece de modo parasitario, en beneficio exclusivo del Estado y de sus dirigentes, y a expensas del resto de la sociedad. Los partidarios de gobiernos limitados se refugian a menudo en el ideal de un gobierno an-dessus de la mêlée, que se abstiene de tomar partido entre las facciones enfrentadas de la sociedad. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Si el Estado dispone de un poder sin restricciones, sus dirigentes tenderán a aumentar hasta el máximo posible su poder y su riqueza y a expandirlos, por tanto, más allá de los supuestos límites. El punto determinante es que en la utopía del Estado limitado y del laissez-faire no existen mecanismos institucionales para mantener al Estado dentro de unos límites bien establecidos. Debería bastar, a buen seguro, el sangriento registro de los Estados a través de la historia para probar que de todo poder, una vez adquirido, se usa y abusa.” (2).
De nuevo: este libro quiere demostrar que el dinero en manos monopólicas estatales y la actual arquitectura del sistema monetario, bancario y financiero son el mejor ejemplo del abuso al cual el Estado nos condena.
Probablemente, este segundo trimestre de 2020 constituya una oportunidad única para entender cuál es la esencia del Estado y el modus operandi de los burócratas del Estado. La mayoría de los gobiernos del mundo han decretado (con diferente fuerza) cuarentenas que impiden que las personas se muevan y trabajen libremente. En Argentina, el 19 de marzo de 2020 se decretó el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio para un período que iba del 20 al 30 de marzo. Fue extendido en tres oportunidades, prolongándose sucesivamente hasta el 13/4, hasta el 26/4 y hasta el 10/5. Más tarde se extendió hasta el 25/5 y mientras escribo esto sabemos que se prolongará hasta el 8 de junio. La “cuarentena” argentina, que ya es más que setentena, se extiende cada vez más y nadie sabe cuánto va a durar. No debería sorprender: toda intervención estatal está condenada a crecer (a proseguir su “camino de la servidumbre”, en palabras de Hayek), lo cual implica inexorablemente pérdida de libertad y bienestar para el sector privado.
La cuarentena está peleada con la ética y la moral de la libertad. Es un delito que la casta política perpetúa desde el Estado, atentando contra el derecho de cada individuo a su persona, al uso de su primera propiedad (el cuerpo) y al usufructo de su trabajo; es decir, la cuarentena va contra el derecho natural.
¿Qué entendemos por el derecho natural del hombre? Repasemos: la razón humana descubre el derecho natural, que nos proporciona un cuerpo de normas éticas en virtud de las cuales se pueden juzgar las acciones en todo tiempo y lugar. La ley natural debe juzgar si el Estado avanza contra los derechos individuales. A diferencia de los animales, el ser humano no posee un conocimiento instintivo cuando nace. En consecuencia, no conocemos nuestros fines ni los medios para conseguirlos: tenemos que aprenderlos y para esto ejercer nuestras facultades de observación, abstracción y reflexión; es decir, la razón. Que los humanos deban emplear su mente para adquirir conocimiento demuestra que son libres por naturaleza. Lo natural es que el ser humano sea propietario tanto de sí mismo como de su propia extensión de sí mismo en el mundo material: es decir, propietario del fruto de su trabajo. Una sociedad libre es aquella donde todos disfrutan de sus propiedades naturales a salvo de la agresión. Ningún otro sistema social que pueda ser calificado de natural.
Queda claro que mediante la cuarentena los gobiernos ejercen violencia contra la propiedad de las personas. En definitiva, atentan contra la vida: justo lo opuesto a todo lo que mentirosamente pregonan. ¿Cómo pueden responder los ciudadanos? La violencia puede no ser delito si es defensiva, si responde a una agresión previa. Cuando la justicia condena a prisión a una persona actúa con violencia, pero solo como respuesta a una agresión previa. Si todos tienen derecho absoluto a su propiedad natural, se considera que también tienen derecho a defenderla, incluso con la fuerza. ¿Hasta dónde alcanza ese derecho? Fácil: hasta el punto en el cual sus acciones defensivas comienzan a incidir en los derechos de propiedad de terceros. No se puede apelar a la violencia como respuesta a daños potenciales o imprecisos. La única forma de protegerse frente al despotismo es atenerse al criterio de que la invasión que se percibe debe ser inmediata y clara. En este sentido, Rothbard explica que “los inevitables casos de situaciones borrosas o confusas, tenemos que hacer todo lo posible para comprobar si la amenaza de invasión es directa e inmediata y permite, por tanto, que los individuos ciudadanos adopten las medidas preventivas pertinentes.”
En este sentido, la cuarentena utiliza violencia ofensiva por las dudas, intentando prevenir una amenaza o daño potencial. El COVID19 no produce un daño certero, uniforme, palpable y directo, que son las condiciones necesarias para que la violencia sea legítima; como está ampliamente estudiado, un enfermo puede no contagiar, o puede generar contagios asintomáticos, leves, complicados o mortales. Con el accionar frente al COVID19,