Raimon Samsó

Almas Gemelas


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Después de su muerte me desinteresé por conocer a otras mujeres y, cuando intimaba con alguna, era para sacudirme momentáneamente de encima la soledad. Y entonces, claro, nada bello surgía; pues aproximábamos los cuerpos, pero no nuestras almas. Creo que una pareja puede mantener unidos sus cuerpos, pero sus espíritus alejados en una distancia insalvable: es decir, un compromiso sin compromiso. Y yo me refiero a otro tipo de relación, aquella que se pactó antes de nacer. ¿Almas gemelas? Creo que ésas son dos palabras que definen un encuentro valioso. Hablo de una reunión entre dos seres cuya interacción los desarrolla infinitamente a un plano de consciencia.

      —... Entonces ¿sueles visitar galerías? –le pregunté.

      —De vez en cuando. No sólo en las galerías de arte asoma la creación. También puedo percibirla al cuidar mis plantas, cuando alguien me ofrece una sonrisa, o tumbada sobre la hierba. Para mí, la creación es vida en acción. Y la vida transcurre por todas partes a nuestro alrededor. ¿No lo crees así?

      Lo describió tal y como yo lo sentía, aunque nunca antes lo había oído expresado de ese modo. Un instante después estábamos ya en la calle envueltos por la gente que iba y venía a nuestro alrededor, sin que deseara que nuestra conversación diera fin.

      —Jodie, ¿puedo invitarte a tomar un café? ¿Lo aceptarías?

      —No creo que pueda ser ahora, Víctor. Voy algo tarde, me esperan. Pero en otra ocasión sí, vengo a menudo a esta sala...

      —Ni siquiera me has dicho esa razón especial por la que te gusta tanto ese cuadro –intenté retenerla.

      —¡Oh! Ésa es una historia larga de contar. Tal vez la próxima vez...

      —Me conformaría con la versión corta. ¿No puedes decirme cuándo al menos?

      Se iba, ella se iba.

      —Los martes.

      «¿Cuáles? ¿Todos?», quería saber.

      Para mi suerte sólo hay cuatro al mes, pensé tratando de consolarme.

      —Genial. Entonces, ¿volveremos a vernos? –le pregunté mientras se alejaba entre la multitud ajena a nosotros.

      —Sí, sí –e hizo adiós con su mano.

      Se marchaba sin que yo pudiera evitarlo, sin que la red que yo tendía la atrapara. Llevaba prisa, se excusó. La vi aún girarse mientras se perdía entre la multitud y ofrecerme a modo de consuelo una sonrisa antes de doblar la esquina. De nuevo su amable calidez me invadía. Es algo que yo no sé describir, porque soy pintor y no me manejo muy bien con las palabras; pero sí sé que me cautivó. Y en ese preciso momento, supe con certeza que volvería a ver a Jodie. Y esa certeza me sorprendía y me descolocaba. ¿Cómo podía Jodie, cómo podía nadie interesarme?

      Caminé hasta mi apartamento, dando puntapiés a estos pensamientos y a otros aún más vacuos, igual que si se trataran de latas de cerveza vacías. Mis ideas rodaban y rodaban como si hubieran puesto mi mente en el tambor de una lavadora.

      Una vez en el estudio, conecté mi lap top y le envié un e-mail a Javier: «Aquí estoy, ya instalado, haciéndome con la ciudad. Tus vecinos, muy hospitalarios. Todo perfecto y sin ninguna novedad. Cuidaré de tus plantas. Tal vez, tome el pincel...».

      En el buzón del correo electrónico había otro para mí. Se trataba de un mensaje muy particular y que en aquel preciso momento de mi vida me daba mucho en qué pensar:

       «El tiempo que te toma realizar un trabajo es el mismo que transcurrirá si no haces nada en absoluto. Aprovecha tu tiempo. La vida va a pasar de todos modos. Existe cierta regla cósmica por la cual intercambiamos nuestro tiempo –la vida– por aquello que nos hace sentir vivos –lo vivido–. Es decir, entregamos vida a cambio de vida. Es ése un intercambio fascinante, y sin duda justo.

       Pero si te guardas tu aportación, sin ofrecerla a los demás, entonces haces de tu experiencia algo incompleto. Todos podemos comprometernos con un propósito de vida. ¿Cómo reconocerlo? Preguntándote qué es aquello que, constituyendo tu talento natural, contribuye al mayor bien al ponerlo al servicio de los demás. ¿Qué harías de tu vida si tuvieses el éxito garantizado? ¿Qué atrae más luz a tu vida? ¿Cuál es tu talento secreto? Un don no es algo que recibimos, es una habilidad que nos damos a nosotros mismos al ejercitarla.

       Todos tenemos algo que ofrecer a los demás por increíble que parezca. La belleza de este día necesita de todos nosotros. ¿Qué harás, Víctor, con este día?».

      Firmado: J. Esa letra nada más.

      Imprimí y desconecté.

      Lo leí de nuevo... «Javier, poco a poco, no tan deprisa...», pensé. Aunque lo cierto es que me sorprendió que ese escrito pudiera venir de él, porque solía expresarse en otro estilo.

      Capítulo Cuatro

      Javier conservaba una buena cantidad de sus cuadros en el estudio. Los revisé uno por uno, los desmenucé, imaginé qué buscaba expresar al pintarlos. Podía oír el efecto sonoro de cada una de sus pinceladas en mi interior. Cada cuadro me parecía mejor que el anterior y con ello mi admiración subía por una escalera infinita. Su pintura me conmovía, se me revelaba llena de emoción y de fuerza, en contraposición a la aridez de la mía. Javier pintaba con una inteligencia cálida llena de sutileza de la que yo carecía. Y dotaba de alma a cada uno de sus trabajos, mientras yo me perdía teorizando. Me dolía el hecho de ser capaz de apreciar la gran diferencia entre su arte y el mío y a la vez ser incapaz de igualarlo.

      ¿Por qué Dios me había concedido la capacidad de admirar lo que yo no podía crear?

      Por lo común, Javier utilizaba colores luminosos, tirando a ocres. Plasmaba su particular universo al trasluz de una amplia gama de colores cálidos. Creo que se debía al efecto de la luz de California que se le metió muy adentro y le veló la paleta. A menudo rompía esa claridad con un violento trazo en gris. Un gris que no era gris, sino una capitulación del negro. Recuerdo que una vez me contó el secreto de su gris: no era pintura, era tierra volcánica traída de Chile mezclada con agua de ningún lugar en especial. Aquellos días revisé sus telas una y otra vez; con admiración, pues siempre le he reconocido a Javier su punto de genialidad.

      Sonó el timbre de la puerta del estudio. Era Lorena con un mensaje de su padre: «Se sentiría muy feliz si aceptaba acompañarlos en la cena», recitó de corrido bajo el umbral de la puerta mientras recuperaba el aliento. Y añadió bromeando: «No se requiere chaqueta». Acepté con mucho gusto. Algo más; me traía una tarta de manzana que había preparado ella misma. Se lo agradecí con dos besos. Le rogué que pasara mientras guardaba la tarta en la nevera.

      Ella se interesó por algunos de los cuadros de Javier. Le expliqué algunos detalles, el equilibrio o el desequilibrio del conjunto, el diálogo que establecían los trazos y los colores. Recuerdo su asombro ante la avalancha de argumentos que desbarataron su opinión de que la pintura abstracta no sigue ningún criterio y que es un arte disparatado.

      —Caramba, Víctor. Es impresionante cuántas cosas extraes de un cuadro. ¿Y tú? ¿Cómo es tu pintura?

      No supe responder a esa pregunta. Ni siquiera tenía claro si podía considerarme pintor. Como si tras terminar aquella última tela –en la noche de fin de año– y al lavarme las manos con disolvente, al mismo tiempo se hubieran desvanecido todos mis anteriores cuadros a través del desagüe. En términos fotográficos: un exceso de exposición a la tristeza había velado mi obra completa.

      —Verás, Lorena, solía pintar objetos cotidianos, cosas tremendamente familiares, y algún que otro retrato. Lo llaman hiperrealismo. Es como fotografiar con los pinceles.

      —¿Retratos?