suavizó su expresión hostil.
–¿Qué?
–Te sugiero que no me pongas a prueba, Priscilla. Estoy muy enfadado. Podría darte la tunda que te mereces.
Comprendiendo que solo se estaba desahogando, ella dejó caer los hombros. Hasta se permitió burlarse un poco de él:
–¿La tunda que me merezco? No seas bruto –dejó su bolso en el suelo, delante del asiento, y echó la cabeza hacia atrás. Luego, como si se lo pensara mejor, añadió–: Además, yo no lo permitiría.
¿De veras creía que podía detenerlo si se ponía un poco duro? ¡Qué idiotez!, pensó. él. Pero hizo bien en relajarse. Él no tenía intención de maltratarla.
Por lo que a él respectaba, ya la habían maltratado suficiente ese día.
–Aparqué a dos manzanas de aquí, por si acaso, ¿sabes? Es un Honda Civic azul oscuro.
–Mandaré a alguien a recogerlo.
–Así como así, ¿eh? –se estiró y bostezó–. ¿No necesitas mis llaves?
Cuando se quitó los zapatos, movió los dedos y exhaló un suspiro, Trace se enfadó aún más.
–¿Ya te sientes mejor?
–Pues sí –giró la cabeza para mirarlo y hasta sonrió un poco–. Saber que no tienes intención de asesinarme es un gran alivio.
–No te relajes demasiado. Todavía estás con el agua al cuello.
Priss se volvió hacia él.
–Sí, ya lo sé. Bueno, ¿qué está pasando aquí? ¿Qué es esa idiotez de la ropa y todo eso?
–Necesitas vestuario nuevo para lucir tus encantos.
–Mis… –se quedó boquiabierta cuando por fin entendió lo que ocurría–. ¡Ese hijo de perra! Le he dicho que era su hija.
–¿Creías que a Murray iba a importarle una hija de la que no sabía nada? Espabila de una vez –le costaba creer que fuera tan ingenua–. Jamás permitiría que alguien reclamara algún derecho sobre su imperio. El hecho de que seas su hija no va a enternecerlo. Al contrario, te convierte en un peligro para él.
–Pero… me han visto con él. ¡Me ha visto un montón de gente!
–Personas que trabajan para él.
–¿Y que hacen todo lo que él les ordena?
–Exactamente.
–Entonces, ¿qué piensa hacer? ¿Venderme al mejor postor? –al ver que Trace fruncía el ceño, pero no contestaba, añadió–: ¿Piensa llevarme al extranjero o solo a algún sitio apartado? Apuesto a que tiene contactos en California y Arizona, ¿a que sí?
Trace la miró de nuevo. ¿Qué sabía aquella tal Priscilla Patterson de aquel negocio? Murray Coburn no había cosechado su fama cometiendo errores o dejando que se filtrara información sobre él.
–¿Cómo dices?
–Vamos, Trace, corta el rollo –en lugar de parecer asustada o preocupada, parecía estar barajando posibilidades–. Los dos sabemos cómo se hizo rico Murray. ¿No?
–¿Por qué no me lo explicas?
Ella se volvió a medias para mirarlo.
–¿Quieres que empiece yo? ¿Es una especie de prueba o algo así? Muy bien, no hay problema –se inclinó hacia él–. Tráfico de mujeres.
Trace procuró no reaccionar.
–Yo pensaba que el muy cerdo solo se dedicaba a las inmigrantes. Porque sé que las agencias de contratación, por rentables que sean, solo son una tapadera. Lo que de verdad le da dinero es otra cosa –se quedó mirando por la ventanilla y no preguntó adónde la llevaba Trace–. Claro que, si se da cuenta de que puede ganar dinero con mujeres de aquí, supongo que pensará en ampliar el negocio.
Trace no pensaba confirmar ninguna de sus suposiciones. Porque tenían que ser suposiciones. Aquella mujer no podía tener información de primera mano porque los datos eran muy escasos y era casi imposible conseguir pruebas. Trace no se fiaba de ella en absoluto, pero su teoría planteaba algunas cuestiones interesantes.
–¿Qué sabes tú del tráfico de mujeres?
–Más de lo que me gustaría –masculló ella.
Un escalofrío de alarma recorrió la espalda de Trace.
–¿Sí?
Ella resopló, indignada:
–Mira, no soy tonta, ¿de acuerdo? Antes de venir me informé sobre el tema todo lo que pude. Sé que muchísimas inmigrantes sufren abusos, que les prometen un buen trabajo y acaban obligadas a prostituirse o algo peor. Y he leído que la demanda de mujeres de aquí está en alza porque escasean mucho más que las inmigrantes.
Trace apretó con más fuerza el volante.
–Si eso crees, ¿qué demonios haces aquí?
Ella sacudió la cabeza y su larga coleta se balanceó.
–Se acabaron las preguntas.
Él apretó los dientes.
–No, nada de eso, Priscilla. No puedes negarte a contestar. Si quieres salir de esta, y es dudoso que lo hagas, tienes que contármelo todo.
Ella suspiró.
–Es un nombre horrible, ¿verdad?
Trace la miró, desconcertado.
–¿Cuál? ¿Priscilla?
–Sí. Mi madre me llamaba Priss, y así es como me llama todo el mundo. Al menos, los que me conocen bien. Pero tampoco mejora mucho –se frotó los ojos cansados–. Es un nombre muy cursi, como de mosquita muerta. Pensé que por una vez en la vida iba a servirme de algo.
–¿Porque creías que Murray iba a creer que eras una especie de candorosa damisela?
–Sí –lo miró–. No crees que se lo haya tragado, ¿verdad?
Trace soltó un bufido.
–No es tonto. No creo que te haya calado del todo, pero está claro que algo sospecha.
–¿Y tú? ¿Me has calado?
–Sé que eres una farsante, Priscilla. Sé que tienes algo planeado, algo que puede hacer que los dos acabemos muertos. Y sé que estás fuera de tu elemento.
Pareció soñolienta.
–Conque sí, ¿eh?
Trace se aventuró a preguntar:
–¿De veras es tu padre?
–¿Tú qué crees?
–Creo que las venganzas personales son las más peligrosas –y estaba claro que para ella aquello era algo personal. ¿Por su madre, tal vez? Probablemente. Sobre todo, si no tenía más familia.
–Las venganzas personales son un buen motivo para implicarse en algo –se quedó mirándolo–. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
Trace mantuvo la mirada fija en la carretera.
–Es mi trabajo.
–Y un cuerno –se rio, y su voz sonó agradable, a pesar de su crispación–. De acuerdo, a ti se te da bien analizar una situación. Pero a mí también. ¿Quieres saber lo que creo?
Trace señaló con la cabeza un edificio de ladrillo con un toldo morado.
–Esa es la tienda donde vas a comprar.
Ella no cambió de tema:
–Creo que eres muy capaz de matar, pero no a personas inocentes. Matas a gente que se lo merece. Eres bueno, lo que significa que eres una especie de profesional.