Lori Foster

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto


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que le iba como anillo al dedo. Aquella mujer no dejaba pasar una sola oportunidad de manosearlo, de darle órdenes, de complicarle la vida. Pero, como era la amante de Murray, tenía privilegios que se les negaban a otros.

      Si Murray descubría sus manejos, la mataría sin pensárselo dos veces. A Trace no le preocupaba lo más mínimo la suerte que corriera ella, pero le preocupaba, en cambio, que Murray perdiera la confianza en él.

      No le apetecía servirse de Hell, pero era el camino más rápido. Sobre todo, porque la dama se portaba como una ninfómana con él.

      Cuando se acercó con los ojos entornados y una media sonrisa en la boca pintada, Trace hizo lo posible por ignorarla. Por suerte Alice, la tímida recepcionista, lo salvó de su asalto con un mensaje:

      –¿Señor Miller? –dijo dirigiéndose a él por su nombre falso.

      Sin quitar ojo a Hell, Trace contestó:

      –¿Qué ocurre?

      –Abajo hay una mujer que quiere ver al señor Coburn. Necesitan que baje usted a ver qué quiere.

      Hell se detuvo con las piernas separadas, los brazos en jarras y la barbilla levantada con gesto desafiante.

      –¿Una mujer? ¿Y quién demonios es?

      La recepcionista agachó la cabeza.

      –No lo sé, señora.

      –Dígales que la retengan allí hasta que baje.

      Aunque podía haber hablado directamente con el personal de abajo, Trace mandó a la joven para librarla de la ira de Hell. A Murray parecía gustarle especialmente la crueldad de Hell, y nunca le exigía que dominara su impulso de maltratar al mensajero que le llevaba malas noticias.

      –No quiero que Murray vea a ninguna mujer.

      Cruel y posesiva. Naturalmente, tenía que saber que Murray se tiraba a todo lo que llevaba faldas, con o sin su permiso.

      –De todos modos está fuera.

      El muy cerdo se había ido hacía dos horas, y aunque le gustaba servirse de Trace como guardaespaldas personal, se había llevado a otro hombre consigo.

      –Averigua quién es y vuelve a informarme.

      –Me parece que no.

      Todo el mundo en la organización temía a Hell casi tanto como al propio Murray. Salvo Trace. Él solo sentía desprecio por ambos. Tal vez por eso Hell lo perseguía constantemente y Murray parecía admirarlo.

      Cuando echó a andar hacia el ascensor, Hell se interpuso en su camino. Con sus tacones de aguja, le llegaba al nivel de los ojos a pesar de que Trace medía más de un metro ochenta. La larga melena oscura le caía lisa sobre la espalda. Llevaba las uñas y los labios pintados de rojo brillante. El escote de su camisa de gasa, que se tensaba sobre sus pechos turgentes, era tan bajo que le llegaba casi hasta el ombligo. Estaba preciosa, como siempre.

      Era preciosa y malvada. Clavó la mirada en su bragueta.

      –¡Qué oportuno que te hayan llamado!

      Dios, cómo la despreciaba Trace.

      –¿Sí? ¿Y eso por qué?

      Tan atrevida como siempre, ella alargó la mano y tocó sus testículos a través de la tela de los pantalones.

      –Me apetece pasar un rato a solas contigo.

      Lejos de disfrutar de su caricia, Trace temió que quisiera mutilarlo. Agarró su fina muñeca y apretó los huesos delicados. Aunque sabía que le estaba haciendo daño, ella entreabrió la boca y entornó los ojos. Se lamió los labios y escudriñó su mirada:

      –Si estuvieras desnudo, ya te habría clavado las uñas.

      Lo cual era una razón estupenda para no desnudarse delante de ella. Trace esbozó una sonrisa triunfal.

      –No será esta vez, Hell –le hizo apartar el brazo apretándoselo hasta que gimió y abrió los dedos. Luego la empujó a un lado–. Tengo trabajo que hacer.

      –Trace…

      Se volvió hacia ella con un suspiro.

      –¿Qué?

      –Quiero que me lleves de compras.

      –Eso no forma parte de mi tarea, muñeca.

      –Sí, si Murray lo ordena –se frotó la muñeca enrojecida contra los pechos–. Y Murray ordenará lo que yo quiera.

      Trace no dijo nada; se apartó de ella y entró en el ascensor. Cuando se cerraron las puertas, dejó escapar un suspiro de alivio.

      Desde que tres semanas antes se había infiltrado en la organización haciéndose pasar por guardaespaldas, Hell había sido su mayor estorbo. En algún momento tendría que enfrentarse a ella. Era farmacéutica y se encargaba de suministrar los fármacos que Murray podía necesitar en su negocio de tráfico de mujeres. Sus esbirros se encargaban de capturar a las mujeres y el canalla de Murray las vendía al mejor postor después de que Hell les suministrara las drogas necesarias para asegurarse su sumisión.

      Trace estaba deseando vérselas con ella.

      Cuando se trataba de erradicar aquella lacra, no hacía distingos entre hombres y mujeres. Helene Schumer tenía que desaparecer. El mundo estaría mejor sin ella.

      Priscilla Patterson gimió y se fingió asustada cuando dos enormes gorilas intentaron llevarla hacia una sala de reuniones del edificio de oficinas. Ignoraba qué pretendían hacer con ella allí.

      No se mostraron muy amables, y a Priscilla le costó trabajo refrenarse para no defenderse. Le retorcieron el brazo y alguien le tiró de la coleta y le hizo sofocar un grito de dolor.

      Luego, de pronto, oyó una voz tranquila y severa:

      –Soltadla.

      De un momento para otro se vio libre y, al volver para descubrir a quién pertenecía aquella voz, se quedó helada.

      ¡Madre mía!

      Aquel hombre parecía educado, amable y… sexy, no como aquellos dos neandertales. Se acercó a ellos con una cara de pocos amigos que no admitía discusión. Medía más de un metro ochenta, era musculoso pero no en exceso, y tenía un aspecto limpio y elegante, aunque no tan relamido como los hombres que aparecían en las portadas de GQ. Su pelo, muy rubio, liso y un poco demasiado largo, contrastaba vivamente con sus ojos de un castaño dorado, los más penetrantes que Priscilla había visto nunca. Vestía pantalones chinos y una camiseta negra de una marca muy cara. Priscilla notó el abultamiento de un chaleco antibalas bajo la camiseta. Llevaba una sobaquera de cuero negro con una sola pistola y un cinturón con dos cargadores de repuesto, un arma paralizante, una porra y un bote de spray antiagresión. Sus botas negras de cordones, con la puntera reforzada, podían ser mortíferas.

      Aquel hombre estaba listo para cualquier cosa.

      Pero tal vez no para ella.

      Su brillante mirada de color caramelo se deslizó, desdeñosa, por encima de los dos matones.

      –Yo me encargo de ella.

      Los hombres se alejaron refunfuñando.

      Él la agarró del brazo.

      –Venga conmigo.

      Priss intentó resistirse, pero él era mucho más persuasivo que los otros dos, aunque no le hizo daño.

      –¿Adónde vamos?

      –A un sitio donde podamos hablar tranquilamente.

      –Ah. De acuerdo –caminó rápidamente a su lado. Con sus zapatos planos, se sintió muy bajita y, de pronto, muy insegura–. ¿Trabaja aquí?

      Él no contestó, pero le hizo doblar la esquina. Allí nadie la vería. Él, en cambio, siguió en medio del pasillo, y Priscilla dedujo que no quería perder de vista a los otros.