vez por estar en la punta sur de la ciudad, en un sitio tan alejado que parecía pertenecer a otra jurisdicción, el Club Asturiano reunía a distintas comunidades españolas. Ahí sudaban y se bañaban hijos de anarquistas, falangistas, comerciantes sin partido, mexicanos que le ponían chile a la paella.
Cuando Ramón cayó con hepatitis a los catorce años, Julio supo por primera vez lo que significaba estar solo. Las calles le parecieron repentinamente asiáticas: sobraba gente y los guisos tenían demasiado cilantro. Durante semanas, si alguien lo veía le preguntaba de inmediato: “¿Y Ramón?”. Esa enfermedad fue un periodo de prueba para Julio, el paréntesis en que tener “vida propia” significó explicar por qué su primo no estaba ahí.
Al entrar a Faunia, Ramón señaló un edificio esférico: el pabellón de los dinosaurios.
–¿Te acuerdas del Desierto de los Leones? –preguntó.
Tenían doce años cuando fueron de excursión a ese bosque en las afueras del D.F. Julio recordó el convento agobiado por el musgo, donde ser monje habría significado ser tuberculoso. Por ese tiempo, aún les gustaba pisotear hormigas, pero comenzaban a pensar que era algo estúpido. Caminaron por un sendero que rodeaba el bosque. De pronto, Julio dejó caer su cantimplora con limonada y se adentró en la vegetación. Nunca entendió si lo hizo para cortejar un peligro concreto o por un alarde inexplicable. Lo cierto es que la maleza representó para él un rito de paso; se sintió valiente sin motivo alguno, pensó en verdes superhéroes, creyó distinguir las alas de un halcón, y se perdió.
Gritó y su voz fue absorbida por el follaje del que caían gotas frías. Las frondas conservaban la lluvia del día anterior. Caminó cada vez más despacio, cediendo a la resignación de no volver nunca. Pensó con vanidad que los demás sufrirían mucho su pérdida. Él sobreviviría como un salvaje y sería encontrado años después, cuando ya hablara un idioma de su invención. Entonces su familia volvería a sufrir.
Por esos días, él y Ramón dibujaban un murciélago gigante. Cada uno se hacía cargo de un ala; trazaban venas caprichosas, como un tatuaje iridiscente. Si él no salía del bosque, el dibujo iba a quedar interrumpido. Tal vez Ramón lo conservaría en la cabecera de su cama como recordatorio del gemelo que se fue, el ala que no acabó de ser pintada.
Pensar que su ausencia arruinaría varias vidas le dio extraña fuerza para seguir andando.
Mientras tanto, en el sendero que circundaba el bosque, su primo encontró a un hombre descomunal. El cabello le crecía en densos racimos; las uñas, de un grosor sobrenatural, estaban esmaltadas por una mugre negrísima. Era el Hotentote.
En los años sesenta del siglo XX, la ciudad entera conocía a ciertos vagabundos y ciertos freaks. El Hotentote era célebre por sus retratos minuciosos. Siempre llevaba dos o tres lápices encajados en el pelo. Lo habían visto una vez fuera de la Catedral y admiraron especialmente el dibujo de un mastín de dos cabezas. Costaba unos cuantos pesos, pero sus padres no quisieron comprarlo.
El gigante irradiaba una energía excesiva que reclamaba ser utilizada. Ramón le pidió ayuda para encontrar a su primo.
El ogro entró al bosque sin decir palabra. Una hora más tarde regresó cargando a Julio, que tenía el rostro arañado y se había luxado un tobillo.
El Hotentote quiso llevarlo con sus padres, pero Ramón se opuso. Después del rescate, el energúmeno se volvía incómodo.
Julio cojeó hasta el claro donde su madre lloraba, viendo una fotografía de su hijo tamaño credencial, como si él ya llevara años desaparecido y sólo pudiera ser evocado de ese modo.
No dijeron nada del Hotentote.
El pabellón de los dinosaurios olía a plásticos superiores.
Ramón había copiado dos velocirráptores, el de Parque jurásico y el que se extinguió en la lluviosa antigüedad. El auténtico era menos verosímil que el de la película; tenía plumas en las patas que lo hacían ver como un pollo excesivo; más que una bestia de interés parecía una tragedia genética. El otro era formidable.
Julio admiró el trabajo de su primo. En ese momento, unos escolares llegaron a la sala y corrieron a fotografiarse junto al mejor velocirráptor.
Le había ido bien a Ramón. Todo comenzó un 20 de noviembre, con la muerte de Franco. Para la familia, ese dejó de ser el día de la Revolución Mexicana para convertirse en la fecha en que el granítico abuelo lloró de gusto en la Casa del Exilio.
En 1976, Julio y Ramón pudieron ir a España a resolver un litigio que sus padres posponían desde hacía varios años, tratando de que su negligencia para resolver trámites se interpretara como integridad política.
Un tío remoto había muerto sin descendencia y su última voluntad fue unir a la España dividida, legando unas propiedades a la rama del exilio. Fermín y Vicente supieron que podían reclamar una peluquería y una casa con corral en San Martín de la Vega, cerca de Madrid. Eso había ocurrido en 1969, pero no se dieron prisa en reclamar sus bienes, tan distintos a los castillos que la abuela perdía en su recuerdo. Después de algunas indagaciones supieron, o creyeron saber, que las aguas negras de Madrid iban a dar a San Martín de la Vega. “Heredamos mierda”, dijo Fermín o Vicente, y el asunto se archivó con un trago de Bobadilla 103 para ser resuelto por la próxima generación.
A principios de 1976, a los veinte años, Julio y Ramón viajaron a un Madrid donde todo era barato y nada ni nadie parecía moderno. Un hombre con un oficio salido de una comedia de Lope de Vega (consultor jurado de cuentas) los enteró de que la sucesión duraría décadas.
–Me quedo aquí –dijo Ramón.
¿Qué podía hacer en un país donde el diseño más audaz era el casco de la Guardia Civil?
Julio no olvidaría las caminatas por el Madrid de los Austrias, tratando de convencer a su primo de que volvieran juntos a México.
–¡Aquí no hay dentistas! –fue el último de sus desesperados argumentos.
México era entonces la utopía de la sonrisa perfecta, dientes blanqueados por la cal de las tortillas y la tecnología norteamericana.
En las olimpiadas del 68 la familia entera se había conmovido con el oro del Tibio Muñoz y las otras ocho medallas mexicanas. España se había quedado en ceros. Una nación rota, que ostentaba en sus dientes la tristeza de no ganar nada.
¡Qué equivocada parecía la decisión de Ramón treinta y tres años atrás y qué equivocado parecía haberla visto así! Cuando propuso que Julio se quedara con la casa de Mina y él con lo que pudiera rescatar en España sonó como un mártir de la herencia.
Ahora, en Faunia, aquella decisión suicida cobraba la forma de una astucia.
Salieron a la excesiva luz del día. Ramón propuso que se asomaran a la sala de los animales nocturnos.
–Verás murciélagos –prometió.
La calle de Mina seguía una trayectoria moral. Comenzaba en un punto donde el deseo era una promesa (las coreografías tropicales del teatro Blanquita), continuaba hacia el Salón México, donde se podía bailar con alguna desconocida, y avanzaba rumbo a bares de mala estrella. Poco más adelante, aparecían hoteles de paso recubiertos de incierto mármol color de rosa y que incluso en la acera despedían un olor a desinfectante; el último de ellos se llamaba Ferrol, en honor al pueblo del tirano, y se había recargado contra la casa del abuelo, como si también los inmuebles disputaran su posguerra. Frente a la casa estaba el ábside de la iglesia de San Fernando. Ahí concluía la serie simbólica. La calle de Mina ofrecía espacios de tentación, caída y redención.
Julio y Ramón visitaban la casona una vez al mes para cobrar las rentas congeladas, cada vez más parecidas a limosnas.
Una tarde, Julio encontró a su primo en compañía de Mariana, junto a la puerta de cristales polarizados del Hotel Ferrol. Esa imagen se volvió obsesiva, canónica, inagotable.
Mariana era una belleza de pelo castaño y cejas decididas.