Nancy Warren

Seductora


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su bolso de noche.

      No era una de esas mujeres que llevaran poco más que un pañuelo, una barra de labios y las llaves de casa. Ella siempre llevaba un bolso grande para poder guardar dentro su cartera. Le gustaba saber dónde tenía su carné de conducir y sus tarjetas de crédito.

      Sacó la cartera y rebuscó en ella hasta encontrar una foto. Era de un bebé de piel rosada y boca diminuta que estaba dormido.

      –Un niño precioso –dijo Natalie, y le tendió la foto a Isabel–. ¿Quién es?

      –El hijo de Charlie. Su tarjeta navideña llegó tarde. La he recibido hoy.

      –¿Charlie? ¿El Charlie con el que estabas comprometida?

      –Sí –respondió Arianne, y se volvió para mirar por la ventanilla las calles iluminadas de Manhattan–. Si me hubiera casado con él, éste sería mi bebé.

      –¿Desde cuándo quieres casarte con un hombre que vive en un pueblo perdido del Medio Oeste?

      –Lo habían trasladado allí. No pudo hacer nada por evitarlo. Aún seguimos siendo buenos amigos, aunque a veces me pregunto…

      –Cariño, Charlie estaba hecho para vivir en un pueblo perdido del Medio Oeste. Tú no.

      –El amor no tiene nada que ver con la geografía.

      –Oh, no sé. Siempre que veo la mansión de los Monticello, me enamoro de Rafe –bromeó Natalie.

      Arianne se echó a reír, devolvió la foto a su cartera y decidió sobreponerse. Isabel tenía razón. Era una noche para divertirse. ¿Y qué si su apartamento cabía en el garaje de Charlie? ¿Y qué si no podía ser más que una madrina o una tía y no una madre?

      ¿Y qué si no dejaba nunca de ser una mujer soltera?

      –Las máscaras –les recordó a las otras cuando el taxi se detuvo junto a los escalones de la entrada. Sacó su antifaz de seda negro del bolsillo y se lo puso sobre los ojos.

      La máscara de Isabel era una pieza artesanal tan extravagante como ella. Una reluciente combinación de oro, plumas y satén.

      La de Natalie era de satén dorado adornada con lentejuelas y un penacho de plumas también doradas. Combinaba a la perfección con su vestido dorado, letalmente corto.

      –¿Llevas ropa interior dorada? –le preguntó Arianne.

      Natalie esbozó una sonrisa maliciosa y se subió el vestido para revelar un tanga con abalorios dorados.

      –Tienes que animar esa cara, Arianne –le dijo Isabel poniéndole una mano en el brazo–. Esto es una fiesta. Bebe un poco de champán, diviértete, haz alguna locura…

      Natalie asintió, batiendo sus plumas doradas como las alas de un pájaro enorme.

      –Tiene razón. La vida no siempre hay que tomarla tan en serio. Ésta es una noche para soltarse el pelo. Oculta tras una máscara, puedes ser lo que quieras.

      –O tener a quien quieras –añadió Isabel.

      Arianne prefirió no responder.

      Las tres subieron trotando los escalones. Tres mujeres solteras de Nueva York; una rubia, una morena y una pelirroja. La clase de trío que a Rafe le encantaba recibir.

      La fiesta estaba en su apogeo cuando entraron. Una vez que mostraron sus invitaciones y entregaron sus abrigos, las tres permanecieron juntas.

      A Arianne siempre le hacían falta unos minutos para adaptarse. Aquel lugar parecía sacado de un cuento de hadas. Viejo y enorme, había sido construido por un millonario que quería hacer ostentación de su fortuna. La opulencia se veía por todas partes, en los candeleros dorados y los espejos venecianos. El suelo era de mármol rosa de Carrera, sacado de un castillo italiano y llevado a América especialmente para el salón de baile. El altísimo techo abovedado estaba pintado con frescos renacentistas. Arianne nunca se cansaba de mirar los querubines de mejillas rosadas y los ángeles con túnicas blancas que flotaban entre las nubes de un cielo azul.

      Sus amigas tenían muy claros los motivos por los que iban a la fiesta anual de Rafe. Isabel, por los hombres. Natalie, por los zapatos. Pero ella no tenía ni idea de por qué estaba allí.

      Se dijo a sí misma que era políticamente correcto intimar un poco con el hombre que la había ayudado a ascender en la empresa. Pero sabía muy bien que Rafe no quería intimar en su propia fiesta. Y además, ya tenía a muchas mujeres alrededor para eso y sólo Dios sabía para qué más.

      No. No había venido por eso.

      Tampoco tenía la misma pasión que Natalie por los zapatos, aunque era muy agradable recibir un par de elegantes zapatos negros y carísimos, cada año.

      Pero los zapatos no bastaban para atraerla.

      Tampoco quería tener sexo con un desconocido, como Isabel. Sin embargo, empezaba a preguntarse si el dolor en su estómago tenía más que ver con el sexo que con los zapatos.

      Por alguna razón, entrar en aquel salón de baile era como entrar en un cuento. Aquel escenario inspiraba grandes expectativas, como que el príncipe fuera a bailar con ella y que los zapatos fueran de cristal.

      ¡Qué patético!

      En aquel momento, levantó la mirada y vio a Rafe, observándola. Estaba imponente con su esmoquin, y era la única persona en la fiesta que no llevaba máscara. Según él, sería inapropiado que el anfitrión de un baile veneciano se disfrazara.

      Arianne no sabía si sería ésa la razón, pero su rostro le pareció alarmantemente desnudo en un mar de máscaras. Él le mantuvo la mirada, y ella fue más que consciente de los sensuales rasgos de su rostro.

      Su pelo era más negro que una gruta a medianoche. Sus ojos, sólo un poco más claros. Oscuros como el chocolate amargo. Su piel estaba tan bronceada como si fuera oriundo de la Toscana, aunque Arianne sabía que había nacido en Nueva York.

      Era alto y musculoso, y se mantenía en forma practicando deportes extremos.

      Suspiró. No era raro que las mujeres se sintieran atraídas hacia él, como las polillas a la luz. Era rico, con éxito, joven y guapo. Las dos rubias que lo flanqueaban en aquel momento parecían acopladas a él como un juego de esposas doradas.

      –Has trabajado para él durante dos años –le dijo Isabel, al ver que lo estaba mirando–. ¿Cómo es que nunca has hecho horas extras y te lo has llevado a la cama?

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