Alberto Vazquez-Figueroa

La vacuna


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eran conscientes de la importancia de su trabajo, y de lo peligroso que sería que se conociesen sus auténticas identidades, habían decidido otorgarse nombres ficticios y nunca relacionados con el país al que pertenecían.

      –Creo que, con mucha suerte, conseguiríamos disponer de treinta y cinco dosis al mes; como máximo, cuarenta –señalaba en esos momentos quien respondía al seudónimo de Lena.

      –No bastarán –sentenció el denominado Dimitri.

      –Ya sé que no bastarán; ni cuarenta, ni cuarenta mil, ni cuarenta millones, pero es lo que hay.

      –¿Y si pidiéramos ayuda a la Organización Mundial de la Salud? –quiso saber quien se hacía llamar Diana y que parecía ser la de más edad.

      –Alguien querría colgarse una medalla y echaría las campanas al vuelo despertando falsas expectativas. Y en este caso no es cuestión de dinero, querida. No se trata de invertir millones porque la naturaleza va a su ritmo.

      –Y si la forzáramos perdería el paso –intervino el apodado Enzo, que chupaba una pipa que nunca se atrevía a encender porque le tiraban zapatos a la cabeza–. Tu nieto nacerá dentro de cuatro meses, pero si intentáramos que naciera dentro de dos tu hija correría peligro… ¿O no?

      –Desde luego –admitió la demandada.

      –Pues en eso estriba el problema –le hizo notar–. Si utilizáramos productos químicos nos bastaría poner a los laboratorios a producir a destajo, pero estamos trabajando con períodos de gestación que la naturaleza ha impuesto a lo largo de millones de años y no somos dioses que podamos salvar de un salto semejante abismo.

      –¿Luego vamos por mal camino?

      –A mi modo de ver estamos en un punto muerto del camino correcto, que no es lo mismo.

      –Intento entenderte pero me resulta difícil –intervino por primera vez Richard.

      –Digamos que es como si un grupo de alpinistas consiguiera coronar el Everest pero que por mucho que se apretujaran en la cumbre nunca habría espacio más que para cuarenta.

      –Un símil acertado –admitió Dimitri–. ¿O sea que una vez en la cima algunos tendrían que descender para que subieran otros?

      –Más o menos.

      –Hace tiempo vi una película en la que docenas de ellos se amontonaban en una parte estrecha de la ruta, iban muriendo y…

      –Todos la hemos visto, querido; todos la hemos visto y recordamos el problema moral que se les presentó a los guías a la hora de decidir a quién debían rescatar. No los salvaban por su dinero, sus méritos o su importancia, sino por las posibilidades que tenían de sobrevivir a la hora de descender por su propio pie hasta el campamento base.

      Había comenzado a llover y permanecieron unos instantes contemplando como el amplio ventanal se cubría de goterones que resbalaban sin prisas como invitándoles a imitarlos y no precipitarse a la hora de tomar decisiones.

      La tragedia de la mañana del once de mayo de mil novecientos noventa y seis, cuando una inesperada tormenta se abatió sobre el Everest provocando la muerte de ocho alpinistas, les obligada a considerar que de igual modo corrían el riesgo de precipitarse a la hora de elegir a quiénes debían vacunar.

      Eran cinco, ¡solo cinco!, los que sabían lo que siete mil millones de seres humanos deseaban saber, y evidentemente la carga resultaba excesiva.

      –No podemos callarlo.

      –Pero tampoco decirlo.

      –¿Y qué contará la historia sobre quienes sabían que existía una vacuna pero permitieron que tantos infelices murieran?

      –Lo que cuente la historia me importa un bledo –sentenció Enzo agitando su pipa–. Me importa lo que dirían mi mujer y mis hijos si supieran que sé como salvarlos y no lo hago.

      –Puedes hacerlo –puntualizó Lena.

      –Desde luego, pero al día siguiente mi mujer me pediría que salvara a su hermana, su cuñado y sus sobrinos. Y lo mismo os ocurriría a vosotros, con lo que dentro de una semana una multitud desesperada derribaría esa puerta buscando una vacuna que no podemos proporcionarle.

      –¿Y qué solución propones?

      –Seguir trabajando mientras encontramos caminos paralelos.

      –¿Al referirte a caminos paralelos te estás refiriendo a especies similares…? –se sorprendió Diana.

      –Similares o afines por muy lejanos que parezcan.

      –Podemos remontarnos a la prehistoria.

      –Más vale remontarse a la prehistoria que aproximarse a la posthistoria. Al fin y al cabo, hemos comprobado que esos virus tenían un antepasado común que ha ido evolucionando de muy diversas formas.

      –Volvemos a lo mismo: la evolución de las especies, pero nunca he sabido si los diferentes tipos de pinzón en los que Darwin basó sus teorías ponían el mismo tipo de huevos o tardaban el mismo tiempo en empollarlos.

      –No creo que ni él mismo lo supiera, al igual que nosotros ignoramos cuál es el tiempo de gestación de un «Desmodus».

      –Varía entre los tres y los seis meses.

      –De eso no estamos seguros. Entre tres y seis meses suele ser el tiempo de gestación de la mayor parte de los murciélagos, pero por ser hematófago el «Desmodus» resulta único, y tampoco sabemos cuántas crías suele tener en cada parto.

      –No más de dos –intervino Richard.

      –Pues en ese caso pasarán años antes de que contemos con el material genético necesario para empezar a trabajar en serio porque la mayor colonia de «Desmodus» se encuentra en las selvas de la cordillera andina ecuatoriana y a casi tres mil metros de altura –se llevó la pipa a la boca, aspiró con delectación, como si estuviera tragando humo en lugar de aire, alzó los ojos evocando viejos tiempos e inquirió–: ¿Os acordáis de la epidemia de ébola de hace siete años…?

      –Cómo olvidarla.

      –En ese tiempo trabajaba para un laboratorio alemán que me envió al Congo a intentar averiguar algo sobre los supuestos estudios de unos misioneros que al parecer estaban obteniendo resultados del veinte por ciento de casos letales, cuando es cosa sabida que la tasa de mortalidad del ébola suele alcanzar el ochenta por ciento.

      –Desconocía esa faceta aventurera de tu currículum –comentó Lidia con una divertida sonrisa–. Siempre te había considerado un ratón de biblioteca.

      –Nosotros no somos ratones de biblioteca sino ratas de laboratorio, querida, pero dejando las bromas a un lado, lo cierto es que conseguí acceder a un galpón que se había utilizado en otro tiempo como aserradero y lo primero que me llamó la atención fue que contenía medio centenar de jaulas repletas de murciélagos.

      –Ya estamos otra vez con la matraca de los murciélagos –protestó Dimitri–. ¿Hasta cuándo?

      –Hasta que dejen de ser un referente en todo cuanto se refiere a epidemias. Y los que yo vi no eran «Desmodus hematófagos», sino frugívoros de la familia «Pteropodidae».

      –¡Vaya por Dios! Eso me tranquiliza.

      –¿Puedo continuar con mi historia?

      –Puedes.

      –¡De acuerdo! No lejos del galpón, un grupo de nativos parecía recuperar fuerzas, pero un guardia me impidió aproximarme y al poco acudió un misionero, que por lo visto había sido sargento de la legión, que me ordenó que diera media vuelta y no volviera a no ser que trajera víveres, ropas o medicinas.

      –Normal… A esos lugares no se va con las manos vacías.

      –Intenté sonsacarle sobre el número de enfermos que habían conseguido salvar, pero me respondió de muy malas maneras que no me