Sabina Frederric

La Gendarmería desde adentro


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de estas poblaciones resultaron infructuosos; en el corto plazo, por tensiones con el Ministerio de Desarrollo Social, y en el largo, por la ocupación y el patrullaje permanente del territorio por parte de los gendarmes, que mantenían conversación asidua con los referentes. Así, el Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad, lanzado en abril de 2011 en la Biblioteca Nacional, que dio curso a las mesas barriales que convocaban en cada barrio a “representantes de organizaciones comunitarias e instituciones de reconocido trabajo social, cultural y deportivo”, colisionó casi de inmediato con el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, en particular con la Subsecretaría de Abordaje Territorial a cargo por entonces de Sergio Berni. Esta oficina había construido un lazo político con los referentes barriales en la resolución de conflictos a través del acceso a recursos y cuidado del Estado. Así, a los pocos meses de la creación de Cinturón Sur, en abril de 2012, Berni fue designado secretario de Seguridad del Ministerio de Seguridad, puesto desde donde comandó las fuerzas federales y reivindicó el rol de la Policía Federal oponiéndose a la preeminencia asignada por Garré a la Gendarmería. En tanto, Cecilia Rodríguez –con una destacada actuación en el manejo de emergencias en el país y en el exterior, y un breve paso por el grupo de trabajo de Berni en Desarrollo Social– se convertiría en ministra de Seguridad a fines de 2013. Desde allí institucionalizaría las unidades de prevención barrial (UPB) inicialmente a cargo de la Federal en los barrios periféricos.

      Para entonces estaba claro que la seguridad, entendida como protección, se había convertido en un beneficio y un derecho; es decir que entraba en el terreno dejado por el Estado benefactor, y su gestión no escapaba a la dinámica del consentimiento de los vecinos hacia referentes políticos y sociales de distinta jerarquía. Así, mientras en Brasil la UPP como cruzada civilizatoria y pacificadora colapsó en 2017 –puesto que la soberanía estatal ya había sido impugnada por el propio Estado y no había cómo mediar en esos territorios (Misse, 2010; Pacheco de Oliveira, 2014)–, la versión argentina del policiamiento de proximidad sobrevivió al kirchnerismo. El policiamiento de los y las gendarmes en estos territorios ganó el consentimiento de buena parte de los referentes políticos y sociales de las periferias, y consiguió establecer vínculos entre personas, agencias estatales y distintos niveles del Estado. Dio protección y sostuvo precariamente, como mostraré, el consentimiento propio y la legitimidad del Estado.

      Por consiguiente, entender esta amplificación de la Gendarmería tan solo como una militarización de la función policial limita la comprensión del fenómeno. Es fundamental analizar lo que efectivamente hicieron los gendarmes, estudiar las implicaciones de sus operaciones reales, concretas y cotidianas, para poder determinar el carácter de su tarea. Esto es: importa no quedarnos con el orden legal de su naturaleza militar, defendida como tal incluso por buena parte de sus integrantes, porque el contenido de lo militar en esa defensa también fue impugnado, contestado y alterado.

      En suma, a la Gendarmería le fue transferido, de manera progresiva, el ejercicio de la soberanía estatal; vale decir, se le otorgó potestad para administrar poblaciones en ciertos territorios. Esto se potenció y se volvió más visible hacia 2010, cuando la fuerza comenzó a tener mayor presencia en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA): Conurbano y CABA. Fue a través suyo que la política se proyectó en personas uniformadas y complementó y modificó la “llegada” del Estado nacional a los ciudadanos. Esa dimensión política anidó en las diversas formas de policiamiento encomendado a los y las gendarmes, en el hecho de que –a través de sus intervenciones– encauzaran modos de gestionar poblaciones para ubicarlas dentro o fuera del Estado de derecho (Lima, 2002). Fue a través de esas intervenciones que algunas poblaciones quedaron en un borde inestable entre el Estado de excepción y el Estado de derecho (Calveiro, 2012), en particular aquellas ubicadas en las fronteras y gestionadas por esas prácticas territoriales, étnicas, y/o legales. Así, nuestro argumento se aproxima al de Didier Fassin (2016) cuando descubre que el trabajo de la policía francesa estaba destinado menos a la persecución criminal que al “control político” de poblaciones degradadas social y racialmente, a través de su permanente hostigamiento. Pero nos distanciamos de Fassin porque –en el caso estudiado– el “control” no fue el único modo, ni tampoco el predominante, en que se percibió y se ejerció la dimensión política de las operaciones de Gendarmería. Sus intervenciones abrieron un abanico que consiguió alcanzar legitimidades que, sin ser consensuadas, han sido no obstante persistentes.

      Las operaciones de la Gendarmería a través de sus diferentes agregados –destacamentos móviles antidisturbios, escuadrones de frontera o unidades de policía de proximidad– se valieron de esquemas de acción para gestionar diversos tipos de conflictos: comunidades originarias mapuches y guaraníes, trabajadores despedidos que cortaban calles o las autopistas Panamericana o Ricchieri, bagayeros en la frontera con Bolivia, villeros habitantes del Conurbano y la CABA, ocupantes “ilegales” de tierras urbanas, entre otros. Con su presencia, mediación, amenazas y/o represión, los gendarmes contribuyeron a dar cauce a esas situaciones. Pese a que su carácter militar podría empujarnos a creer que siempre convierten al otro en enemigo, esos tipos de administración de conflictos en absoluto apelaron a la represión como único recurso; por el contrario, su aceptación social o su legitimidad se debieron en gran medida a que la faz represiva de sus intervenciones estuvo fuertemente contenida. El ejercicio de la mediación y la negociación era uno de los recursos políticos más habituales de los gendarmes. Sin embargo, esa función política que impregnó las intervenciones quedó opacada por una narrativa que subrayaba las medidas tendientes a la desmilitarización policial para extirpar los resabios autoritarios de la última dictadura, exigía una auténtica conducción civil que subordinara a los uniformados para expropiarles su “autonomía” (es decir, su capacidad política), sostenía la prohibición del derecho a la sindicalización, y se resistía a expandir la solución penal a conflictos socioeconómicos, políticos y culturales. En rigor, esa narrativa fue desbordada por la creciente gravitación de los gendarmes en la cotidianidad de los vecinos como reguladores, negociadores, mediadores y/o represores de la conflictividad.

      El agotamiento de sus habilidades negociadoras, sus limitaciones en el ejercicio de la política de negociación y sus difíciles y enmarañadas condiciones laborales figuran entre las principales causas que los llevaron a recurrir a la fuerza. La Gendarmería administró muchos cortes de rutas o de calles canalizando las demandas de los manifestantes hacia las agencias de gobierno correspondientes –Desarrollo Social, Salud, Obras Públicas o Trabajo– en los distintos niveles del Estado (nacional, provincial y municipal). Ahora bien: esa manera de ejercer la mediación política apeló a una estrategia de la que la política, en su forma más habitual, carece. Mientras esta última solo puede sancionar mediante la quita de recursos, protección y asistencia, los y las integrantes de una fuerza armada pueden valerse de la violencia en sus diferentes versiones, como detenciones y encarcelamientos, amenazas y hostigamientos. Estas alternativas son parte de las prácticas