Oscar Wilde

El príncipe feliz y otros cuentos


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estaba sobre el río, había chicos maleducados, los hijos del molinero, que siempre me estaban tirando piedras. Nunca me dieron, por supuesto, nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para que suceda eso y, además, yo desciendo de una familia famosa por su agilidad; pero, no obstante, era una muestra de falta de respeto.

      Pero el Príncipe Feliz parecía tan triste que la pequeña golondrina sintió pena.

      —Hace mucho frío aquí —dijo—, pero me quedaré contigo por una noche y seré tu mensajera.

      —Gracias, pequeña golondrina —dijo el Príncipe.

      Y así la golondrina arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y se fue volando con él en el pico por encima de los tejados de la ciudad.

      Pasó junto a la torre de la catedral, donde estaban esculpidos los ángeles de blanco mármol. Pasó junto al palacio, y oyó la música del baile. Una bella muchacha salió al balcón con su amado.

      — ¡Qué maravillosas son las estrellas! —le dijo él—, ¡y qué maravilloso es el poder del amor!

      —Espero que mi vestido esté a tiempo para el baile de gala —respondió ella—; he encargado que le borden pasionarias; pero ¡las bordadoras son tan perezosas!

      Pasó sobre el río y vio las linternas suspendidas en los mástiles de los barcos. Pasó por encima de la judería, y vio a los judíos viejos haciendo tratos entre sí y pesando monedas en balanzas de cobre. Llegó por último a la casa pobre y miró hacia adentro: el muchacho se estaba agitando febrilmente en el lecho y la madre se había quedado dormida, de cansada que estaba.

      Entró de un vuelo y dejó el gran rubí sobre la mesa, al lado del dedal de la mujer. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando la frente del niño con sus alas.

      — ¡Qué fresco me siento! —dijo el muchacho—, debo de estar mejorando.

      Y se sumió en un sueño delicioso.

      Entonces la golondrina volvió volando junto al Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

      —Es extraño —observó—, pero ahora siento calor, a pesar de que hace tanto frío.

      —Eso es porque has hecho una buena acción —dijo el Príncipe.

      Y la golondrina se puso a pensar, y se quedó dormida. El pensar siempre le daba sueño.

      Cuando rompió el día bajó volando al río y se bañó.

      — ¡Qué fenómeno tan notable! —dijo el profesor de ornitología, que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en invierno!

      Y escribió una larga carta al periódico local tratando de ello. Todo el mundo la citó, ¡tan plagada estaba de palabras que no podían entender!

      «Esta noche me voy a Egipto», se dijo la golondrina.

      Y se puso contenta sólo con pensarlo.

      Visitó todos los monumentos públicos y estuvo posada un largo rato en lo más alto del campanario de la iglesia. Dondequiera que iba, los gorriones piaban y se decían unos a otros:

      — ¡Qué forastera tan distinguida!

      Así es que disfrutó muchísimo.

      Cuando salió la luna, volvió volando hasta el Príncipe Feliz.

      — ¿Tienes algún encargo para Egipto? —le preguntó—. Me marcho ahora mismo.

      —Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo una noche más?

      —Me esperan en Egipto —respondió la golondrina—. Mañana mis amigas remontarán el río hasta la segunda catarata. El hipopótamo se acuesta allí entre las espadañas, y el dios Memnón está sentado en un gran trono de granito. Toda la noche observa las estrellas, y cuando brilla el lucero del alba, lanza un grito de alegría y luego vuelve a quedarse silencioso. A mediodía, los rubios leones bajan a beber al borde del agua; tienen los ojos como verdes berilos, y su rugido es más sonoro que el estrépito de la catarata.

      —Golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, allá lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla; está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles, y en un vaso a su lado hay un ramillete de violetas marchitas. Tiene el cabello castaño y rizado, los labios rojos como una granada y grandes ojos soñadores. Está intentando terminar una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la cocina y el hambre le ha debilitado.

      —Me quedaré contigo una noche más —dijo la golondrina, que realmente tenía buen corazón—. ¿Tengo que llevarle otro rubí?

      — ¡Ay! Ya no tengo rubíes —dijo el Príncipe—. Todo lo que me queda son los ojos. Son zafiros excepcionales, traídos de la India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo; se lo venderá al joyero, y comprará alimentos y leña, y terminará su obra.

      —Querido Príncipe —dijo la golondrina—, no puedo hacer eso.

      Y se echó a llorar.

      —Golondrina, golondrinita—dijo el Príncipe—, haz lo que te ordeno.

      Así es que la golondrina arrancó un ojo del Príncipe y se fue volando a la buhardilla del estudiante.

      Fue muy fácil entrar, ya que había un boquete en el tejado. Se lanzó a través de él y entró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no oyó el aleteo del pájaro, y cuando alzó la mirada encontró el hermoso zafiro sobre las violetas marchitas.

      —Están empezando a estimarme —exclamó—; esto viene de algún ferviente admirador. Ya puedo terminar mi obra.

      Y parecía muy feliz.

      Al día siguiente, la golondrina bajó volando al puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío y estuvo observando cómo los marineros subían grandes cajones de la bodega tirando de cuerdas.

      — ¡Ízalo! —gritaban cuando subía cada cajón.

      —Me voy a Egipto —gritó la golondrina.

      Pero nadie le prestaba atención, y cuando salió la luna volvió volando junto al Príncipe Feliz.

      —He venido a decirte adiós —exclamó.

      —Golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo una noche más?

      —Es invierno —respondió la golondrina—, y pronto estará aquí la fría nieve. En Egipto, el sol es tibio sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos yacen en el cieno mirando perezosamente en torno suyo. Mis compañeras están haciendo el nido sobre el Templo de Baalbec, y las tórtolas blancas y rosadas las observan y se arrullan. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca me olvidaré de ti, y la próxima primavera te traeré a mi regreso dos bellas joyas a cambio de las que tú has dado. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será tan azul como el vasto mar.

      —Abajo, en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, está una pequeña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, y se han estropeado todas. Su padre le pegará si no lleva dinero a casa, y está llorando. Va descalza, sin medias ni zapatos, y lleva la cabecita descubierta. Arráncame el otro ojo y dáselo, y así su padre no le pegará.

      —Me quedaré contigo una noche más —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el ojo; te quedarías completamente ciego.

      —Golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, haz lo que te ordeno.

      Así es que arrancó el otro ojo del Príncipe y se lanzó de un vuelo llevándoselo a la niña, Descendió rauda ante la cerillera y le deslizó la